El lector está frente a un tema que he trajinado antes, pero al que regreso debido a que en Venezuela se mantiene el problema de la ausencia de discusiones dignas de tal nombre en la esfera de los negocios públicos, y a que también prevalece la orfandad de los enfrentamientos de opinión dignos de consideración sin los cuales se clausura el camino para la restauración del republicanismo destruido por el régimen reinante, y para el regreso de la democracia. Por eso lluevo otra vez sobre mojado.
Según las teorías políticas de la actualidad, el conflicto que se expresa en las polémicas sobre los negocios públicos no es un defecto, sino una virtud. O una necesidad. Cuando hay conflicto, la racionalidad predomina en las repúblicas debido a un enfrentamiento ineludible de las ideas. Es una conclusión a la que se ha llegado después de muchas reflexiones, pues desde los tiempos de Tácito se ha formulado la noción de lo superfluo de las discusiones de los hombres públicos debido a que el talento que tienen les permite llegar a acuerdos sin necesidad de debates extensos. De allí que las polémicas sean innecesarias, o ganas simples y superfluas de perder el tiempo, según el famoso autor. Pero, a la vez, desde los tiempos romanos, se ha concebido a la República como un debate en el cual se puede o se debe argumentar con legitimidad debido a que las partes enfrentadas pueden manejar y manejan opiniones respetables o comprensibles, sin las cuales la sociedad puede llegar a derivas catastróficas.
Ya se entiende hoy por la generalidad de los autores de importancia que los hombres pueden y deben estar en desacuerdo sobre cualquier asunto, especialmente sobre los negocios públicos, partiendo de principios esencialmente morales. La moral los conduce a la controversia, la moralidad orienta sus encontronazos. Jeremy Waldron, catedrático de Cambridge, afirma que, aunque fuéramos ángeles, “somos ángeles con opiniones, y sostenemos visiones conflictivas sobre lo que es correcto por las cuales estamos dispuestos a luchar”. Es una orientación divulgada por Camille Desmoulins, el célebre panfletista de la Revolución Francesa, quien escribió: “La divisa de las repúblicas son los vientos que soplan sobre las flotas de la mar, con esta leyenda: Tollunt sed atollunt: Ellos las agitan, pero las elevan. De otro modo, no veo una República sino la calma plana del despotismo y la superficie unida de las aguas estancadas de un pantano”.
Y así sucesivamente. Pudiéramos llenar paginas de citas referidas a la imperiosa obligación de los debates sobre el bien común, que se pudieran juzgar como erudición vana si no descubrieran una de las carencias escandalosas del país de nuestros días, si no metieran el dedo en una de nuestras heridas más lacerantes y peligrosas: la total y absoluta falta de polémicas sobre los asuntos que interesan a la sociedad, y sobre los cuales se deben contrastar las opiniones para no perecer en la estéril ciénaga anunciada por Desmoulins en el siglo XVIII. Si los políticos de nuestros días demuestran lo contrario, no solo pregonaría mi arrepentimiento y dejaría de opinar en estas páginas, aconsejado por la vergüenza. A menos que los balbuceos ocasionales y los bajonazos de las primarias de la oposición se consideren como opiniones solventes, o como resultado de reflexiones sobre el destino de la vida venezolana. A menos que los tartajeos pasen por razonamientos dignos de atención y de aplauso. A menos que los clichés y los tuiteos se puedan considerar como argumentos consistentes.
Venezuela ha presenciado polémicas memorables. No se trata ahora de buscar apoyo en filósofos, políticos y retóricos de prestigio universal para llamar la atención sobre una carencia que clama al cielo, sino solo de sugerir un simple repaso de nuestra historia a través del cual sintamos lo desnudos que estamos, lo inhábiles que somos para el trabajo de reconstruir una república y una vida destruidas por la dictadura chavista y por su sucesión madurista. La República fue criatura vigorosa en las polémicas desarrolladas por Antonio Leocadio Guzmán y Juan Vicente González en las búsquedas del gobierno deliberativo; o en el debate entre Antonio Guzmán Blanco y Ricardo Becerra después de la Guerra Federal; o en los escritos cruzados entre Luis Razetti y Monseñor Juan Bautista Castro sobre evolucionismo y creacionismo. En el siglo XX fueron fundamentales las controversias entre Rómulo Betancourt y Miguel Otero Silva sobre el rol de los movimientos obreros; o entre Juan Liscano y Héctor Mujica sobre la trascendencia del comunismo; o entre Rafael Caldera y Arturo Uslar Pietri sobre el manejo del petróleo; o entre Alejandro Otero y Miguel Otero Silva sobre artes plásticas, por ejemplo. No son pugilatos de Pericles o de Rousseau con sus coetáneos de universales cumbres, sino rutinarios testimonios hechos en Venezuela. Y tenemos otros muchos careos memorables, a través de los cuales se puede advertir cómo crece hasta términos abrumadores el desierto de ideas que hoy caracteriza a los portavoces de la política y la cultura; cómo ha sucedido una ruptura difícil de remendar en un asunto esencial para la restauración del republicanismo.
En una inscripción colocada en la Cámara Legislativa de Ontario, se lee: audi alteram partem, esto es, “escuchad a la otra parte”. Es un consejo que no se puede concretar en Venezuela por razones obvias. Ni siquiera en la escena de unas elecciones primarias de la oposición que se han ofrecido como camino para la restauración de la democracia, pero que se ha regodeado en lugares comunes y en juegos de zancadillas; ni en la campaña para votar por nuevas autoridades la UCV que anuncian una nueva cruzada contra la sombra. Me parece que en nuestros claustros hay sombra para rato, con tanta inhabilidad para debatir sobre asuntos esenciales.