Como se apuntó en el artículo de la semana pasada, si es que lo recuerdan, la Iglesia católica recuperó su fortaleza durante la dictadura de Juan Vicente Gómez sin caer en la tentación de un protagonismo estelar. La debilidad del siglo XIX fue superada debido a una formación sólida de sus jóvenes figuras, y a la creación de cuerpos docentes cada vez más influyentes en la sociedad. También a la redacción de análisis sobre la marcha de los pueblos, y sobre la necesidad de la justicia social, que llamaron la atención de millares de lectores. Ahora los voceros de una fe renovada se hacen sentir con mayor énfasis, pero recordando que el esplendor del pasado, de la Colonia remota, no podía procurarse sin caer en precipicios. Solo durante el trienio adeco la voz de los templos suena con rotundidad, hasta el extremo de poner en aprietos al Gobierno en manifestaciones callejeras. Reaparece un poder que habían quebrantado las contiendas de la Independencia y la Guerra Federal, pero sin pasarse de la raya.
Los partidos políticos y las administraciones que afloran durante el posgomecismo, y que son gobierno después de 1958, se dan cuenta de la situación y procuran un entendimiento que da frutos. El entendimiento consiste en llegar a avenimientos capaces de evitar las asperezas, mediante acuerdos con los mitrados nacionales que se trasladan a Roma para convertirse en el pilar de una cohabitación en la cual cada parcela se maneja dentro de unos límites razonables. Adiós a las asperezas del siglo XIX, pero también a los anuncios de lucha frontal que se observaron después del derrocamiento de Isaías Medina Angarita. Adiós a las poses aisladas de los sacerdotes y al erizamiento comarcal de los gobernadores, para que una institucionalidad raras veces irrespetada determine límites y abra portones como parte de unas costumbres en las cuales se reconoce la mayoría de la población.
Así la Conferencia Episcopal puede hacer su trabajo con autonomía sin pedir licencia, no en balde ha redactado la flamante cartilla de la cohabitación con una nueva generación de políticos. A su vez, esos políticos de cuño reciente entienden que el altar no es asunto de su incumbencia, ni de su manipulación. Se puede acudir a dos evidencias dignas de atención sobre esta relación de comedimiento que caracteriza el proceso: a) La designación de los obispos usualmente se realiza de manera apacible, sin roces entre sotanas y levitas que lleguen al dominio público; y b) Ni siquiera durante los gobiernos de Rafael Caldera y Luis Herrera Campíns, figuras de un partido que se proclama como socialcristiano, se ventilan asuntos píos en la tribuna pública, ni se manejan argumentos religiosos para sustentar posiciones de poder. Estamos hablando, aunque con toda la prisa del mundo, de medio siglo de la vida venezolana de nuestros días, bordados con recíproca paciencia por dos elementos de una balanza que llegan a establecer un equilibro imprescindible en sentido republicano.
Tal equilibrio ha desaparecido en la actualidad hasta volverse polvo, sin que sepamos de análisis que expliquen la mudanza. Mientras llegan esos estudios debe recordarse la conducta de Hugo Chávez convertido en arcipreste de una escandalosa basílica “bolivariana”, en señor de un estrado devenido púlpito, en paracaidista aparecido como misionero a la vieja usanza, en insólito distribuidor de bendiciones y excomuniones como ni siquiera se vio entre nosotros durante la dominación del Santo Oficio. ¿No puede una actitud de tal índole, protagonizada por el jefe del Estado, convertir en escombro una obra bordada en la víspera como prenda de civilización y de entendimiento de una historia? Jamás un político había ventilado un crucifico ante la multitud, ni había desgranado citas bíblicas, hasta el debut del comandante disfrazado de canónigo. De allí la trascendencia de la trillada pose. Si descubrimos, sin necesidad de lupa, que la oposición se animó con la puesta en escena, hasta el extremo, por ejemplo, de convertir a la caraqueña Plaza Altamira en un remedo de Isnotú, poblada de imágenes sagradas y pastoreada por capellanes; y de, mediante el uso de mangueras, bañar con agua bendita a los manifestantes congregados en las autopistas, sabremos cómo se le dio una patada a una fábrica de civilidad levantada por nuestros abuelos, por nuestros padres y por nosotros mismos.
No se sorprenda entonces el lector ante un programa del abad Nicolás, sucesor del pontífice fundador, anunciado sin rubor y titulado “Mi iglesia bien equipada”. Es la prueba de cómo el laicismo venezolano ha pasado a mejor vida. Más escandaloso es el hecho de que unos predicadores evangélicos no solo formen parte de la dirigencia política, sino que se los disputen en las alturas del oficialismo como acarreadores de votantes y como guías en los rincones de los barrios pobres, pero son hechuras de una tendencia que los responsables del culto católico pueden explicar mejor que el escribidor, ¿no son ellos los que facilitaron la ruta de su trabajo colonizador? En la puerta franca de esos “pare de sufrir” tienen mucho que ver los prelados de la fe antigua, descuidados frente a su misión en los espacios más desesperados de la sociedad. Por fortuna ese álgido punto apenas cabe de refilón en los límites del artículo que ya termina, pues apenas pretendía referirse a una defunción que no parece tener muchos deudos.