La sola vecindad geográfica explica el interés del actual presidente de Colombia, Gustavo Petro, por la solución de los problemas venezolanos. Una cercanía inamovible lo obliga a mirar los entuertos de la sociedad contigua, y a tratar de remendarlos. Sigue la tradición de sus antecesores, quienes se han ocupado de nuestros asuntos por razones obvias. Pero la orientación que hasta ahora han tenido sus intenciones no se compara con la de los inquilinos anteriores del Palacio de Nariño, si nos detenemos en su unilateralidad, o en su búsqueda de interlocutores en una sola parcela del problema.
Dos factores son suficientes para comprender el interés del presidente Petro por lo que sucede en nuestros lados del mapa: la cifra de migrantes venezolanos que han pasado a su territorio, agobiados por penurias sin cuento, que se acercan a la cantidad de tres millones de personas paupérrimas y desesperadas; y la beligerancia de las guerrillas disidentes de las FARC, que hacen lo que les viene en gana en nuestro territorio con la anuencia del régimen de Maduro, sin contemplar la posibilidad de unos acuerdos que ha ofrecido el proponente de una “paz total” que cada vez se siente más parcial y más inaccesible porque los amigos armados del heredero de Hugo Chávez, en lugar de mostrarse interesados, se consideran contrariados mientras profundizan sus planes belicosos y delictivos.
El presidente Petro no considera, hasta donde se puede observar desde lejos y desde fuera, que la guerrilla colombiana funciona entre nosotros porque el madurismo lo ha permitido; y porque, además, no ha dudado en protegerla a través de la inhibición del ejército venezolano en su trabajo de salvaguarda de la soberanía nacional y en el combate de una delincuencia que desdeña cada vez más el discurso político para preferir los negocios del narcotráfico. Si así sucede, parece evidente que no ha comprendido el fogoso don Gustavo que su misión no consiste en dar oxígeno a un gobierno aliado sino a un antagonista taimado y peligroso. A estas alturas no se ha detenido a pensar en cómo su intervención no favorece a un compañero de causa que lo necesita para retornar a una convivencia capaz de producir beneficios recíprocos, sino a una administración de pillos sin principios que no tiene interés en aliviar los problemas de quien se ofrece como aliado.
Tan entregado se ve el presidente Petro en favorecer a sus interlocutores de Miraflores, que ha preferido conversaciones exclusivas con sus voceros sin mirar hacia otra parte fundamental del asunto, tan concernida como la que más puede estar en encontrarle desenlace a la crisis venezolana. Solo se ha dedicado a conversaciones con Nicolás Maduro, precedidas por encuentros de su embajador con la plana mayor del oficialismo, a la cual trata como si fuera de la misma familia y como parte de un idéntico proyecto de gobierno, y continuada con su canciller en publicitadas sesiones palaciegas que han desembocado en la idea de pedirle al presidente Joe Biden la eliminación de las sanciones que su gobierno ha impuesto a los mandones venezolanos.
Ni el presidente Petro ni sus enviados se han detenido en el problema de la restauración de la democracia en esta vecindad que les importa tanto, como si estuvieran ante un detalle menor que se arreglará solo, sin auxilio de la comunidad internacional. Como si Maduro y sus acólitos estuviesen dispuestos a mudar su autoritarismo y su arbitrariedad porque de pronto los iluminó el Cristo de Monserrate que les trajo en estampita su interlocutor; o gracias a la devoción binacional de la Chiquinquirá. El tema no le interesa al presidente Petro, debido a que solo quiere hablar con Biden de una eliminación de sanciones sin que, hasta la fecha, los nominados al beneficio se comprometan a ofrecer a cambio democracia y libertad, o por lo menos elecciones presidenciales creíbles de acuerdo con los plazos constitucionales.
Los dirigentes de la oposición no forman parte de la agenda promovida desde Bogotá. Estas son las horas en que ninguno de sus emisarios los ha convidado públicamente a formar parte de unos tratos que pudieran caminar por sendero confiable sí admiten viajeros de pelaje diverso. No parece que el presidente Petro haya calculado el mal que le puede causar a Colombia la continuidad de una dictadura como la venezolana, o la tontería de pensar que, por el hecho de presentarse como una revolución de izquierda, Maduro no sea la cabeza de un abominable autoritarismo que perjudicará sus planes de cambiar para bien la vida de los colombianos. Tal vez si consultara con Gabriel Boric, su colega chileno que mira con sabiduría el paisaje que lo circunda, se acerque a la sensatez de corregir su intervención. Colombia se lo agradecerá, junto con los venezolanos que padecemos al hombre que se ha convertido en su interlocutor exclusivo y excluyente.