La elección de Robert Prevost como Sumo Pontífice ha sido motivo de júbilo para la comunidad católica latinoamericana, y en particular para el Perú, país donde desarrolló buena parte de su labor pastoral y ejerció como Obispo de Chiclayo. A esa diócesis se refirió —ya como León XIV y en español— el mismo día de su elección. Sin embargo, más allá de este gesto, que a primera vista sugiere una atención preferente hacia la región, hay otro aspecto en el que también puede reflejarse la historia política latinoamericana. Dos días después, al dirigirse al colegio cardenalicio, explicó las razones que lo llevaron a elegir el nombre de León, evocando a León XIII y la forma en que este enfrentó los desafíos de la revolución industrial y del mundo moderno emergente al morir el siglo XIX.
León XIII es recordado especialmente por su encíclica Rerum Novarum (1901), dedicada a la cuestión obrera, en la que afirmaba que el propósito de la política era “la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos” y que el deber de los gobernantes consistía en “defender por igual a todas las clases sociales, observando inviolablemente la justicia llamada distributiva”. Esta defensa apasionada de un orden con justicia social que enfrenta las “corrientes materialistas” del marxismo y el liberalismo, y su llamado a la comunidad católica a volcarse a la política retumbó en tierras latinoamericanas durante todo ese siglo. Dentro de una de esas tradiciones políticas se encuentra el caso de Venezuela y lo encarnado por el partido COPEI y los movimientos juveniles que lo precedieron.
Bajo el liderazgo del expresidente Rafael Caldera (1916-2009) —formado por jesuitas y quien participó en el Congreso de Estudiantes Latinoamericanos de Roma en 1933, ya en tiempos de Pío XI— este llamado fue un estímulo para impulsar una legislación laboral más justa y construir una noción de democracia plural, orientada a la cuestión social en un país que, pese a sus cuantiosos recursos naturales, estaba desolado por las desigualdades y por un caudillismo que convirtió el poder en patrimonio personal.
La influencia de la Doctrina Social de la Iglesia introdujo un nuevo concepto político en el debate venezolano, hasta entonces marcado por la confrontación entre marxistas y positivistas, ambos anticlericales. El movimiento de Caldera logró integrar en torno a esta propuesta a sectores conservadores, anticomunistas, reaccionarios y reformistas, articulando una visión de democracia basada en la justicia social. Tras encuentros y desencuentros con su par socialdemócrata, el partido Acción Democrática, esta propuesta contribuyó a cimentar un sistema político que, con luces y sombras, proporcionó al país una estabilidad y un desarrollo aún no superados en su historia contemporánea.
Esa vía propia, representada por Caldera y Copei, se consolidó como una opción viable tanto para la conquista democrática del poder como para la atención de los problemas sociales, además de encabezar un proceso de pacificación de los movimientos guerrilleros a finales de los años sesenta. Esta trayectoria ubicó a los socialcristianos en una posición central dentro del debate político venezolano, oscilando, según el contexto, entre posturas más próximas a la izquierda o a la derecha.
Hitos posteriores, como el Concilio Vaticano II (1962-1965) —iniciado por Juan XXIII— y la encíclica Populorum Progressio (1967), de Pablo VI, dejaron una huella profunda tanto en los movimientos democristianos como en las luchas revolucionarias impulsadas por la Teología de la Liberación. El propio Caldera, desde su formación doctrinaria, se atrevió a conceptualizar, desde una perspectiva latinoamericana, la Justicia Social Internacional como un diálogo entre pueblos y la “obligación no como acción meramente voluntaria o filantrópica”, en el que los países más ricos tienen “mayores compromisos a favor de los pueblos más débiles”. Esta formulación sirvió de fundamento a la prédica que Caldera llevó al escenario internacional en favor del diálogo Norte-Sur en los años setenta, así como a las propuestas dirigidas a la crisis de la deuda externa y la crítica al auge del neoliberalismo durante la década de los ochenta.
El nuevo Papa ha señalado que su pontificado deberá afrontar los desafíos de una nueva revolución industrial, esta vez de carácter tecnológico, marcada —entre otros factores— por el avance de la inteligencia artificial. Tal vez, en el futuro inmediato de América Latina, la tradición y la renovación que encarna León XIV abran el camino para construir —en sociedades donde la Iglesia católica aún conserva arraigo en las bases— una vía intermedia entre la demagogia reaccionaria anti-justicia social y el autoritarismo oligárquico. Esa vía podría tender puentes entre las corrientes, tanto de izquierda como de derecha, que siguen creyendo en una democracia cimentada en las distintas formas de justicia social.