El féretro sale del Hospital Militar en una carroza fúnebre. Un río de gente custodia el sarcófago. Parecen hormigas. Ignoran que lo que va dentro del ataúd no es el cuerpo de Hugo Chávez. Son piedras. Piedras para simular el peso de la muerte. Una pitonisa le había advertido hacía muchos años que su vida sería corta. Aun así, costaba creerlo. Chávez parecía eterno. El superhombre. Pero no. El día anterior se había anunciado su deceso. Punto final a la ola de rumores. Ahora el pueblo lo lloraba. El recorrido suma ocho kilómetros. El destino final es la Academia Militar, donde se instalará la capilla ardiente.
Allí había ingresado en 1971 con el sueño de ser pelotero. De llegar a Las Grandes Ligas. La Academia sería el trampolín para saltar al estrellato. Allí, también, le había entregado el entonces presidente Carlos Andrés Pérez en 1975 el sable que lo acreditaba como subteniente. Sin imaginar el líder adeco que ese joven de escasos veinte años nacido en Sabaneta de Barinas intentará derrocarlo tiempo después. Sin poder otear que ese cadete que forma parte de la cohorte de la “Promoción Simón Bolívar II” cambiará, y de qué modo, la historia de Venezuela. Pérez no puede preverlo. Ninguna pitonisa era capaz de retar su buena estrella.
El cadete, en cambio, ya había escrito en su diario, justamente a propósito de una visita protocolar que había dispensado Pérez a la Academia Militar en ocasión de su toma de posesión, el 13 de marzo de 1974, que algún día le gustaría llevar las riendas de la nación. Ese día, cuando el político estaba empotrado en el patio de la Academia, rodeado de honores y de fastos, como correspondía en virtud de su estatus de comandante en jefe de las fuerzas armadas, hubo algo que dejó perplejo a Hugo Chávez. Es el asombro que despierta en sus subordinados el poderoso.
Entonces esa noche, sin tener muy claro todavía qué es lo que quiere, el cadete asienta en su diario -un diario cuyo original tuve oportunidad de leer, porque estaba en manos de Herman Marksman, examante de Chávez, a quien entrevisté para El Nacional en 2002- que quiere ocupar el lugar de Pérez. “Después de esperar tanto tiempo llegó el nuevo presidente. Cuando le veo, quisiera que algún día me tocara la responsabilidad de toda una patria. La patria del gran Bolívar, y mía, en último término”, escribió.
Cuando leí su diario, me impresionó su bella letra. Y su especial cuido por el idioma, habiendo trazado esas líneas siendo tan joven. No es algo común. Las frases ordenadas. Los puntos y las comas donde van. Ni un solo error ortográfico. El periodista se fija en esos detalles, así como el detective repara en una impecable escena del crimen.
Ese 13 de marzo de 1974 le entró una pulsión al ver a aquella figura imponente. El huracán llamado Carlos Andrés Pérez. El carisma. El mando. Los honores. Los ritos. La música marcial. La patria. Toda una atmósfera que conmovió profundamente al cadete de diecinueve años. Y en esa otra oportunidad, cuando Pérez le entregaba el sable, en 1975, aunque ya Chávez había abandonado el hábito de dejar registro de los acontecimientos de su vida en el diario, tal vez fantaseó con la misma idea. Una idea en fase embrionaria: ocupar el centro. El Zeus ante quien todos caen rendidos. Una idea infantil. Inocente. Un instinto que con el paso de los años se convertirá en todo un proyecto revolucionario. Y que dará al traste con el período democrático que se inauguró luego de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez.
II
Siete horas y media duró el recorrido. Qué curioso: se trataba del mismo recorrido que había hecho Chávez cuando, en marzo de 1994, el presidente Rafael Caldera le sobreseyó la causa que se le abrió por haber participado en la asonada del 4 de febrero de 1992. Él, que por entonces estaba hospitalizado, salió de San Martín y se dirigió a la Academia Militar. El general Raúl Salazar, quien luego sería su primer ministro de la Defensa, fue quien lo trasladó desde el Hospital Militar hasta el Fuerte Tiuna. La prensa estaba pendiente de la liberación de Chávez. Pero Salazar logró evadirla y lo sacó secretamente. Como secretamente sacaron de la instalación sanitaria el ataúd que transportaba el cuerpo del Comandante el 6 de marzo de 2013.
Chávez pidió que lo dejaran caminar un rato solo por el patio de la Academia. Su hermano Adán, que lo observaba desde la oficina de Raúl Salazar, adonde había tenido acceso como parte del acuerdo político que se gestó para tratar de calmar los cuarteles, vio desde una ventana que le brotaban lágrimas. Chávez subió luego a la oficina de Salazar. Firmó la baja. Se metió entonces en el baño de la oficina de su superior y se quitó el uniforme.
Más que una baja era una ejecución. Para él, un hombre apegado a los símbolos, eso era lo que significaba despojarse de su atuendo marcial. Una honda pérdida. La pena capital. Chávez salió de Fuerte Tiuna vestido de liqui-liqui. Su lema: vamos a la toma del poder. Lo logró. Sin pólvora. Por la vía electoral. Se convirtió en el hegemón. Pero la enfermedad torció su destino. Y por eso estaba allí. Por última vez.
El féretro fue colocado en el hall de la Academia Militar. Chávez de nuevo en la casa de los sueños azules. Chávez en su alma mater. Chávez en el sitio donde fue estudiante y también donde dio clases. La primera guardia de honor, según la nota publicada por El Nacional el 7 de marzo de 2013, la hicieron los presidentes Cristina Fernández de Kirchner, de Argentina; Evo Morales, de Bolivia; y José Mujica, de Uruguay. La segunda guardia la hicieron Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y otros representantes de los poderes públicos.
La tercera guardia es la más emotiva: la conforman los familiares de Chávez. Están sus hijos Rosa Virginia, María Gabriela, Hugo, Rosinés y su nieta Gabriela. Tiempo después se sabría que otra hija suya, Sara Manuela, fruto de su relación con la azafata Nidia Fajardo, también acudió al velorio celebrado en la Academia Militar en compañía de su madre. Los amores de Chávez con la azafata nacieron en el avión presidencial.
El secreto de la existencia de la niña estuvo a buen resguardo hasta que Chávez falleció. Nidia Fajardo fue publicando entonces una serie de posts en los que daba cuenta de esta historia. Nicolás Maduro, en un acto público, también habló de Sara Manuela y sumó otra descendiente, Génesis. De modo que no fueron cuatro hijos los que dejó el comandante sino seis.
Hacen guardia también junto al féretro Doña Elena Frías de Chávez y sus hijos. La matrona -siempre coqueta- esta vez luce desencajada. La base que lleva en el rostro no puede disimular su inmenso dolor. Un dolor distinto al que sintió el 4 de febrero de 1992 cuando supo que su hijo era uno de los alzados en armas. “El 4F se va conmigo a la tumba”, dijo una vez. Fue un día de gran angustia para ella. La carrera militar tirada por la borda. La prisión. La baja de Hugo. La derrota. Pero nada comparable al sufrimiento de este 6 de marzo en el que lo ve deforme (porque ahora no había piedras en el sarcófago; ahora sí era el verdadero Chávez el que yacía en el ataúd).
Un líder de masas bañado en formol. No habían podido embalsamarlo porque su cuerpo se descompuso. Estaba hinchado. Deforme.
Y Adán sobrecogido al lado de Doña Elena. Casi su hermano gemelo. Hugo y Adán se criaron con la abuela Rosinés. Luego Adán se fue a estudiar Física a la Universidad de Los Andes (ULA), en Mérida, y Hugo, más tarde, se fue a la Academia Militar, en Caracas. La militancia de Adán en el PRV (la línea dura de la izquierda) fue el vaso comunicante para que Chávez hiciera contacto con el irreductible guerrillero Douglas Bravo.
Chávez siempre negó que él hubiese sido una ficha infiltrada en las fuerzas armadas por los comunistas. Sí admitió, en cambio, que egresó de la Academia Militar con un libro del Che Guevara bajo el brazo.
III
La inminente muerte de Hugo Chávez creó una gran tensión. Se podían desatar los demonios tras su partida. Cuenta Nelson Bocaranda en la larga entrevista que le hace el periodista Diego Arroyo Gil, vertida en el libro Bocaranda. El poder de los secretos, que a Chávez lo desconectaron del ventilador mecánico el cinco de marzo a eso de las once de la mañana. Pero lo volvieron a conectar: la incertidumbre de lo que podía ocurrir generó pánico. Nicolás Maduro, según esta versión, temía que sucediera algo malo. Las sucesiones generan una gran inseguridad: acá entraban a jugar distintos actores. Desde Cuba, cuya economía dependía del petróleo de Venezuela, hasta Estados Unidos. Desde los feligreses de Hugo Chávez hasta sus detractores. No digamos las fuerzas armadas. Y la misma élite del PSUV.
Todos esperaban el anuncio con ansiedad. Pasadas las tres de la tarde de ese mismo cinco de marzo hubo una segunda desconexión. A las 4 y 25, falleció Hugo Chávez. Había perdido treinta kilos, resalta Bocaranda. Había perdido mucho antes algo demasiado importante para un caudillo que había logrado seducir a las masas: la voz. Había soltado, extenuado, el botón de mando.
Aquel dolor de rodillas que lo aquejaba en mayo de 2011, y que hizo que se refugiara en un bastón, terminó siendo un cáncer fulminante. Su cuerpo se convirtió en un receptor de esteroides. Esteroides para mantenerse en pie. Para aparentar que era el guerrero que ya no era o que ya no sería más nunca. Esteroides para soportar una campaña electoral que le dejara invicto frente a su joven contendor Henrique Capriles.
Son los dioses -esto va para los creyentes: Chávez lo era- los que deciden cuándo partimos de este mundo. Pero aquí los dioses eran los cubanos, que desde el comienzo se apoderaron del guion de la enfermedad de Chávez. Decidieron el tratamiento. Lo atendieron en el Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas de La Habana (CIMEQ). Cometieron, al parecer, un error garrafal al hacerle la primera operación. Le insuflaron energía artificial para que representara su papel de candidato presidencial. Un asunto de Estado. Y en efecto, Chávez ganó las elecciones presidenciales, que fueron adelantadas para octubre de 2012. Esa es la ventaja de manejar el guion: que pones y quitas fechas. Que puedes, hasta cierto punto, solo hasta cierto punto, conducir los hilos de la historia.
El ocho de diciembre, sin embargo, Chávez se dirigió en cadena al país. Dijo que tenía que viajar a La Habana para someterse a una cuarta operación porque habían reaparecido las células cancerígenas. Ungió a Nicolás Maduro como su eventual sucesor en caso de que surgiera una causa “sobrevenida”. Y -quizá para suavizar la noticia- habló de la película Fiebre del sábado por la noche y elogió a John Travolta. Fue la última vez que se le vio hablar en público.
De allí en adelante se desató una nube espesa de especulaciones. Con sobrada razón: el destino de Venezuela se estaba decidiendo en La Habana y no en Caracas. La sucesión la estaban montando los cubanos con Maduro como ventrílocuo. El 30 de diciembre corrió el rumor de que Chávez había fallecido.
Por poco. Según la información que maneja Bocaranda, desde ese día Chávez estuvo permanentemente conectado a un respirador artificial. “Se pensó que tenía las horas contadas. Eso se regó como pólvora, sin mucho detalle, y la noche de Año Nuevo todo el mundo decía que había muerto”, le confiesa el periodista a Diego Arroyo Gil. Lo que sí ratifica Bocaranda es que resulta imposible que Chávez, estando en esas condiciones, hubiera podido celebrar reuniones, trabajar o firmar documentos. “Chávez estuvo varios meses tumbado en una cama, en coma inducido. A veces lo sacaban de la sedación, pero los dolores eran insoportables”, agrega.
IV
La noticia de la muerte de Chávez ejerció un impacto inmediato en los mercados. El Nacional informó que el 6 de marzo los bonos venezolanos cayeron 1,50 puntos en promedio. “La incertidumbre por el futuro político de Venezuela a corto plazo lleva a los inversionistas a optar por vender sus papeles y tomar ganancias”, reseña el diario.
No solo los papeles de la deuda acusaron el golpe. También en el mercado petrolero asiático -añadía el periodista Andrés Rojas de El Nacional– se sintió la onda expansiva que produjo la partida del presidente. La incertidumbre sembró dudas sobre los envíos de petróleo de Venezuela hacia ese continente, en concreto a China. Esto produjo un alza de cerca de 30 centavos de dólar. En Estados Unidos, que en una época fue el principal cliente de PDVSA, pero cuya preeminencia fue decreciendo con el tiempo, el mercado no registró novedad.
El anuncio hecho por Nicolás Maduro la tarde del 5 de marzo de 2013 también generó inquietud en los venezolanos. Muchos volaron a los automercados, curtidos como están en materia de sismos políticos. ¿Saldrá la gente a la calle?, ¿reinará la anarquía? El estrés que causaban las preguntas que los ciudadanos de a pie se hacían tuvieron una respuesta que era más bien un acto reflejo: todos pensaban en llenar las despensas a como diera lugar. Chávez dejaba un gran vacío y nadie podía saber cómo se llenaría la vacante. Qué pasaría. Quién agarraría las riendas. ¿Tendría Maduro el talante para tomar el timón?
El tiempo ha demostrado que sí. Ya ha pasado una década desde que Chávez partió. El liderazgo carismático de Chávez, sin embargo, dista mucho del estilo coercitivo de su delfín. Su heredero abarrotó las cárceles de presos políticos -Chávez también acopió los suyos: el comisario Iván Simonovis, los policías metropolitanos y la jueza Afiuni, por solo mencionar algunos casos emblemáticos- y reemplazó el sortilegio del verbo de Chávez por la represión dura.
Desde luego que a su heredero político hay que reconocerle su talento para mantenerse en el poder, sorteando toda suerte de obstáculos. Pero lo ha logrado, eso sí, a un elevadísimo costo.
Los cubanos no se equivocaron. Maduro era el hombre indicado. Chávez tampoco se equivocó. Estaba claro para él, dotado de gran olfato político, que a su hijo dilecto no le temblaría el pulso para preservar la revolución a cualquier precio. Y el precio ha sido la sangre de los estudiantes regada en el pavimento. El precio ha sido la tortura sofisticada. Aquí sobresale la imagen del capitán Rafael Acosta Arévalo: puesto a declarar siendo ya prácticamente un cadáver. El precio ha sido -para Maduro- que ha entrado al nada reputado club de dictadores acusados de cometer crímenes de lesa humanidad.
V
El 18 de febrero de 2013 un tuit publicado en la cuenta de Twitter de Hugo Chávez generó gran inquietud colectiva: el propio Comandante -más bien quien usurpó su cuenta- informaba que se encontraba en Venezuela. Habían transcurrido más de dos meses desde que se había marchado a Cuba. Unos días antes de su regreso, circuló una fotografía en la que Chávez apareció en su lecho de enfermo en Cuba flanqueado por sus hijas mayores. Sonreía (una sonrisa congelada) y leía el periódico Granma.
Bocaranda sostiene, en la entrevista que le hace Diego Arroyo Gil, que el mandatario no llegó en el avión presidencial, como se había informado, sino en una aeroambulancia “que voló a menor altura para evitar las molestias de la alta presión”.
Bocaranda agrega: “Estaba sedado. Lo acompañaban su hija mayor, Rosa Virginia, su yerno el ministro Jorge Arreaza y sus edecanes, además, claro, de sus médicos y el grupo de enfermeras que lo habían atendido en el Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas de La Habana (CIMEQ). Su regreso tomó por sorpresa incluso a gente del propio gobierno”.
El periodista, que difundió detalles de la evolución de la enfermedad de Chávez sin que lo desmintieran, señala que desde el 22 de febrero los familiares del Comandante sopesaron la idea de retirarle la ayuda respiratoria. Doña Elena -católica, religiosa- abrigaba la idea de que se produjera un milagro. Para madres como ella, es Dios el que decide. Y Dios puede cambiar de opinión a última hora.
El 6 de marzo el periódico Últimas Noticias destacaba en su primera página que Chávez había perdido la batalla contra el cáncer después de ganar 16 procesos electorales. En este mismo medio, el historiador Guillermo Morón precisaba que Chávez era el tercer presidente de Venezuela que fallecía en ejercicio del cargo. Los otros fueron Juan Vicente Gómez (1935) y Carlos Delgado-Chalbaud (1950). También recogía Últimas Noticias un comentario del dirigente político Juan Barreto: “Recorrimos el país de pueblo en pueblo en un escarabajo que yo tenía… Llegábamos a las radios y muchas veces nos negaban espacio”.
VI
Llevaba traje de campaña y boína roja. La misma indumentaria que portaba el 4 de febrero de 1992. Así estaba en el ataúd. A las ocho de la mañana de ese 6 de marzo sonaron 21 cañonazos de salva. Fue la forma en que las fuerzas armadas dieron inicio a la despedida de su comandante en jefe. Y cada media hora sonaba un disparo. El sarcófago iba cubierto con la bandera de Venezuela. Una nota escrita por el reportero Joseph Poliszuk para el diario El Universal resaltaba lo inédito de los funerales: “Hubo gente hasta en el techo de las gradas de Los Próceres, niños encaramados en los árboles de los alrededores e incluso grupos retando la física en las orillas del río Guaire”.
Chávez se había convertido en una figura cuasi religiosa. Sus seguidores eran capaces de inmolarse por él: “Con hambre y sin empleo con Chávez me resteo”, decían. Sus detractores, en cambio, fueron implacables: no le perdonaban que, en su desmedido afán de poder, se llevara por delante las formas republicanas. Les chocaba su ímpetu autocrático. El ventajismo con el que se manejaba durante los certámenes electorales. No le perdonaban esos modales de cuartel. “Esta revolución es pacífica, pero armada”, amenazó una vez.
Pero ese 15 de marzo cuando cesó la capilla ardiente y todos vieron cómo salía la carroza fúnebre de la Academia Militar con destino al Cuartel de la Montaña, donde reposarían los restos del Comandante, hubo una tregua. La tregua, en realidad, había comenzado antes: cuando se cumplieron los vaticinios de la pitonisa. Hasta en la Ilíada se deponían las armas y se mostraba empatía en momentos trascendentales. El rey Príamo, devastado por la muerte de su hijo Héctor, le suplica a Aquiles, quien lo ha asesinado, que le devuelva el cadáver. Aquiles, conmovido, lo devuelve.
El 16 de marzo a las 4 y 25 de la tarde sonó otro cañonazo. Y así durante varios días. En ese mismo sitio -antes llamado Museo Histórico Militar- se refugió Hugo Chávez durante el intento de golpe de Estado de 1992. Nunca pudo sospechar que allí, más de dos décadas después, estaría ubicado su último domicilio terrenal.