¿Qué es la barbarie? Eso me preguntó hace un tiempo un amigo profesor cuando, hablando sobre lo que ocurría en Venezuela, usé esa expresión. La respuesta inicial fue automática: históricamente, esta palabra se ha utilizado para describir comportamientos y sistemas que operan fuera de los límites de la ley y la moralidad, caracterizados por la violencia, la opresión y la ausencia de respeto por los derechos humanos. Es la falta de civilización.
El profesor hizo silencio y volvió a preguntar, “entiendo, pero ¿qué es la barbarie?”. Y comprendí hacia donde iba. La barbarie, para nosotros, es el chavismo. Su sinónimo. El ejemplo palpable de lo que aquello significa.
Desde entonces, no he encontrado algo que describa mejor a este sistema que ha oscurecido a un país que, con sus muchas cosas perfectibles, tenía color. Cómo no, si su máxima casa de estudios se encargaba (y se encarga) de vencer la sombra.
Pero, como la incivilidad siempre viene acompañada, el otro rasgo (de varios) que caracteriza a quienes hoy y desde 1999, mal gobiernan el país, es la hipocresía. No existe alguien más hipócrita que aquel que forma parte de una élite (hoy muy pequeña) que gritaba que “ser rico es malo”, pero que en dos décadas y media “desparecieron” más de 600.000.000.000 dólares (seiscientos mil millones). Esto, mientras niños morían por desnutrición y más de ocho millones de venezolanos huían del perverso sistema que ha devenido en un terrorismo de Estado.
El chavismo hipócrita estuvo durante tres décadas denostando los 40 años de democracia y responsabilizando al «Imperio» de todo lo malo que ocurriese. Pero hoy, cuando no tienen votos, ni propuestas, ni un control social efectivo, ni futuro, y solo les queda la fuerza bruta y la propaganda (tampoco efectiva ante un pueblo claro y decidido a cambiar), van quitando poco a poco el «rojo, rojito» para volver a los colores y la estética de antes, mientras usan los recursos públicos para que el nombre de Nicolás Maduro salga en las pantallas del Times Square. ¿Por qué este paso atrás? Porque no lo lograron y saben que no lo lograrán.
La mayor derrota de este movimiento político-mafioso es que no pudieron moldear a la sociedad. No la arrodillaron. No conquistaron las mentes de una ciudadanía que jamás abrazó ni la devastación de la cubanización ni la umbría de la sovietización. No lograron que el deseo de libertad y el aprecio por la democracia (aun en los jóvenes que nacieron sin conocerla) se extinguiera. Y no lo lograron a pesar de tener todo el poder, todo el dinero, todas las armas y toda la maquinaria de propaganda. Han sido buenos para mantener el poder (por ahora) con el uso de la fuerza, pero hasta a Antonio Gramsci hubiesen decepcionado.
Esa derrota, al final, es también su derrota electoral, pues el deseo de cambio es innegable, enorme y contundente. Y ante ello no hay vuelta atrás.
Al final de «Doña Bárbara», Santos Luzardo logra restaurar el orden y la legalidad en su hacienda, venciendo los métodos brutales y desmedidos mientras ella, finalmente, se retira del llano, reconociendo la superioridad del enfoque civilizado de Santos.
Como el destino a veces tiene casualidades maravillosas, resulta que Santos Luzardo es la mujer que hoy lidera al país en esta lucha contra la tiranía, y a Bárbara Guaimarán la representa el otro, el del bigote, el responsable de 294 asesinatos en protestas solo entre 2014 y 2022. ¿Y el candidato de la oposición democrática? Pues espero que él, como Rómulo Gallegos, sea el primer presidente de la nueva democracia. Esta, claro, ojalá no termine más… Mejor dicho, ¡nunca más!
Al final, si alcanzamos el cambio (y estamos cerca), esta época solo va a ser recordada por su barbarie; una que comenzó en 1992 y, ojalá, inicie su fin en 2024.