En la aldea
09 septiembre 2024

De cómo un republicanismo pasa de la medianía al basurero

“En la colectividad sin reglas cada quien hace lo que le parece: el hampa navega a placer en el mar de su felicidad; centenares de políticos cambian de tienda y cara de acuerdo con su conveniencia; los restaurantes improvisados se convierten en michelines pretenciosos; lo barato se vuelve caro y lo caro barato”.

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Elías Pino Iturrieta | 05 marzo 2023

Hablar de la devastación causada por el chavismo en materia de valores cívicos, como se intenta aquí, no implica la apología de nuestros hábitos del pasado reciente. No se trata de plantear un tránsito del imperio de la civilidad al caos de la barbarie, sino apenas de observar cómo cierta fábrica de costumbres a través de las cuales se daba cuenta de la existencia de un republicanismo con el cual podíamos identificarnos relativamente, ha sido condenada al derrumbe. Conviene retener esta consideración, es decir, sentir cómo de una convivencia capaz de mantener a medias unas pautas de civilización y de respeto al prójimo, se ha pasado a una situación de carencia de principios fundamentales y aun de apariencias que significa una preocupante ruptura, la imposición de una jungla brutal que parecía superada.

El período de la democracia representativa creó un modelo de comportamiento que permitió una manera de vivir susceptible de ponernos a viajar en la misma carreta con la confianza que ofrecen los trayectos pensados de antemano para evitar accidentes  desagradables, la posibilidad de sentir que una caravana multitudinaria podía cumplir su cometido con fundamento porque los pasajeros conocían las reglas del viaje y estaban dispuestos a respetarlas. Generalmente, desde luego, porque jamás se cumplieron los periplos perfectos, ni todos los peregrinos estuvieron complacidos con el acatamiento del manual pensado para que las cosas no se salieran de carril, pero podemos hablar de medio siglo venezolano durante el cual se podía sentir la existencia de una travesía que podía cumplir su cometido sin el descalabro de la mayoría de quienes la emprendían.

“Cuando las realizaciones del pasado sucumbieron por la incuria de los ‘revolucionarios’ y por la carga del tiempo, se llegó a un vacío que ha conducido a la desaparición de lo construido sin la existencia de planes para reemplazarlo”

No solo se habían escrito y divulgado las reglas del trayecto, sino que también existían autoridades que trataban de hacerlas respetar en asuntos vitales como los derechos de la gente común, como sus haberes, su educación y su salud. Sin perfecciones sanitarias, ni procuradores exhaustivos, ni policía ubicua y respetuosa, ni maestros modélicos, pero estaban presentes y se podía pensar en que, salvo excepciones, no defraudarían al reclamante o al usuario. Los jueces, los sanitarios, los profesores y los vigilantes del orden público no eran una farsa, aunque tampoco una presencia santa e infalible, pero estaban a mano cuando se necesitaban. Sobre todo en situaciones de urgencia. Se pedía desde la cúpula y desde ella se daba para que la vida fuera llevadera, en el común de los casos. Y para que los venezolanos entendieran que debían respetar rutinas de estabilidad porque su burla se convertiría en perjuicio. Es evidente que el plan no se cumplió a la perfección, se fue deteriorando poco a poco, pero estuvo presente y marcó con su huella  cincuenta años.

La “revolución bolivariana” no solo anunció que la vida se regiría por principios flamantes y prometedores, sino también por una administración diversa de la convivencia. En relación con los principios se limitó a anunciarlos en actos públicos, como cuñas de publicidad, como clichés cotidianos en el trajín de un circo; y en torno a cómo concretarlos a través de una nueva administración se conformó con no hacer nada relevante. Las obras de la democracia representativa, tanto las concretas como las relacionadas con la sensibilidad de la sociedad, permitieron una prolongación natural de la historia anterior, pero dejaron de ser un soporte debido al crecimiento de su deterioro y a la cercanía de su muerte. Cuando las realizaciones del pasado sucumbieron por la incuria de los “revolucionarios” y por la carga del tiempo, se llegó a un vacío que ha conducido a la desaparición de lo construido sin la existencia de planes para reemplazarlo. Sin posibilidad de llevar a cabo realizaciones materiales, o sin deseos de hacerlas, o sin siquiera saber cómo levantarlas en un ambiente supuestamente nuevo; o, mucho peor, sin la menor intención de ocuparse de los problemas de un pueblo con el que coqueteó en cien plazas, optó por la decisión de dejarlo a su arbitrio para que hiciera lo que le viniera en gana. Al negarse a ser constructora de algo digno de atención, o al no poder ser arquitecto de algo orientado a la utilidad de las mayorías, la autoridad que se anunció como novedad y como beneficio colectivo prefirió dejar hacer para que se estableciera la colectividad sin contención ni vergüenza de la cual ahora formamos parte.

En la colectividad sin reglas cada quien hace lo que le parece: el mercader pone los precios; el técnico establece la tarifa de su conveniencia por el uso de sus manos; el propietario se siente con libertad para cualquier desaguisado; el jugador juega en la calle si el casino está abarrotado; el chofer se pasa por el forro lo semáforos; el hampa navega a placer en el mar de su felicidad; la puta se disfraza de inmaculada y adquiere prestigio sin que nadie se inmute; centenares de políticos cambian de tienda y cara de acuerdo con su conveniencia; los harapientos sienten que las calles son su monopolio legítimo, o el espacio que ha ganado su desesperanza, sin que se pueda hacer algo mínimo para impedirlo; los tarantines proliferan según el capricho de sus promotores; los hoteles de cuarta categoría ostentan cinco estrellas; los restaurantes improvisados se convierten en michelines pretenciosos; el ascenso social de los mangantes estrena una velocidad nunca vista, ni nunca tan aclamada; lo barato se vuelve caro y lo caro barato por algún capricho sin explicación, y así sucesivamente, con miles de etcéteras.

Pero, ¿y la autoridad “revolucionaria”? Forma parte estelar en el estreno del remedo de una república que antes era medianía y ahora es solo fantasía remota, o pérdida ya irreparable. Tope usted con un policía “bolivariano”, o con un guardia “del pueblo”, o con el traficante que en un santiamén ha ascendido de su cueva al pináculo, con unos diputados estériles; o con algún registrador de la propiedad, o con el cobrador de impuestos, o con el oficialito vuelto locutor de turno, o con los publicistas y los encuestadores y los entrevistadores más agraciados de la actualidad, más célebres o requeridos, y encontrará el motivo y el corolario de una pérdida histórica. Sin que la numerosa clientela que la alimenta se libre de responsabilidad, desde luego.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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