Circulan por la prensa y las redes sociales cantidades de fotos y videos mostrando lugares emblemáticos de las grandes urbes mundiales totalmente vacíos. Son impresionantes sin duda y Nueva York no es la excepción: Ver la Estación Central totalmente desolada es muy impactante. Pero hay una imagen distópica que me viene recurrentemente a la mente y es Prospect Park en Brooklyn (diseñado por el mismo paisajista que concibió Central Park y el Country Club de Caracas), con gente caminando con tapabocas, incluso los niños y los bebés en los cochecitos. En el perímetro del Parque, patrullas policiales recorren las calles adyacentes dando instrucciones por altoparlantes instando a los caminantes a mantener la distancia reglamentaria de dos metros. Se anulan de esta manera los efectos bucólicos de la naturaleza y se cuela el peligro latente de un ente mutante que tiene a la humanidad en jaque.
No lejos de allí, en la localidad de Williamsburg, se concentra el grueso de la comunidad hassidica de Nueva York, la más numerosa del mundo, que ha cobrado notoriedad en estos días con la serie de Netflix, “Unorthodox”. Es una comunidad ultra-religiosa judía, con formas de vida muy cerradas, extremadamente ensimismadas, que buscan preservar su identidad en una suerte de ghetto represivo, sobre todo con respecto a las mujeres. En Nueva York conviven pacíficamente con otras tantas comunidades que componen esta ciudad, pero cada vez que hay un tema sanitario se les acusa de ser responsables de la enfermedad, bien sea sarampión, gripe y ahora el coronavirus. Circula un rumor que, pese a la cuarentena, celebraron un multitudinario matrimonio y se infectaron entre ellos y propagaron la pandemia por los vecindarios. Leo que en Israel, también se les señala de lo mismo. En el caso neoyorquino, nunca he sabido si esos rumores son ciertos o si son producto de otro bacilo letal que ha acompañado a la humanidad a lo largo de su historia: El antisemitismo.
La pandemia se ha propagado con mayor fuerza en los distritos populares de la ciudad, Queens, El Bronx (incluyendo los tigres del zoológico) y Downtown Brooklyn. Es comprensible: Son las zonas de mayor densidad poblacional, donde habitan los empleados, obreros y trabajadores que mantienen funcionando esta mole de hierro y cemento las 24 horas al día, los 7 días de la semana. Muchos de ellos ahora están desempleados (Macy’s y Bloomingdales, las catedrales del consumo urbano cerraron sus puertas, por ejemplo) y los que todavía tienen trabajo son los escasos usuarios del Metro, que junto con los sin techo se desplazan hacia Manhattan y de regreso a sus casas o sus cartones.
Las zonas pudientes de la ciudad, como el Upper East Side, están desiertas. Quien tiene una vivienda secundaria hace tiempo que huyó de la ciudad para refugiarse en la ilusión de seguridad que dan el campo y las playas. Pero no es así, como en el cuento de Edgar Allan Poe, “La máscara de la muerte roja”, el virus se disfraza para colarse en la fiesta de disfraces que organizan los nobles encerrados en el castillo. El bacilo ya se desparramó por Los Hamptons, la playa favorita de la clase alta citadina, que se encuentra repleta fuera de temporada con problemas graves de abastecimiento y logística.
En medio de este comportamiento disfuncional, una nación convencida de su superioridad, asiste incrédula a la falta de respuesta de su sistema sanitario y la conducta errática de su liderazgo político, volcando la mirada solitaria ya no hacia Joe DiMaggio, como en la canción de Simon and Garfunkel en la película “El Graduado”, sino hacia el Dr. Fauci, el epidemiólogo que enfrentó el HIV y el Ébola y a cuya pericia científica tuvo que bajar la cabeza el presidente-empresario.
En medio de Manhattan, se erige la silueta de las Naciones Unidas, que muchos confunden con ser un gobierno mundial y que no es más que un bello edificio donde normalmente pululan embajadores y funcionarios diplomáticos sin mayor trascendencia y que ahora, sin el barullo ensimismado de privilegios y fingida importancia, se reduce a ser sólo eso: Un bello edificio diseñado por un grupo de arquitectos entre los cuales se encontraba el brasilero Oscar Niemeyer, creador de Brasilia, en un momento donde el mundo renacía de sus cenizas y prometía portarse mejor.
Al menos las licorerías fueron declaradas como emprendimientos esenciales, y pacientes citadinos hacen su cola con disciplina para comprar la bebida que ha de acompañarlos en su confinamiento.