La grabación tiene la circunspección de la verdad: en la esquina superior izquierda se ve el fuego, desatado, ganando el espacio; muy pronto se verá en el otro extremo: ya no hay quien lo detenga. Varios hombres se acercan a la reja cerrada con llave algunos enseres (¿con la esperanza vana de salvarlos o porque los consideran inflamables?). Un joven se acerca a una reja clausurada e intenta derribarla a patadas. No insiste, sabe que es inútil. En un plano más cercano al espectador, los vigilantes se desentienden de lo que ocurre, desoyen la súplica del cautivo y se van. No voltean a mirarlos, solo abandonan la escena. Muy pronto el humo lo cubre todo, ya no vemos nada, la muerte se enseñorea del lugar…
Horas después el mundo queda avisado: el lunes 27 de marzo, 39 migrantes encerrados en celdas sucumbieron a la masacre en un centro del Instituto Nacional de Migración, en Ciudad Juárez, en la frontera México con los Estados Unidos, adonde los desplazados querían llegar. La noticia incluye la primera reacción del presidente de ese país, Andrés Manuel López Obrador, quien culpó a las víctimas al decir que el asesinato masivo se había producido porque aquellas habían quemado colchonetas como protesta, al enterarse de que iban a ser deportados por el gobierno del mismo López Obrador.
Los hombres a quienes los celadores dejaron morir quemados, en el área masculina del centro federal, eran migrantes. Estaban presos, pero no eran delincuentes. Habían sido detenidos ese mismo día en un grupo de 70, para sacarlos de las calles donde intentaban vender artesanías o pedir dinero. Eran reos de la esperanza, trasgresión muy onerosa en estos tiempos. Y los llevaron a un centro de reclusión (no era un albergue ni mucho menos, era una jaula, un retén para pobres y desesperados). La mayoría era guatemaltecos y hondureños, pero también había venezolanos, estos con edades comprendidas entre los 21 y los 31 años.
El incendio empezó a eso de las 9 y media de la noche, cuando ya los candados estaban echados, 37 murieron allí y tres más fallecieron en un hospital, donde todavía hay casi treinta heridos. Los procedentes de Guatemala fueron identificados con facilidad porque habían sido atendidos horas antes por personal del consulado de ese país centroamericano; y las autoridades de Honduras no tardaron en dar alguna declaración, aunque fuera por cubrir las formas. Por los venezolanos no habló nadie. Nadie reclamó.
Es como si nunca hubieran existido, como si no hubieran tenido que huir de un país donde, como apuntó la ONG Provea: “Se profundiza la falta de transparencia. El hambre alcanza a millones. No hay garantía de políticas públicas con derechos humanos. Siguen las detenciones arbitrarias. El autoritarismo se mantiene”. En suma, no hay perspectivas de presente y el futuro es una densa noche.
Con la madrugada del martes llegó una nueva remasa informativa: las fotografías de los reporteros mostraban los cuerpos envueltos en mantas como de papel aluminio, apilados en el burladero donde los dejaron morir achicharrados. Y el gobierno de Joe Biden no perdió la oportunidad de mostrarse brutal. “Esta tragedia es un recordatorio desgarrador de los riesgos que enfrentan los migrantes y refugiados en todo el mundo”, dijo el portavoz adjunto del Departamento de Estado,Vedant Patel, en rueda de prensa. En plena sintonía con López Obrador, los migrantes murieron por su culpa. Como si “los riesgos” que asedian a los desplazados no hubiera sido atizados por políticas orientadas a darle seguridad a las fronteras y no a los seres humanos que han sido empujados a ellas por décadas de injusticia y por regímenes saqueadores y violadores de derechos humanos, como el de Hugo Chávez y su nefasta secuela, Nicolás Maduro.
Escribimos esta nota por un deber casi burocrático. Con ese ánimo me fue solicitada por el editor de La Gran Aldea, Alejandro Hernández, quien me dijo: “Este medio debe consignar este horror…”. Lo hacemos para no hacernos cómplices con nuestro silencio, como tantos. Lo hacemos para echarle en cara al tirano su responsabilidad en esta tragedia, una más en la interminable ristra que azota a Venezuela, y para afear la criminal actitud de López Obrador, mandatario de un país de migrantes, que, sin embargo, los trata como monstruos suicidas.
Esto último digámoslo con palabras de la venezolana Carolina Jiménez Sandoval, presidenta de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés). Antes de dar una entrevista a CNN, Jiménez Sandoval escribió en Twitter: “Gobiernos #Colombia #ElSalvador #Honduras #Guatemala se pronunciaron de diversas formas sobre tragedia en #CiudadJuarez en la que murieron 38 personas migrantes de sus países. Hasta el momento NO hay pronunciamiento del gobierno #Venezuela a pesar de que murieron venezolanos”. Y en la cadena de noticias afirmó: “México debe recordar que es un país profundamente impactado por la migración; y de la misma manera en que hay miles de migrantes cruzando México en el intento de llegar a los Estados Unidos, hay millones de migrantes mexicanos viviendo en los EEUU. El gobierno mexicano siempre le ha exigido al gobierno de los Estados Unidos y a otros países que trate a sus migrantes con dignidad. Esperamos que también cumpla con esa exigencia para consigo mismo y trate a los migrantes que cruzan su territorio con la misma dignidad que exige para sus nacionales en otros países”.
Mientras estas informaciones salían a la circulación, la sociedad venezolana veía crecer el monto de los miles de millones de dólares que los revolucionarios han desfalcado durante los gobiernos de Nicolás Maduro, observaba la vida de millonarios que se dan los ladrones, sus cómplices y sus queridas, contemplaba los operativos de represión contra maestros e indígenas y, en fin, veía hundirse hora con hora su calidad de vida y sus posibilidades de sobrevivir en Venezuela.