En la aldea
04 mayo 2025

Los profesores pobres, o los pobres profesores

En Venezuela, ser docente universitario se ha convertido en un castigo. No es un daño colateral de la crisis: es una política deliberada.

Lee y comparte

El desprecio de la dictadura por la actividad docente se puede advertir a través de numerosas observaciones, mediante las cuales se comprueba cómo el sector ha llegado a situaciones extremas de menosprecio, pero el deterioro de la vida de los profesores universitarios es el testimonio indiscutible de un desdén oficial que solo puede existir en situaciones de barbarie extrema. O como consecuencia de un plan cuidadosamente meditado. 

Ciertamente estamos ante un desprecio generalizado del trabajo de quienes se ocupan de hacer patria en las aulas en las diferentes escalas del proceso educativo. Todos los tutores de la juventud han recibido la patada del desprecio ¨revolucionario¨, por todos se debe hablar a la hora de defender reivindicaciones fundamentales en cualquier sociedad civilizada, pero el caso de los profesores de las más altas casas de estudio, en cuyo interior me encuentro por razones de vocación personal y de formación profesional, simplemente clama al cielo y resume la situación en términos calamitosos. Conviene recalcar el asunto cuando pasa otra celebración del primero de mayo en medio de injusticias monstruosas. No sé  si el vocablo celebración funcione ahora, desde luego. Deberíamos hablar de defunciones y funerales, o de abismos cercanos al último suspiro. 

Visiten las sedes de las asociaciones de profesores universitarios para que observen el declive de los servicios que se ofrecen a los afiliados, antes adecuados o capaces de servir necesidades fundamentales y hoy reducidos a su mínima expresión. Lo que era un cometido atendido con diligencia y pulcritud, es ahora un resumen de carencias materiales y humanas. Las penurias de presupuesto impiden que un reconocido segmento de la colectividad reciba atenciones dignas y precisas, hasta el punto de que sean los lugares dedicados a la salud y a la atención de las necesidades perentorias de los catedráticos lo más parecido a una desvencijada casa de caridad para menesterosos. Da mucho dolor decirlo, o vivirlo, por supuesto, pero se debe divulgar para hacer consistente la sentencia condenatoria que merece un régimen que ha promovido semejante tropelía, semejante insulto.

Vean la ropa de los que entran decaídos al aula para dar sus clases, o a los gabinetes de investigación o a los espacios de las bibliotecas, para que topen con el desfile de modas de unos harapientos que ni siquiera pueden presentarse dignamente ante los discípulos. O vean el aspecto físico de quienes dedicaron horas preciosas de su existencia a formarse como intelectuales de alto nivel en programas doctorales y posdoctorales, o en la elaboración de investigaciones útiles a la sociedad: la encarnación de la hambruna, la prueba incontestable de un desprecio que no merecen, la máxima expresión del declive moral y material que la grosería del régimen exhibe en el devenir de unos ciudadanos que, por el rol que cumplen, merecen meticulosa consideración. No he llegado a tales extremos porque Dios es muy grande, o porque el destino  me ha procurado un salvavidas de decoro que me convierte en un caso excepcional, pero la mayoría de los compañeros de camino la están pasando realmente muy mal. Hablo por ellos o como parte de ellos, aunque las letras se vuelvan vanas para la consideración de la dictadura, o constaten que el plan de acabarnos les está funcionando a la perfección. 

No se hace ahora referencia a una situación excepcional. La penuria de los venezolanos es generalizada y ha traspasado límites intolerables, barreras inhumanas, pero la situación de los docentes y de los investigadores  de nuestras universidades es una de las más devastadoras en tal sentido. Como solo tienen el ingreso de su magra remuneración, están condenados a un destino de vergonzosa escasez  que bajo ningún respecto merecen. Su vida es un compendio de dolor y el testimonio de una cadena de afrentas que nadie solicita ni recibe en paz, mucho menos unos profesionales a quienes tanto debe el bien común. Estamos ante una situación panorámica, frente a una crisis que incumbe a la mayoría de la colectividad, pero no parece aventurado plantear la hipótesis de que los mandones traten de manera especial a los catedráticos de las universidades, es decir, que los consideren como antagonistas peligrosos que merecen trato especial. Si su trabajo consiste en pensar y en enseñar a pensar, lo mejor es que mueran pronto de hambre, o que languidezcan sin que nadie se percate del escándalo. Es una fórmula ideal para que desaparezcan los enemigos más temibles de la barbarie.

Lee y comparte
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
Más de Opinión