Doce relatos componen ‘Kingwood’ (Editorial Pre-textos, 2019), el más reciente libro del narrador venezolano Antonio López Ortega, nacido el 6 de abril de 1957, en Punta Cardón, estado Falcón. Un libro de madurez, de compromiso con el oficio y con la propia mirada de la creación y del país.
No sé cómo lo percibirán los lectores de otras nacionalidades, pero puedo asegurar que para el lector venezolano, estos relatos son estremecedores. Son como la pasta traslúcida que resultara de un prolongado proceso de amasado. Son textos emanados de un dolor profundo, que encuentra en la anécdota un pacto para aludir a lo indecible.
López Ortega es escritor de más de una decena de títulos, que abarcan, la novela, el cuento, la microficción, la literatura epistolar, el diario literario, el ensayo y el artículo de opinión. Es editor, antologista y experimentado promotor cultural.
En esta entrevista nos concentraremos en este libro, obra de maestro, escrito entre Margarita, donde el autor vivió hasta que se mudó a Santa Cruz de Tenerife, septiembre de 2017.
-¿Cómo fue el proceso de escribir este libro. ¿Sabía desde el comienzo que tenía un libro con tanta unidad como tiene este o fue escribiendo relatos que luego vio que componían un conjunto?
-La sensación de unidad sobrevino cuando tenía todos los relatos escritos y no antes. En general, cuando se trata de libros de relatos, en mi caso las ideas llegan en función de cada pieza y no del conjunto. De manera que, si en la lectura se percibe unidad, eso debería corresponder a otras variables: Estados de ánimo, sensibilidades, percepciones, esto es, impulsos más bien inconscientes. Como lector, yo he sido el primer sorprendido, porque ciertamente es un libro muy cohesionado, muy articulado. Pero esto, repito, no responde a una planificación, sino a razones más bien oscuras: Quizás al dolor, a la pérdida, a elementos accidentales. El libro lleva un epígrafe de Jung que dice: “No somos nosotros los que hacemos un sueño o accidente”, una frase que me parece poderosa, y yo agregaría: Quizás son los sueños o los accidentes los que nos hacen a nosotros. Y este libro está lleno de sueños y accidentes.
-Encuentro varios elementos comunes entre los relatos, pero el que considero más relevante es que todos plantean una, llamémosla así, necesidad de reescribir el futuro, puesto que ocurre algo que viene a cambiar los planes, a torcerlos completamente. ¿Es usted consciente de esto?, ¿podría explicar a qué corresponde esa constante de sus tramas?
-No estoy muy seguro de haber querido reescribir el futuro, precisamente porque los accidentes se interponen. Salvo pocas excepciones, los personajes de este libro están haciendo balances de vida. Es decir, constantemente están sopesando el pasado, lo que hicieron, lo que dejaron de hacer, y en general me parece que están insatisfechos. Si tuvieron planes, no los pudieron desarrollar; si amaron a alguien, ese amor no se sostuvo; si eran promesa de algo, nadie se percató. Ciertamente tenían una intención, como el crítico de cine de ‘Freedomland’ o como el hombre que se retira a su vieja casa de playa en ‘Closing’, pero las circunstancias han sido más determinantes que la voluntad. Son personajes en el cierre de sus vidas, no en el comienzo, que recuerdan sus pasos con cierto remordimiento. Estoy de acuerdo con que algo tuerce sus planes, los modifica para siempre. Pero esas fuerzas son invisibles, no sé si responden a motivos sociales o determinismos históricos. En estas historias no hay un nosotros sino más bien un yo desvalido, inconsciente. No se ha construido nada, sino que han sido más bien víctimas de un largo proceso de destrucción.
-‘Kingwood’, el relato que da nombre al volumen, y que en la edición quedó en el centro, como un sol que irradia la luz a través de la cual podemos recibir estos cuentos, tiene una estructura circular. Todo en él es solar: Hay una bola de fuego en el centro y, a su alrededor, girando en círculos concéntricos, una serie de hechos que reproducen a su manera el formidable astro argumentativo central. Es una alegre fiesta de la violencia. Usted logró representar la furia, lo brutal, en estado puro con los rasgos joviales y risueños de Walt Disney. ¿Fue voluntaria esta operación?
–‘Kingwood’ es el relato que menos entiendo. Por lo tanto, se me hace difícil responder. Es una pieza llena de onirismo, que obedece más a fuerzas inconscientes. Dos imágenes se me volvieron impositivas: Una es la del hombre que recorre un desierto sin saber adónde va; otra es la de la mujer que dentro de una casa sufre un atropello inexplicable. Sentía que, de alguna manera, esas dos imágenes debía anudarlas, pero no sabía cómo. La misma escritura las fue acercando, hasta lograr un desenlace en el que cualquiera de las dos escenas es subalterna de la otra. Estoy muy de acuerdo en que la estructura del relato es circular: Esto permite pensar que el final sea el comienzo o que el comienzo sea el final. Recuerdo que al terminar la escritura de este relato me sentí muy insatisfecho, con una sensación más cercana a la frustración. Pero es uno de esos relatos que se ha crecido a posteriori, una vez que el libro se ha publicado. Ha sido, precisamente, la opinión de algunos lectores lo que me ha permitido ver o descubrir lo que yo no percibía. Y esto, nuevamente, me lleva a pensar que la principal fortaleza de la pieza es ese influjo de inconsciencia desde el cual está escrito.
-Por favor, explíquenos la elección del término Kingwood para la finca que da título al relato -y que luego nombrará el conjunto-. ¿Por qué este “bosque del rey”, quién es el rey?, ¿es el ser humano, figura central de un sistema de violencia y depredación?, ¿por qué una palabra en inglés?
-La traducción que mejor lo expresa es “bosque real”; y, cuando digo real, hablo de realeza. Es decir, un bosque superior, una especie de paraíso bíblico solo habitado, a lo sumo, por una deidad. No es un bosque humano, sino un bosque constituido por flora y fauna. Allí las moscas, los sapos o los cervatillos llevan mejor vida que los visitantes. Por eso, la misma presencia de humanos se hace extraña; definitivamente, no pertenecen a ese mundo. Esto quizás podría explicar por qué su paso por ese bosque no es armonioso, sino más bien trágico. En todo caso, no siento que la violencia o la depredación sean humanas, sino claramente sobrehumanas, es decir, provenientes de otros niveles o fuerzas. Siento que, más que animados, los personajes son autómatas, no son dueños de sus actos. Incluso cuando se violentan, algo o alguien está ejerciendo la violencia a través de ellos. Y esto me lleva a la pregunta sobre el título. Yo sentí que un relato lleno de extrañeza debía tener un nombre cónsono con ese sentimiento, y se me hizo claro que, para reflejarlo mejor, esa palabra ni siquiera debía ser escrita en idioma castellano, sino aspirar a otro código idiomático. De ahí a encontrar la palabra kingwood, que me vino como un alumbramiento, la distancia fue más corta.
-Y, ya que estamos, hay varios relatos con título en inglés. Elección curiosa, puesto que la escritura de su libro está muy hondamente impregnada de una búsqueda de las posibilidades expresivas y artísticas del castellano, el de Venezuela, por cierto, para ser más precisos. ¿Qué hace el inglés en estos relatos?, ¿qué hace el inglés en su perspectiva humana y política?
-Más que elección, quise corresponder a la integridad de cada relato. En el caso de ‘Freedomland’, hago alusión a una película del mismo título protagonizada por Julianne Moore y Samuel L. Jackson, que prácticamente se re-cuenta en el relato; en el caso de ‘We belong together’, se trata de una canción de Rickie Lee Jones, que es central en la trama porque la relación de esos amantes nace escuchando esa pieza; ‘Banner’, se trata de un escritor que se empeña en dilucidar cómo vive Bruce Banner, es decir, el científico afectado por rayos gamma que se transforma en Hulk; y en cuanto a ‘Closing’, con ese título quise hacerle un guiño, o más bien un homenaje, a un músico que admiro mucho: Philip Glass. Me doy cuenta, en todo caso, de que en el libro hay muchas referencias musicales, de todo orden, y casi todas remiten al espectro anglosajón de la música actual.
-Los relatos que componen este libro tienen algo telar: Es como si usted pasara capas y más capas de hilos sobre un cañamazo en el que se ha determinado a no dejar ni un milímetro en blanco. Usted narra, describe, hace diálogos, reflexiona, expone monólogos interiores, cambia de planos, ofrece detalles, multitud de detalles… la obra termina haciéndose en los ojos del lector, que debe abarcar esa abigarrada labor y entrever en la moña de significados el conflicto central. Por favor, explique este método de trabajo.
-Me gusta la imagen del cañamazo, porque me parece muy acertada. Y también me gusta esa noción de que la obra termina haciéndose en los ojos del lector, porque creo que es lo que termina ocurriendo. El acto de narrar es, finalmente, un instrumental, un juego de cartas. Para que la veracidad y la contextura no flaqueen, cada tramo te exige lo necesario: Describir, reflexionar, opinar, meditar hacia adentro, meditar hacia afuera, monologar, poner a hablar a los personajes, etc. Todas esas funciones son necesarias, y se aplican según las circunstancias. Ahora bien, por encima de ellas está el lenguaje, que no es función sino esencia. Hacemos literatura con palabras (con nada más) y el trabajo de escogerlas, ordenarlas o asociarlas tiene un componente racional y otro que sin duda es irracional, que está más en la esfera del sentimiento. A mí siempre me han interesado las historias que me conmueven, pero la conmoción viene tanto de la trama como de las palabras que se usan para dar cuenta de esa trama. Humildemente, también busco que mis historias conmuevan, que siembren miedo o preocupación, sorpresa o crispación, armonía u horror. Para llegar a eso hay que usar todo el instrumental, toda la capacidad del lenguaje y toda la subjetividad que podamos derramar. La entrega debe ser total, sin reservas, porque una obra de arte, y el cuento moderno lo es, es una apuesta para abolir el tiempo que nos lleva a la muerte, es un ejercicio de suspensión total donde por brevísimos destellos podemos llegar a decir que somos inmortales.
-Una característica que comparten los relatos que componen este volumen es la inminencia de la catástrofe. Suelo ser una lectora veloz, pero con estos relatos tenía que parar constantemente, porque la sensación de tragedia latente me hizo interrumpir la lectura por varios días, varias veces. ¿Comparte usted esta creencia?, ¿cree usted que su libro está impregnado de una suerte de pesimismo, de anticipación de dramas definitivos?
-Ciertamente, hay una constante en las tramas que llevan a imprevistos, generalmente trágicos. Lo que se ha planificado, si es el caso, no se cumple, o no llega a destino. Volvemos a la noción de accidente, de la que hablamos antes, que se vuelve un factor superior a la voluntad. Creo que, en términos generales, un narrador no busca pecar de optimista o pesimista; sencillamente quiere ser fiel a la historia, sea del rango que sea. Y las historias, a su vez, tienen entidad propia, porque por más que las imaginemos o concibamos, el mismo arte de la escritura las cambia, las interviene. Me ocurre mucho que, ante la fascinación por una historia, el resultado tiene por supuesto ingredientes del impulso inicial, pero también otros que corresponden más a la hechura del relato, esto es, a la escritura misma. Las historias de ‘Kingwood’ son casi todas íntimas o personales, pero sin duda hay un entorno, no tan visible, que está condicionando la vida de los personajes. Muchas veces no entendemos por qué hacen o dejan de hacer ciertas cosas, pero en ese caso quizás estén respondiendo a factores externos que inciden, que son mucho más superiores a lo que ellos añoran o desean. En el relato ‘Los rusos’, por ejemplo, el rostro de esas fuerzas externas se ve con más claridad.
-¿Peco de apresuramiento si afirmo que este libro expresa la disolución que hemos vivido los venezolanos en los últimos veinte años? Le pongo un ejemplo: El relato ‘We belong together’ (que traduzco “Somos el uno del otro”) nos presenta la juventud de una generación: Venezolanos que van a estudiar a París; que confían en la promesa venezolana; que encuentran el paraíso en el propio cuerpo y en el del amante, como las élites han encontrado el edén en el territorio nacional, lleno de recursos físicos y mentales. Mientras leemos ese relato, la idealización del amor, la plenitud absoluta en el erotismo, nos produce un nudo en la garganta: Esto no puede ser eterno. Tememos dar la vuelta a la página, en la intuición de que allí va estar el desengaño; y, efectivamente, hacia el final nos aguarda una línea impregnada de amargura: “… volveremos a We belong together para recordar lo mucho que fuimos en vez de lo poco que hoy somos”. Su libro aparece cuando Venezuela tiene tres años sumido en una Emergencia Humanitaria Compleja, ¿hay manera de no ver en su literatura un espejo de nuestra devastación?
-Pienso que la mejor manera de narrar en tiempos de disolución, como bien los has llamado, no es haciendo historias sobre grandes fastos sociales, sino trabajando el dolor desde planos subjetivos, es decir, desde los personajes. Al menos, es el ángulo que me interesa desarrollar, porque me parece el más verosímil, el más convincente. Las novelas o relatos asociados a grandes crisis humanas que yo más recuerdo, son los que corresponden a grandes personajes, casi siempre admirables por lo que les tocó vivir o padecer. El lector suele identificarse mejor con subjetividades que con una narración omnisciente. De manera que lo que ofrezco en ‘Kingwood’ es casi siempre situaciones que condicionan a unos personajes, para bien o para mal. ‘We belong together’, por otro lado, es el relato de una intensa relación amorosa que, desde este presente, se reconstruye hacia las décadas anteriores, y de cuyo balance creo que se extrae lo siguiente: Por más felices que hayan sido los episodios anteriores, los del presente no lo son menos porque el amor sigue siendo el mismo, a pesar de las circunstancias. Eso me lleva a revelar algo en lo que creo: Que esta crisis nos ha quitado mucho, casi todo, menos los sentimientos más íntimos. En esa reserva personal, si se quiere moral, yace la base de lo que eventualmente podremos reconstruir o recuperar. En este sentido, no se trata de rehacer la vida perdida, porque ya no está, sino de crearnos otra, una nueva, pero sobre la base de valores culturales que siempre han estado en el ADN venezolano: Sentido de libertad, de igualdad, de pertenencia, de participación, de derechos. Así que el concepto de desengaño al que debemos apelar es el que estuvo vigente en la España clásica, la de Calderón de la Barca, quien en ‘La vida es sueño’ nos dice que el engaño es justamente el vivir, esta comedia de ilusiones que se ha vuelto terrorífica. Lo que nos toca ahora es vivir en el desengaño, apartarnos de la mentira, de la falsedad, y avanzar hacia logros concretos y palpables.
*Las imágenes fueron facilitadas por la autora, Milagros Socorro, al editor de La Gran Aldea.