Recientemente, en medio del caos que asola a Venezuela, ha surgido una propuesta tan absurda como peligrosa: la «paz autoritaria». Esta frase, disfrazada de solución política, no solo revela que hay un grupo que, disfrazado de oposición (sin serlo), están buscando el mantenimiento del statu quo (es decir, el régimen tiránico de Nicolás Maduro) pero en una jaula más grande, tal vez.
El oxímoron inherente en la expresión es solo el comienzo del problema. La idea misma de una «paz autoritaria» es una contradicción flagrante, ya que la paz y el autoritarismo son conceptos diametralmente opuestos. Esta propuesta, lejos de buscar una verdadera reconciliación o estabilidad, en el fondo busca que los crímenes de lesa humanidad, hoy investigados en La Haya, se olviden.
Hay un grupo que, actuando bajo los designios del poder, busca vender la normalización de la barbarie, la aceptación de la miseria, la desesperanza como modo de vida de la golpeada sociedad, el silencio como método de «protección».
Es el mismo grupo encargado de equiparar a víctimas y victimarios, sugiriendo que el preso político torturado «algo hizo», que la represión desmedida es responsabilidad de los protestantes, que la arbitrariedad del Consejo Nacional Electoral chavista no es relevante. ¿Presionar por condiciones electorales, para qué?
Este grupo, cuyas narrativas ya son conocidas por todos, es el que inventa falsas disputas entre los venezolanos que hemos emigrado y los que siguen en el país, porque la división de un país que en su 90% desea el cambio, es fundamental para el sistema autoritario. También se han dedicado a hablar sobre un llamado a la abstención que nadie ha sugerido. De hecho, que la oposición (la que se opone) siga en la ruta electoral es la razón por la cual el régimen avanza con la represión.
Desde luego, es el mismo grupo que usa la palabra «radical» para referirse a quienes buscamos lograr la democracia y no a quienes la cercenan. Son agentes de la posverdad chavista. Y están retratados como tal.
Pero el daño está allí. Aunque los venezolanos estén claros de la situación (y por ello el liderazgo lo tiene quien se opone de verdad y las candidaturas impuestas por el poder ni han calado ni calarán), este grupo, pequeño pero ruidoso, es dañino para una sociedad que solo desea vivir en la normalidad que solo es posible en democracia.
El daño causado por este grupo no puede ser subestimado. Su narrativa alimenta el aparato represivo del Estado, fomenta la desesperanza en la población y proyecta una imagen distorsionada de Venezuela en el ámbito internacional, cerrando así las puertas a aquellos que huyen del régimen en busca de refugio.
La periodista e historiadora estadounidense Anne Applebaum desarrolla en su libro «El ocaso de la democracia», que como en aquella Europa del siglo XX, el ascenso actual de líderes autoritarios en numerosos países del mundo y su eventual permanencia en el poder, puede entenderse, en parte, por las alianzas del poder con grupos intelectuales y de influencia.
«Ningún autoritario contemporáneo puede triunfar sin el equivalente moderno (de los clercs descritos por el francés Julien Benda): los escritores, intelectuales, panfletistas, blogueros, asesores de comunicación política, productores de programas de televisión y creadores de memes capaces de vender su imagen a la opinión pública. Los autoritarios necesitan a gente que promueva los disturbios o desencadene el golpe de Estado. Pero también necesitan a personas que sepan utilizar un sofisticado lenguaje jurídico, que sepan argumentar que violar la Constitución o distorsionar la ley es lo correcto», sentencia Applebaum.
Y esta realidad es más que palpable en Venezuela. Lamentablemente muchos de aquellos que, en algún momento denunciaron las atrocidades de un régimen que acabó con el país, hoy no solo callan sino que justifican. Algunos, incluso, han pasado la barrera de la propaganda y han decidido ser parte del aparato represivo.
Frente a esta narrativa distorsionada, es crucial hablar con la verdad. Es desgastante, pues la realidad debería ser suficiente pero no lo es. Hay que contarla, hay que gritarla si es necesario. Ante la propuesta de la sumisión disfrazada de paz, hay que exigir libertad y democracia. Ante la sugerencia del olvido, sembremos memoria: no podemos olvidar.
Ni la tortura (en El Helicoide, en La Tumba y en muchos centros clandestinos), ni la desaparición forzada, ni la persecución, ni los asesinatos, ni la crisis diseñada desde el poder, ni las familias separadas. Nada de eso podemos olvidarlo porque lo estamos viviendo ahora mismo. No pasó. No “fue”. No es “lo que ocurrió”. Es el ahora. Y no va a dejar de ser así hasta que haya democracia y exigirlo es el deber de todos los venezolanos que anhelamos la libertad.
No se trata de revanchismos sino la petición de nunca olvidar lo vivido, de nunca apartar de nuestra memoria colectiva lo que ha sido y lo que es el chavismo –y los suyos. Porque no ha sido “un mal gobierno”, ha sido una tiranía que condenó a millones de venezolanos.
No hay paz autoritaria. No existe. Lo que sí podemos lograr es una transición a la democracia y ello no se logrará agachando la cabeza sino levantando la voz ante la barbarie.