El informe de Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en el país constituye un hito no visto jamás en la historia nacional, y le ha reservado un puesto a Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Vladimir Padrino en la abultada lista de figurines que han predominado en la política latinoamericana en estas décadas.
El trabajo de la Misión de Verificación de Hechos debe ser interpretado correctamente: Retrata la panorámica de una crisis de Estado, con zonas fallidas en el ejercicio de gobierno y, peor aún, confirma con toda su crudeza la mezquina conjura que la plana dirigente chavista tiene instaurada para ejercer el poder indefinidamente, independientemente de lo que expresen los deseos de las mayorías.
El tercer pronunciamiento de Naciones Unidas retratando la conducta corrompida y delincuente del chavismo viene a confirmar un matiz particularmente significativo en el debate público de este tiempo: Que la gestión de esta crisis que tiene a la nación en la zona de la insolvencia, no se va a resolver organizando elecciones amañadas con políticos complacientes.
También viene a recordarnos aquello que jamás habríamos debido olvidar: Cierto que la Presidencia interina es un planteamiento político con algo de simbólico en el debate actual, que expresa mucho más una aspiración que una realidad, sin poder real para cambiar las cosas en lo inmediato. Pero en ningún caso es un “gobierno de Internet”.
Tal afirmación no sólo es bastante mezquina, sino increíblemente superficial y peregrina. La concreción de estos contenidos, incluyendo a los dos anteriores de Michelle Bachelet, es un logro de la sociedad civil, de sus ligas de derechos humanos y organizaciones sociales, pero también de sus políticos, del equipo de trabajo estructurado en torno al Gobierno interino, articulado de forma muy eficiente, acaso por primera vez, en el tablero internacional.
Son logos que llenan un enorme vacío en la agenda de la disidencia, y vienen a resolver, o a enderezar, el grave y crónico problema que tenía la sociedad democrática y sus expresiones políticas para hacerse entender ante la comunidad internacional, para graficar el modelo de dominación chavista, para documentar los casos de tortura, los crímenes de Estado, el asesinato de personas inocentes en medio de aquella apariencia consultiva, liberal y pluripartidista.
En 2014 o 2017, las víctimas de la violencia chavista no estaban persiguiendo proscribir al adversario, ni instaurar otra dictadura, sino defender sus derechos políticos, restaurar la moral pública, salvar a Venezuela de esta conducta corrupta e hipócrita de la cúpula político-militar que hoy gobierna por la fuerza.
El examen, procedimientos y caracterización de la dictadura venezolana han sido colocados en su sitio. También ha quedado de nuevo desvelada la impostura colaboracionista, esta sombría facción del universo democrático nacional empeñado en reducir el problema del país a la existencia de una oposición enloquecida y negada a asistir a unas elecciones. Dispuesta siempre a excusar o minimizar los atropellos del chavismo en procura de soluciones incompletas y con ánimo sobreviviente.
Es cierto que ninguna salida electoral debe quedar necesariamente descartada del mapa de estrategias para recuperar la democracia. Pero es necesario que comprendamos que una crisis de este calado hay que tomársela muy en serio. La presencia electoral en calidad de comparsa, pensando en el provecho propio, minimizando la pérdida de voltaje emocional que produce la gestación de cada nuevo fraude, en lugar de resolver las cosas, lo único que hará es agravarlas aún más.
Tal como sucedió en las fallidas elecciones presidenciales de 2018, sin dudas el episodio más insuficiente y lamentable de todos lo que han ofrecido las variantes de eso que entendemos por oposición al chavismo durante estos 20 años.