Este escueto título luce tan escandaloso que el tema a desarrollar será, básicamente, intentar explicar mis buenas intenciones. Manuel Puyana, amigo desde nuestra infancia en Chuao, es un excelente mediador que facilita grandes negocios entre dos partes que al principio pueden lucir irreconciliables. Le pregunté cuál es su secreto y me explicó que su meta es conciliar:
-Soy tan buen conciliador que las dos partes terminan uniéndose en mi contra.
Hoy estoy dispuesto a correr ese riesgo. Imagino que al lector, tanto como a mí, le resulta inconcebible imaginar a estas dos venezolanas conversando en paz y armonía, revelándose secretos, lejanos recuerdos, proyectos frustrados, y hasta compartiendo visiones sobre el futuro. Sin embargo, son tantas las semejanzas.
Ambas nacen a finales de los sesenta con dos años de diferencia y van a ser excelentes e incesantes estudiantes; ambas irán desarrollando un talento innato hacia la política como ciencia y como arte de llegar al poder; de alcanzarlo y mantenerlo en el caso de Delcy Eloína, de mantenerse tratando de alcanzarlo en el de María Corina.
Hasta aquí lo evidente. Exploremos otras semejanzas comenzando por algo aparentemente superficial. Sé por amigas de ambas que las dos conocen bien los secretos de París y lo aman. Es parte de su formación. Para mí, eso de hablar bien el francés es ya una hazaña.
Ahora pasemos a huellas y paralelismos más importantes. En el caso de Delcy Eloína es notoria una tragedia muy profunda y con ondas expansivas. En 1976, cuando tenía seis años, su padre fue torturado y asesinado. Wikipedia lo presenta como un dirigente estudiantil y político de izquierda, y añaden “guerrillero y secuestrador venezolano” como si fueran dos profesiones. Tantas veces he escuchado a muchos calificarlo de asesino. Yo he conocido en carne propia esa falta de piedad que se regodea en el odio y la ignorancia.
Con esa carga encima desde la infancia la vida te da tres posibilidades, superarlo y olvidarlo, dar continuidad a la obra del padre, o vengarte. En una entrevista que le hizo José Vicente Rangel me impresionó la pasión con que Delcy Eloína celebraba las dos últimas opciones. Insistió en que estaba feliz de estar en la Revolución Bolivariana porque esa era su venganza personal, y luego añadió que se trataba de una venganza llena de, conducida por, expresada con, amor. Fue conmovedora la candidez con que asociaba un fenómeno tan colectivo como una revolución con la intimidad de su dolor para explicar y sustentar una suerte de amor vengativo.
En la historia de María Corina existen dos hechos menos dramáticos, pero ciertamente formativos. De la familia de la madre recuerdo a un tío, contemporáneo del padre de Delcy Eloína e igual de guerrillero y combativo. Desde la perspectiva de una niña, y luego una joven, el hecho de pertenecer a una emblemática familia de derecha junto a una de izquierda, con personajes extremos, genera una dualidad cuya amplitud puede llegar a ser beneficiosa.
Nuestro espíritu profundiza cuando hay dos visiones posibles, y se hace superficial cuando conoce, considera y asume una sola posibilidad.
El pariente que quizás colmaría el romanticismo de María Corina es Armando Zuloaga Blanco, el tío abuelo del ala paterna, quien murió en combate durante aquella invasión del “Falke” contra la dictadura de Juan Vicente Gómez. Para quienes estaban entonces en el poder, Armando era también un guerrillero; para quienes conocimos su gesta medio siglo después, fue un héroe tan valiente como ingenuo. Es un protagonista importante en mi novela Falke y llegué a sostener con él esas conversaciones espiritistas que requiere darle vida a un personaje.
Estos son mis argumentos para imaginar una conversación que se ha podido dar hace unos treinta años en París, o quizás dentro de dos décadas en Caracas, entre dos mujeres venezolanas marcadas por una íntima pasión histórica que alimenta su absoluta inmersión en la política.
Me pregunto qué les puede deparar el destino a estas dos venezolanas cuando han llegado a la plenitud de sus facultades. Creo que ambas pueden ser arrolladas, de diferentes maneras, por un sistema cuya capacidad de destrucción es tan intensa que ni sus propios ejecutores están preparados para evitar el abismo en que continuamos hundiéndonos.
Los gobiernos malos duran poco, los malucos algo más, los malditos pueden ser para siempre.
A Delcy Eloína siempre la sentí como un ser predestinado desde la muerte de su padre, y esa puede ser la medida que palpita en su inconsciente: -¿Qué pensaría papá de mi obra?
Presiento que el premio del poder resultó ser una condena y una culpa creciente. Ella forma hoy parte integral del equipo de gobierno más funesto de nuestra historia, dominada por una venganza que terminó predominando sobre el amor.
¿Y qué es la venganza? La palabra es tan fuerte, tan sombría, que provoca tomársela con ligereza y algo de desprecio: “El ojo por ojo solo crea un par de tuertos”, “Si la venganza es tan dulce, trágatela antes de que se enfríe”. Pero todos sabemos que es un asunto peligrosamente serio. Su origen etimológico nos ofrece una versión muy pragmática.
Vindicis (vengador) está formado por vis (fuerza) y dicere (mostrar). Pareciera que la venganza debe ser una demostración de fuerza mayor a la que causó el mal recibido. Los pensadores que forman mi santuario: Jorge Luis Borges, Martin Luther King, Nelson Mandela, prefieren el perdón. Pero, ¿cuál perdón? El que se pide o el que se acepta. Es difícil explicar que el verdadero perdón debe venir de ambas partes. Nuestra dignidad solo prevalece en la medida que respetamos la de nuestro prójimo.
Con la victoria de la Revolución Bolivariana, Delcy Rodríguez debe haber sentido que el país le pedía perdón mientras el sistema que asesinó a su padre era aplastado por una fuerza avasallante. Creo que ahora le toca a Delcy pedirle perdón a un pueblo al que le han arrebatado su dignidad. Es una mujer en su plenitud y espero sea capaz de reencontrar ese amor del que hablaba con José Vicente Rangel. Su participación en el rescate de la Universidad Central es una señal maravillosa, pero exigua en un país donde lo único que no se ha destruido es lo que no han logrado construir.
María Corina ha tenido un renacimiento que la ha llevado mucho más allá de la popularidad que le generó su proyecto Súmate (aquella plataforma, para promover y preservar el voto, que se desinfló cuando más la necesitábamos). Le pregunté a un amigo qué hubiera sucedido si María Corina hubiese permanecido concentrada en Súmate. Me contestó:
-Votaríamos todos los venezolanos, pero ella no podría ser candidata.
Mi primer asombro fue escucharle decir “paqué” en vez de “para qué”, luego comprendí que el cambio era más amplio y profundo. Era otra María Corina. Antes la había sentido monotemática, con una voz hermosa que tendía a quedarse varada en un tono y un solo tema; ahora van surgiendo variantes: alegrías, firmeza, comprensión, afecto, seguridad, incluyendo la expresión de quien está realmente pensando y no repitiendo. Su evolución es una verdadera epifanía, me refiero a algo que aparece y antes no estaba, a la manifestación de un fenómeno que va a revelarnos un asunto importante, a la aparición de algo que está por encima de las usuales circunstancias. Me pregunto si la amplitud de su nuevo registro no tendrá que ver con haber descubierto plenamente su lado Parisca, la corriente alterna a esa bandera de la derecha levantada con aires de “reivindicación”, una palabra, por cierto, muy cercana a la trillada venganza.
Su auge insólito ha llegado a tal punto que Henrique Capriles y Nicolás Maduro se han unido en una polémica de la que María Corina Machado está excluida, pues ambos saben que ella es ahora el oponente más fuerte.
En mi caso de ciudadano sin ningún poder, luego de ser seducido por el aura y la emoción que María Corina despide, pasé de una cierta alegría a una creciente preocupación al escucharla insistir:
-¡Hasta el final!
¿Cuál puede ser ese final?
La palabra fin tiende a confundirnos. El fin de una vida puede referirse a algo tan complejo como la revelación de su propósito o tan preciso como la muerte. Aristóteles nos preguntaba desde su Ética: “¿Se puede llamar feliz a un hombre mientras vive, o habrá que esperar al fin de su existencia?”.
Frente a esas tres palabras, “Hasta el final”, uno siente lo que salva y lo que aterra (para recordar el poema de Tomás Ignacio Potentini sobre Bolívar). Temo que ese mismo poder sin redención y sin límites del Gobierno también la aplaste sin medir las consecuencias. Siento que durante este cuarto de siglo pasamos de una esperanza sin paz a una paz sin esperanza. Ahora, cuando vuelven a resurgir las esperanzas, me aterra que el fin de la paz nos sumerja en una Venezuela aún más cruenta y aturdida. Por eso me refugio en ese sueño donde dos mujeres venezolanas se sientan a conversar mientras vamos despertando de esta horrenda pesadilla.