En la aldea
14 diciembre 2024

Movilizaciones de apoyo a Machado y González durante la campaña electoral

Resistir hasta el final

La violencia de Maduro contra los venezolanos se puede explicar, pero no se puede aceptar. Hay que resistirla

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Francisco Suniaga | 14 agosto 2024

Un régimen político cualquiera tiene ética y estética propias. Venezuela ha sido, para bien y para mal, ejemplo de este aserto. El 01 de diciembre de 1968 se realizaron las elecciones presidenciales, las terceras de la pasada era democrática, y el resultado era incierto por lo cerrado de la disputa. Por primera vez, desde las celebradas en 1958, pasaron varios días sin que se supiera a ciencia cierta quién había sido el candidato ganador. Fue el 5 de diciembre, después de un tira y encoge político y declaraciones altisonantes de lado y lado, cuando AD reconoció el triunfo de Rafael Caldera, abanderado de Copei. La diferencia a su favor fue alrededor de 30 mil sufragios.

En esos días en los que Venezuela esperaba en vilo el resultado definitivo, el doctor Gonzalo Barrios rechazó las demandas de algunos dirigentes adecos, de impugnar y revisar el resultado electoral. Sus palabras fueron lapidarias: “Al gobierno más le vale una derrota cuestionada que una victoria discutida”. Y procedió a reconocer el triunfo de su adversario. Debió ser muy duro para él hacerlo porque sabía con seguridad que jamás volvería a tener otra oportunidad de aspirar a la presidencia. 

Gonzalo Barrios no sólo pronunció el discurso preciso sino que también estableció las bases de lo que vino a ser una conducta democrática consuetudinaria y fundamental: la alternancia en el ejercicio del poder político. A esa decisión de alto contenido ético la acompañó una representación estética que hace mucho se echa de menos: la imagen de un presidente entregando el mando a otro político de signo contrario. De paso, echó por tierra una vieja conseja de tiempos pasados: “Gobierno no pierde elecciones”. Expresión decimonónica que el chavismo revivió y convirtió en dogma desde 1999. 

Ante los buenos ejemplos de la política democrática a lo largo de cuarenta años tanto en lo ético como en lo estético, están las reiteradas muestras de inmoralidad política de Nicolás Maduro y de la horrible y sangrienta estética que las ha acompañado. Así ha sido desde las elecciones de 2013, que ahora es obvio que también perdió, pasando por las del 2018, en las que se impuso con ventajismos, manipulaciones y trampas, hasta llegar al delirio fraudulento de 2024. 

El robo electoral que trata de imponer en estas elecciones merece unos comentarios aparte. En principio, intenta Maduro un crimen imperdonable contra la voluntad popular, como es irrespetarla cuando se ha expresado de manera tan clara y contundente: 7 de cada 10 venezolanos votaron en su contra. Desconocer el mandato que millones de ciudadanos le concedieron a Edmundo González para que presidiera la nación. Violar de manera flagrante y grotesca la Constitución. Mentir descaradamente y sin prueba alguna en sus alegatos. Nadie mejor que él sabe que perdió. Someter a millones de venezolanos libres a la voluntad ilegal e ilegítima de una camarilla que no los representa. Atentar contra la democracia de la forma más descarada. Y los delitos que se derivan de todos estos sumados a los costos de desalojarlo del poder.

De manos con esa inmoralidad, pocas veces vista en la historia del planeta, viene la terrorífica estética de una dictadura militar. Las redes sociales y la prensa internacional dan claros testimonios de cómo se ha cercenado aún más la libertad. Los dirigentes políticos opositores y los jóvenes apresados se cuentan por miles. Las denuncias por tortura se amontonan y más de veinte personas han sido asesinadas. Nada que ver con la democracia, su ética y estética que, con fallas y carencias, siempre avanzó hacia estadios más elevados de tolerancia.

La violencia de Maduro contra los venezolanos se puede explicar (su miedo, la pérdida del poder, las dinámicas perversas de un régimen que perdió el rumbo y un largo etcétera), pero no se puede aceptar. Hay que resistirla con convicción creciente. Resistirla en nombre de un pueblo que el 28 de julio salió a las calles a votar por su libertad y, luego, a celebrar la más grande victoria ciudadana de nuestra historia moderna. Ya quisiera Maduro poder mostrar siquiera uno de los cientos de videos que hay en las redes, donde el noble pueblo de Venezuela, a las puertas de cada centro electoral de su geografía, celebra su propia gesta. Por todos esos rostros felices y esperanzados, ahora más que nunca, resistir hasta el final.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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