Debo comenzar por advertir al lector que soy intelectualmente enemiga de las utopías porque terminan generando más daños que beneficios, aunque al mismo tiempo acepto que la humanidad necesita de vez en cuando acogerse a la ilusión y la esperanza, así sea puro fervor y promesa. Las utopías son relatos que aseguran el paraíso en la tierra y se balancean en la paradoja de la imposibilidad y el entusiasmo. En el siglo XX la gran utopía fue el socialismo marxista, conocido como comunismo, que no solo prometía el bienestar sino la emancipación de las clases dominadas mediante la eliminación de la propiedad privada, fuente de la alienación, y el poder del Estado como representación del proletariado.
Por el lado contrario se alza la utopía liberal para la cual la riqueza de las naciones y el éxito de los individuos se sostienen principalmente en la libertad de acción con las mínimas dependencias e intervenciones estatales para que cada quien pueda construirse, valga la redundancia, libremente. Por ejemplo, en la angloesfera se conocen como liberales las políticas progresistas y la protección social de la población; a diferencia de las conservadoras que se distinguen por la oposición a las intervenciones proteccionistas del Estado, dicho así y muy brevemente. Hay muchos más matices, además de las diferencias entre el liberalismo político y el económico.
En Venezuela tuvimos la trágica experiencia de transitar la utopía comunista cuando ya había fracasado en todos los países en los que fue implantada, y no conocimos algunas de sus virtudes que creo pueden reconocerse si no nos ciega la pasión. Cuando se anunció el socialismo bolivariano -eufemismo para evitar la palabra comunismo, de poco prestigio en este país, y con el añadido de la inevitable referencia mítica a Bolívar-, se desplegó un proceso de promesas imposibles y destrucciones muy tangibles, que en mi memoria de venezolana nacida cuando el golpe contra Isaías Medina Angarita (es decir, bastante larga), nunca había ocurrido. La catástrofe que originó no es necesario recopilarla porque es bien conocida, sobre todo sufrida, y constituye uno de los mejores ejemplos de cómo una utopía puede transformarse en distopía. Tampoco abundaré en las razones del fracaso, lo que me interesa es subrayar el poder de la promesa y el fervor que suscitó en grandes masas que quedaron a la deriva cuando el final se hizo evidente.
En la actual coyuntura sería muy cuesta arriba defender una propuesta que volviera sobre los mismos pasos, así que el camino se abre por otras dos vertientes: una es la tradicional venezolana, la democracia social, laica o cristiana (derivada de la doctrina social de la Iglesia, no confundir con la teología de la liberación); y otra es la propuesta liberal, sin antecedentes importantes en la vida política del país. Aunque una utopía liberal no es tan fácil de vender como una socialista, no deja de ser un peligro en la medida en que se proponga como remedio de todos los males.
Valgan como ejemplo las propuestas del candidato presidencial argentino Javier Milei, a quien vimos arrancando de la pared (literalmente) los nombres de instituciones tales como los ministerios de Sanidad, Educación, de la Mujer, y algunos más; es decir, la eliminación total de las políticas públicas sociales, lo que no es ningún avance sino todo lo contrario, un retroceso. Si se quiere una sociedad productiva necesariamente tiene que basarse en una población sana y educada; y una población sana y educada es aquella que cuenta con servicios públicos que cubran requerimientos sociales que no le generan beneficios económicos inmediatos a nadie, ya que no son recibidos por algún ente en particular sino por la sociedad en su conjunto. La utopía es proponer la idea de que cada quien se educa y se sana por su propia cuenta, gracias a su trabajo insertado en la producción económica, y que todo lo demás es un beneficio o un privilegio que el Estado no tiene que “regalar”.
El desprecio de lo público que se ha originado como reacción ante un Estado que abandonó sus responsabilidades frente a las necesidades de la población, ha terminado por generar una visión negacionista de las capacidades asistenciales públicas que son indispensables, y no pueden sustituirse por las iniciativas privadas por bien intencionadas que sean. Como todas las utopías la falacia liberal oculta una verdad de Perogrullo y es que sin la acción pública no es posible un sostenimiento equitativo de la sociedad, y menos en los países con grandes desigualdades como son los latinoamericanos. La noción de que cada ciudadano tendrá en su bolsillo el dinero suficiente para una vida digna y libremente elegida, suena muy lejos de lo que es posible en la Venezuela de hoy.
Suponer que los venezolanos, una vez se inserte un régimen democrático y liberal, serán capaces de sostener sus necesidades médicas, educativas, de vivienda, y un largo etcétera con el solo soporte de su trabajo es suponerlos más ricos y productivos que los alemanes, los canadienses, los nórdicos, los ingleses, y otros que son precisamente ejemplos de países con importantes políticas de asistencia pública.
No más utopías, por favor.