Un fantasma recorre Venezuela: el fantasma de la privatización de PDVSA (sí, es un cliché pero viene al pelo). Cunde el pánico en el sanedrín de nuestra tradición estatista y socialista. Algunos necesitan demostrar el escándalo que los embarga y proclaman su indignación del modo acostumbrado. Se mesan las barbas, se rasgan las vestiduras y recitan ritualmente sus consabidas proclamas contra el “neoliberalismo”, renovando así su fe en viejos mitos que no son fáciles de abandonar.
Al parecer, da igual en qué momento de la historia nacional nos encontremos, o hasta dónde nos arrope la cobija. Poco importa que el Estado esté arruinado como consecuencia, precisamente, de haber querido abarcar más de lo que puede, tras haber sido puesto en manos de socialistas que, al son del “¡Exprópiese!” chavista, fueron y siguen siendo avalados como tales por otros socialistas del mundo entero. Como siempre, cuando las cosas salen mal y “el poder absoluto corrompe absolutamente” emerge aquello de que “eso no era socialismo”.
Estas reacciones recurrentes nos dan pie para entrar de lleno en el tema que verdaderamente nos ocupa en este artículo: el de los clichés y las rutinas mentales que a menudo guían las discusiones políticas, y lo que hay detrás de todo eso. Como decía Albert Einstein, es más fácil romper un átomo que un prejuicio. Y pocos prejuicios son más resistentes que los que sostienen a la izquierda cuando ésta es asumida, no como una idea, no como un razonamiento, no como un conjunto de argumentos a cotejar con la realidad, sino como dogma rayano en la convicción religiosa.
“¿Cómo vas a apoyar tal cosa, si eso es de derecha?”. La frase -como suelen serlo casi todas cuando se las escucha con atención- es reveladora. No entra a analizar la cosa en sí misma, sino que la ubica directamente en el terreno de lo sacrílego, lo inconcebible y lo abominable. Si algo es “de derecha” es tabú; no se toca, no se mira, no se puede ni tan siquiera someter a discusión. Es intrínsecamente perverso y como tal debe ser desterrado de la comunidad política y social.
Por contraposición, quien así habla asume ya de entrada que está en lo correcto, en el terreno de lo moral y de lo decente. Simplemente reacciona ante lo que considera como la amenaza externa que proviene de un grupo hostil, estableciendo distancias que estarían marcadas de antemano por la adscripción política de cada quien. La derecha (fascistas, conservadores, liberales, democristianos, todo lo que no es socialista) sería el horror que atenta contra la continuidad de nuestra comunidad del bien, de esa parcela del mundo que habitamos los justos, los que “somos” de izquierda.
El uso del verbo “ser” es importante en este sentido. Alude a una presunta condición permanente, a la naturaleza intrínseca de cada cosa. Por alguna razón, suele pasar que quien dice “soy de izquierdas” duda mucho menos al decirlo que quien se atreve a afirmar “soy de derechas”. Esta ausencia de dudas es sintomática, pues refleja la seguridad de quien se siente parte de un consenso social ampliamente compartido, o bien se considera poseedor de una verdad superior que, al parecer, no requiere demostración alguna. En otras palabras: una superioridad moral que, dicho sea de paso, es permanente: “SOY -intrínseca, natural, constitutivamente- de izquierdas”.
Es realmente difícil, por no decir imposible, discutir con quien esgrime, como su primer argumento, una convicción o una creencia. ¿Cómo hablar de las cosas del mundo con quien ya lo ha visto todo y lo sabe todo sin volver una y otra vez a la observación, a la deliberación, a cotejar sus afirmaciones con la realidad? En esto consiste el pre-juicio: en lo que se asume como cierto antes de ejercer una y otra vez la capacidad del juicio. Nada hay más pacato que el prejuicio, y muestra de ello es que el escándalo y la censura sean sus formas de acción consustanciales y recurrentes.
La cerrazón de quien se asume superior sin ofrecer argumentos nos lleva a la distinción entre moral y ética. A menudo se asume que la primera se distingue por su carácter más social-convencional (mores = costumbres), mientras que la segunda vendría a ser más racional-reflexiva. De ahí que quien hace gala de una presunta superioridad moral que se abstiene de razonar y otros requerimientos éticos demuestra una de dos (o ambas): o bien suele ser presa de una convicción no racional, enraizada principalmente en el ámbito de las creencias, los prejuicios o las pulsiones personales, o bien habla desde la comodidad y las ventajas que le reporta un cierto orden social del que se siente parte privilegiada, lo cual convenientemente le exime de ofrecer explicaciones.
Pocas cosas existen hoy que sean más rutinarias e inadvertidamente conservadoras que la profesión de un izquierdismo crónico e invariable, impermeable a la evidencia y reñido con cualquier examen de conciencia. Con frecuencia es la forma más cómoda y conformista de mimetizarse con el medio social circundante, tal como lo advirtiera ya Carlos Rangel en los predios académicos de nuestra región durante los años ‘70 -“ser ‘revolucionario’ en una Universidad latinoamericana es más o menos tan heterodoxo y tan arriesgado como ser ferviente católico en un seminario irlandés”.
No entraremos aquí a describir el modo en que esta actitud se extiende por todo Occidente al día de hoy, ni las variedades que asume en la actualidad. Simplemente nos limitamos a señalar que representa un riesgo para la salud de nuestras academias y nuestras democracias. Una universidad coaccionada por el escándalo y la (auto)censura que propagan los prejuicios, y que impone límites distintos a los de la deliberación racional, la demostración sistemática y el respeto mutuo, no es más que un órgano maleable al servicio de dogmáticos y violentos. Igualmente, una democracia tutelada por semejantes mecanismos traiciona el principio fundamental sobre el que presuntamente se edifica esta forma de gobierno: el de la libertad con que ha de contar cada ciudadano -considerado como un ser libre, racional y éticamente autónomo- para deliberar sobre los asuntos públicos.
Una izquierda sana, racional, ilustrada, congruente con su razón de ser en una democracia moderna, no sólo debe esforzarse en la argumentación, sino también asumir las consecuencias que se derivan de la aplicación de sus postulados. Por el contrario, al identificarse de modo automático con el bien mientras caracteriza intrínsecamente a “la derecha” como el mal, el izquierdismo crónico e invariable pretende ser absuelto siempre y para siempre de sus fallos y errores, pretendiendo que se ignore la relación entre la prédica de ciertas acciones y sus efectos no previstos o no declarados.
En definitiva, la presunta superioridad moral no es más que un subterfugio para evitar el debate político en torno a orientaciones políticas concretas, de cuyos resultados quepa levantar evidencia y exigir responsabilidades. En contraposición a lo anterior, quien apueste por altas cargas fiscales; mayor concentración del poder económico en el Estado; manejo estatal de las pensiones, los seguros y servicios de salud, o por adjudicarle al sector público el manejo de “empresas básicas”, sí establece las posibilidades de un debate racional porque defiende cosas concretas cuyos resultados se pueden constatar públicamente. Es lo mínimo que se puede esperar de una argumentación honrada. Sobre todo si después, cuando tales políticas terminan saliendo como suelen salir, no vuelven a echar mano de aquella falaz monserga según la cual “si salió mal no es de izquierdas”.