Si tiene sentido la noción de Historia que se ha creado desde el análisis de las mentalidades, lo que se piensa y siente sobre la realidad de una sociedad no solo puede conducir a conclusiones calamitosas sobre ella, sobre la idoneidad de sus caminos, sino también a provocar que se repitan desaciertos y tonterías que solo caben en cabeza de idiotas redomados. O de cobardes que no confiesan su debilidad. Especialmente si se trata de entendimientos antiguos, de versiones de la vida que se anuncian cuando esa vida está apenas en sus comienzos. Es lo que los historiadores del ramo llamamos manual fundacional, es decir, un conjunto de apreciaciones aparecidas en el origen de un proceso colectivo que se meten en la sensibilidad de las mayorías para orientarlas a través del tiempo. El almanaque se mueve, jamás deja de hacerlo, pero la mecánica de sus movimientos no es capaz de despedirse del manual fundacional sino después de un tiempo prolongado, después de siglos. Si lo logra de veras.
No es este el lugar para extenderse en la teoría de las mentalidades, según la entendemos muchos historiadores, sino solo para detenernos en una interpretación antigua de la realidad venezolana que ha permanecido a través de centurias para convertirse en traba de entendimiento, en rémora de la evolución compartida, en pereza a la hora de buscar explicaciones prácticas y perentorias de la vida cuando el curso de esa vida lo pide a gritos. Pensaba yo que por fin la habíamos relegado a un rincón de nuestra trayectoria, después de pasar por penurias como las del gomecismo sufridas por los antepasados y por las del chavismo que experimentamos nosotros en carne viva, pero hete aquí que factores políticos de importancia, como los que respaldan la candidatura pre-presidencial y presidencial de María Corina Machado, la acaban de actualizar o refrescar como emblema del remiendo de la crisis venezolana. Me refiero al entendimiento de Venezuela como “tierra de gracia”, es decir, como suerte de pensil cuya orientación es siempre un viaje inalterable hacia la cima de la historia y hacia el bienestar de sus criaturas, una predestinación que se debe restablecer frente a los malvados autores del libreto que la niega.
Lo más hermoso de la versión sobre Esta tierra de Gracia se puede leer en las páginas de Isaac J. Pardo, llenas de incitaciones constructivas, pero ahora solo conviene hablar del daño que nos ha causado a través de la historia. Un daño en cuya influencia debieron detenerse los especialistas que ahora diseñan una ruta política desde la organización que encabeza la señora Machado, pero que dejaron pasar sin siquiera un parpadeo. Estamos ante una pieza clásica de lo que llamamos manual fundacional de una mentalidad, susceptible de conducirnos a situaciones de indiferencia frente a los retos que cada época presenta. En consecuencia, no deja de llamar la atención el detalle de dejarla pasar sin advertencia, de mirarla como las gallinas a la sal. Especialmente cuando sus repetidores de nuestros días se presentan como abanderados de un proyecto liberal que nos llevará de la apatía a la actividad, de la indiferencia al compromiso, de un pasado estéril a un futuro relampagueante.
Cristóbal Colón descubrió el Paraíso Terrenal en Venezuela porque lo estaba buscando. Las lecturas de San Isidoro, doctor de la Iglesia medieval cuyos textos frecuentaba, sugerían que el escenario aparecería en un lugar exótico con el que toparía la cristiandad en buena hora. Cuando el Almirante comunicó la novedad, los reyes católicos se sintieron felices de que sus coronas dominaran un lugar de tanta trascendencia espiritual, y no tardaron en comunicarlo a la sede romana. ¿Cómo se podía en el futuro poner en duda la versión, viniendo de las fuentes altas y sagradas de las que procedía? Desde entonces los habitantes del contorno, primero colonos de España y después señores y súbditos de una república de apariencia moderna, se consideraron, no pocas veces de manera inconsciente, pero indiscutible, como descendientes de criaturas paradisíacas. Y ahora la pregunta que más viene al caso: ¿Qué hacen los hijos del paraíso, esos habitantes que en un día grandioso y digno de memoria se presentan ante la cultura occidental como los descendientes directos de Adán que han permanecido en su domicilio? Nada que no sea vegetar, nada que no sea pasarlo bomba, nada que implique esfuerzo o sacrificio.
La sensación de pertenecer a una comarca prodigiosa es alimentada por los fundadores de la República, debido a que proclaman el nacimiento de una época que ascendería a la cima más alta debido a la posesión de inmensas riquezas materiales que llegarían a las manos de la sociedad sin la necesidad de esfuerzos individuales o colectivos. Es una interpretación del contorno y de los individuos que lo forman, que se resume en las imágenes del Escudo Nacional. El primordial símbolo hace gala de la opulencia de la sociedad, representada en dos generosas cornucopias de las que brotan espontáneamente los frutos de la naturaleza sin que nadie los trabaje, sin que nadie sude para vivir de ellos porque llegan solos a sus manos. Ni siquiera un azadón, u otra manifestación de esfuerzo o de sacrificio personal, se asoman en los cuarteles de un emblema que perdura hasta la actualidad sin apartarse de la fábula colombina. Pero hay más. Cuando Simón Bolívar se empeña en la creación de Colombia, anuncia el nacimiento de un señorío de ríos de oro y montes de esmeraldas, de parcelas fértiles y faunas insólitas que cambiarían el curso de la historia porque estaba escrito “en el libro de las naciones”. Una lectura somera del Correo del Orinoco los pondrá al tanto de un nuevo capítulo del entendimiento de la sociedad venezolana como espacio edénico, cuyo propósito es el apuntalamiento del manual fundacional. Si a esto se agrega el reventón del pozo Barroso II, ya en el siglo XX, aparece el ingrediente que faltaba para lubricar una interpretación que todavía distorsiona la visión de la realidad, así sean doctos y sabios los observadores. Antes son criaturas y voceros de una mentalidad.
Después del triunfo de Carabobo y en los primeros lustros del Estado nacional, un importante movimiento liberal trató de borrar los vestigios del entendimiento parasitario de la realidad, hasta llegar a esfuerzos extraordinarios en asuntos “peligrosos” como la apología de la riqueza, la publicidad positiva sobre la competitividad, la crítica de los bienes de manos muertas y la introducción de artes y conocimientos “útiles”. Toda una proeza que conduce a manifestaciones de una dinámica jamás vista, a un pensamiento revulsivo que nadie se había atrevido a divulgar en la prensa, pero condenada al fracaso por el peso de la abulia y la ortodoxia, por el temor a las novedades, por los perjuicios que significaba para el clientelismo y el personalismo procedentes del pasado. Una época de oro que podían recomenzar los actuales promotores del liberalismo del siglo XXI, si sienten que tienen una misión histórica frente a los sumideros del chavismo. Sin embargo, pese a sus bombos y a sus platillos, no se han atrevido a traspasar los confines de una manida y superflua “tierra de gracia”.