Cada vez que voy al hospital reorganizo mi vida. Me refiero a que cada visita prolongada al hospital me lleva a repensar mis prioridades y proyectos. La de ayer no fue la excepción. Ayer fui por Urgencias. No es que me sintiera especialmente mal. Fui por consejo de la doctora Hargitay (sí, es sicoanalista, pero su fundación es de médica de la UCV y es muy criteriosa). Tras varios meses sin terapia, le pedí una cita. Le conté que habíamos viajado a Berlín por el fin de semana del 20 de octubre. Como la diferencia de clima entre Madrid y Berlín es significativa, fuimos vestidos como para 14 grados o así, tranquilos porque los abrigos iban en la maletica; pero resulta que no pudimos llevarla en cabina y, al llegar al aeropuerto, nuestro equipaje se traspapeló. Hasta la fecha.
Llegamos, pues, a Berlín sin la ropa adecuada. No importa, compremos algo mientras nos llaman de la línea aérea para decirnos que de un momento a otro nos traerán nuestra Samsonite plateada, aerodinámica, adquirida en Maiquetía… En la salida que hicimos para reponer los artículos de aseo y la ropa interior se desató una tormenta helada con ráfagas horizontales y ventarrones que parecían levantarnos de las aceras. Pasé el fin de semana con fiebre y quebranto. Quince días después, seguía igual. El médico del ambulatorio estableció que se trataba de una virosis, que no quedaba sino esperar, descansar y tomar mucho líquido. De todas formas, siempre tomamos mucho líquido y llevamos una vida de remanso. Pero el martes de esta semana, no pude dar mi clase. Sentía una fatiga extrema, no podía tenerme en pie. El miércoles, lo mismo, con el agravante de que casi fui incapaz de grabar un audio de pocos minutos porque me ahogaba. Fue entonces cuando le pedí una cita a la doctora Hargitay. Fue ella quien me dijo que debía hacerme una prueba de sangre, porque aquel cansancio no era normal. De paso, le conté un sueño (yo, en lo alto de un edificio de decenas pisos sin encontrar una escalera o forma de salir de esa situación) y le hablé de la muerte de un amigo del pasado, alguien que fue importante y muy bueno conmigo cuando la vida me arrojó a turbulencias. Entre la relación del desaliento respiratorio, las pesadillas y el absurdo deceso de un hombre aún joven y precioso, le comenté que la parte buena era que ya había superado aquellos periodos de tristeza, que desde luego, las noticias terribles me afectan, pero ni las más brutales e inesperadas como esta, la de la estúpida muerte del que vive en mi corazón en una nube de Pino silvestre… en fin, que ahora nada me hace llorar; y que cada vez que voy al hospital, “me refiero a cada visita prolongada” salgo aligerada, como desapegada de la vida, de los objetos que atesoro, de la ropa de mi historia (el vestido que usé para casarme con José; la combinación de falda y blusa que escogí para un encuentro con maestros de escuela organizado por Alfaguara, cuando publiqué mi novelita; el traje de pantalón y chaqueta que llevaba en el evento en que juraba que me darían un premio, que finalmente fue a parar a las manos de un imbécil cuyo nombre ni recuerdo). Nada de eso, fíjese, doctora, me importa ya. Podría entregar mi ropa a un hospicio, no sé por qué no lo he hecho (incluido, de paso, uno que me compró mi madre en Cúcuta cuando yo tenía quince años. Claro que lo conservo, es de la época en que no había desarrollado órganos internos, de otra manera no se explica que cupiera en aquella funda de raso y encajes). -No negaré -le dije- que las pastillas que usted me indicó deben haber contribuido a esta inmutabilidad emocional que he ganado. Pero el caso es que es verdad, no me pongo emocional por nada. Y eso que ahora siento a la muerte respirándome en el cogote, como debí haberlo hecho siempre, puesto que para morir hemos nacido, pero ahora la siento como una amiga rezagada, un vendedor de algo que no necesito, un militante de una causa ajena. Creo que me he convertido en una especie de monje sabio y milenario, a quien nada perturba. Mucho menos, ya sabe, el tema aquel, que si Venezuela, que si qué hago aquí, que si Maracaibo, que si qué vaina tan seria… Nada. Me siento muy cómoda donde estoy, no extraño nada, que si mis libros, que si la ollita del quesillo. Nada.
–¿No estarás subestimando el miedo a la muerte…? -deslizó la doctora Hargitay con su voz de chica Bond-. Bueno, te dejo, tengo otro paciente.
Balbuceé las gracias, colgué y me fui a la cama. Era tarde. Esa noche me dio un ataque de tos. Seca. Temblorosa, gemebunda. Aún, así la tos de alguien que está en control de sus sentimientos y percepciones. Sí, es posible que esté subestimando el miedo a mi muerte y la de quienes conservaban en su corazón mi imagen de jovencita apasionada, una muchachita que sucumbió también a una neumonía que quisiera que alguien me explicara… un hombre joven, espléndido, alguien tiene que ser culpable.
Llegamos a Urgencias a las tres de la tarde. Estaba repleto. Como a las cuatro y media, me llamaron de Triaje, me pusieron una pulsera de papel y me asignaron una médica. Unas dos horas después, me vio la médica: baja saturación de oxígeno. Debía hacerme pruebas: analítica, electrocardiograma, rayos X de los pulmones. Las horas seguían pasando. En previsión de que me harían un análisis de sangre, salí de casa sin haber comido nada. A eso de las ocho de la noche, cuando ya me había sometido a todos los exámenes, volvió a salir mi número en la pantalla de la sala de espera, esta vez para comparecer de nuevo ante la doctora.
-No entiendo -me dijo, mirándome con una curiosidad resignada, como si yo hubiera incurrido en el contrabando de algo barato, de algo baladí que no valía un problema con las autoridades-. Todos los estudios han salido perfectos, como le digo, perfectamente bien; y usted sigue saturando bajo… qué puede ser… A ver -aquí sacó una libreta-, cuénteme con detalle, cuántos días presentó fiebre, ¿sintió mareos, ahogos, sofocos?
Como la respuesta era negativa en todos los casos, dio la vuelta a la hoja de la libreta y prosiguió en su indagación.
–Ya he visto que usted no es asmática, no es diabética, no es fumadora. Uhmmm. Por favor, descríbame el aspecto de las expectoraciones.
-¿Aspecto?
–Sí
–No veo…
–Es importante.
–Bueno, como de colores.
–Qué colores.
–Doctora, ya de eso hace días. No he vuelto a tenerlo.
El bolígrafo en el aire cobró un aire amenazante.
–Bueno, en una ocasión tuve una expectoración especialmente desagradable.
El bolígrafo pareció echar chispas. Evoqué uno de esos días eternos y soleados de Cabo Cañaveral. La doctora respiró como quien recupera en su memoria la Gaceta Oficial con los decretos alusivos a la crisis de la salud pública.
–Color guayaba -solté, por fin, mirándome las manos recogidas en el regazo-. Pero fue en una sola ocasión y me quedé muy sorprendida porque…
–Qué es una guayaba -me interrumpió.
La miré. Una joven pálida y un poco desaliñada, quizá agotada por una jornada interminable y una seguidilla de pacientes majaderos. Tardaría en responder. Sentí aflorar dos lágrimas ardientes. Pensé que bastaría con apretarme los lagrimales. Mi médica no sabe lo que es una guayaba, qué hago yo aquí… Intenté ofrecer disculpas. No pude. Apenas me daba abasto para contener los mocos. La doctora salió y volvió con papel.
–Asalmonada -logré explicar.
La escena no se diluyó en palmaditas en la espalda. Al contrario. Ahora me mandaron a aportar una muestra de sangre directamente de la arteria. Las arterias, como su nombre lo indica, no saltan a la vista, hay que zanquearlas con los dedos o con una aguja, que fue lo que me hicieron (todavía tengo la muñeca hinchada y unas marquitas como de rosa que hubiera llegado a casa en la madrugada y hubiera dejado las mínimas huellas de sus zapaticos). Fue doloroso y un poco largo. De nada sirvió. Como cinco horas después, ya en la madrugada, cuando anuncié que me iría, así, por mis pistolas, la doctora vino y me dijo, en una jerga como de Felipe Pirela, que la sangre de la arteria no había servido, había llegado coagulada. En fin, esto no lo dijo, pero estaba en el ambiente. Para este momento eran las tres de la mañana, estábamos completando doce horas en Urgencias y todo estaba como en la casilla de salida: a veces me siento fatigada y no sabemos por qué.
–Al menos -me dijo la doctora, que a aquellas horas parecía las influencers de Instagram en la foto de antes del maquillaje- sabemos que no tiene usted un infarto ni una neumonía.
Ya es algo. Es mucho. Tengo la peor impresión de la neumonía. Henry y yo salimos a la calle a las cuatro de la mañana. Yo, con menos sangre de la que tenía al llegar y vagamente humillada por haber vuelto a los tiempos de llorar por nada. En el camino se lo conté. “No es para menos”, comentó él y miró el semáforo, como para cambiar de tema, y entonces vi la luz verde en sus ojos. “Vamos”, me dijo y nos vinimos casa.