En la aldea
26 abril 2024

La verdad, la mentira y las multitudes

Entre lo cierto y lo probable, lo lógico y lo insólito, lo conocido y el chisme, lo transparente y lo turbio, ¿qué tiene más propagadores y mayor audiencia? Decía Joseph Goebbels que “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”. Ya no hace falta asumir semejante esfuerzo. Si haces a la mentira apetitosa y sorprendente, millones de celulares harán con gusto el trabajo de hacerla verdad.

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Federico Vegas | 23 noviembre 2020

Al final de su vida y de su libro Mi último suspiro, a Luis Buñuel le preocupa abandonar este mundo y no saber qué sucederá en tiempos donde los cambios serán cada vez más intensos.

Me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba.

Me aburre hacerme la trillada pregunta de cuál libro llevaría a una isla desierta (más temo ser el náufrago de una cama desierta). Sí me atrae la fantasía de Buñuel y estoy decidiendo cuántos y cuáles periódicos necesitaría para yacer tranquilo en semejante refugio, digamos que desde fines de este año angustioso hasta diciembre de 2030, para dar un ejemplo que espero no escenificar.

En estos días, vivo y entre los vivos, me escriben amigos sobre un capítulo cuyo principal protagonista ya no quiero nombrar. Están varados en la idea de un fraude y se niegan a considerar nuevos escenarios. Insisten en que no debemos pasar la página, que hace falta leer la última para llegar al final y entonces poder emitir un juicio. Me pregunto cómo leer un libro sin pasar sus páginas. Entiendo que no es igual leer lo vivido que lo que se está viviendo, pero también podríamos preguntarnos: ¿Acaso existen en la historia de la humanidad verdaderos finales?

Luis Buñuel murió en 1983. Según su último deseo, ya hubiera visitado tres veces el mismo quiosco. Nos habla de periódicos que sostiene bajo el brazo, luego nunca serían más de tres por década. Creo que al difunto no le interesaría conocer la verdad sobre hechos que ya no le afectan. Desde la perspectiva del subsuelo, un surrealista como Buñuel se alejaría de lo racional adentrándose aún más en el subconsciente o, para ser más preciso y gráfico, en lo que subyace. A quien reposa en el refugio de una eterna tranquilidad no le interesa cuál es la verdad, sino cómo y por qué llegan los hombres a creer en ella.

Aparte de las prácticas certidumbres que ha ido generando la sobrevivencia, las primeras fuentes de grandes verdades provendrían de dioses convertidos en hombres y de hombres endiosados. Milenios más tarde, la política y la ciencia encontrarían fuerzas suficientes para imponer verdades en forma de principios y leyes, fórmulas y técnicas. Me refiero a que hace falta tener los medios para comunicar una verdad, no basta con pensarla; de hecho, su evolución depende, en buena parte, de la proporción entre quienes la transmiten y quienes la reciben. Y aquí estaría la gran sorpresa que en su paseo del 2013 se llevaría un Buñuel cada vez más pálido, al descubrir que cualquier hombre puede trasmitir su propia versión de qué es cierto y qué es falso.

Conviene preguntarnos en qué medida a las nuevas y crecientes multitudes de transmisores de información les interesa lo que la verdad tenía de descubrimiento para los griegos y de sincero rigor para los romanos. Es curioso que a la diosa Veritas, madre de Virtus, la representaran tan bella y tan desnuda, mirándose en un espejo mientras se oculta en un pozo. Para algunos quiere decir que no puede huir de su propia imagen. A mí me resulta más bien sospechosamente elusiva. Quizás aun tenemos mucho por entender sobre su verdadera naturaleza.

Tengo la impresión, por vivirlo en carne propia, de que la posibilidad de transmitir, y no ser solo un receptor pasivo, es también una fuente de narcisismo y placer: Hablar y que nos oigan, escribir y que nos lean, proponer algo e intentar conseguirlo. Ante este afán colectivo y casi histérico de participación, debemos asomarnos a un riesgo y a una tentación: Si de disfrutar transmitiendo se trata, la mentira nos ofrece más y mejores posibilidades.

La etimología de veritas nos habla de algo que nuestra razón declara como cierto y, esta certeza, puede ser la meta. La mentira en cambio es insaciable. De hecho, lo verosímil, esa frontera entre la verdad y la mentira, exige más esfuerzos y ofrece más ángulos que lo verdadero, pues debe parecer verdad y no simplemente serlo. Una característica del mentiroso es que suele dar demasiadas explicaciones.

Entiendo que la palabra mentira proviene de urdir algo con la mente. El Buñuel cineasta conocía bien ese verbo “urdir” que, en su caso, integraba los hilos ficticios de profundas verdades. Ante unas flores muy bellas solemos decir “parecen de mentira”, como si fuera una instancia superior a la verdad. Ciertamente la verdad es nítida y serena, aun cuando se entregue la vida por ella, pero la mentira tiene giros imaginativos y un encantador “hacer creer” que la acercó a los sofistas y a los artistas, y no solo a los embaucadores y charlatanes.

Los periódicos que compraba Buñuel en el siglo XX ya tendrían fama de ser laboratorios de opinión y fabricantes de noticias. Si es verdad la máxima de McLuhan: “El medio es el mensaje”, era suficiente con darle al medio un aspecto de honorable universalidad. Hoy, cuando más se acusa a la prensa de tener un poder excesivo, quizás está literalmente perdiendo su papel. No solamente va perdiendo terreno el papel impreso del mítico “fit to print”, además compite con cualquier solitario influencer más millones de usuarios que quieren ser propagadores de noticias.

Decía Joseph Goebbels que “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”. Ya no hace falta asumir semejante esfuerzo. Si haces a la mentira apetitosa y sorprendente, millones de celulares harán con gusto el trabajo de hacerla verdad. Son receptores ávidos por transmitir información, mientras más asombrosa más valiosa. Entre lo cierto y lo probable, lo lógico y lo insólito, lo conocido y el chisme, lo transparente y lo turbio, ¿qué tiene más propagadores y mayor audiencia?

Veamos el caso hipotético de una elección. Mientras van apareciendo los resultados los transmisores de ambos bandos están en igualdad de condiciones; pero una vez que los números dan un ganador, los transmisores que lo apoyan ya no tienen mucho más qué decir. En cambio, los seguidores del perdedor, si les ofreces noticias de fraudes, conspiraciones, mafias internacionales, sofisticados y penetrantes sistemas, trabajarán como abejas a punto de perder su panal.

Un poema escrito a mediados del siglo XIX nos asoma al reto que confronta cada persona capaz de recibir y entregar una verdad. Lo que era privilegio de un poeta como Walt Whitman, hoy está al alcance de todos.

¿Qué tienen que decirme?
¿Qué me contradigo?
Sí, me contradigo. Y ¿qué?
(Yo soy inmenso…
y contengo multitudes).

¡Qué verbo tan intenso es contener! Tan próximo a una amorosa protección (tener una cosa dentro de otra) y a una asfixiante opresión (suspender o impedir el desarrollo de un proceso). Inmensas multitudes se asoman a esta ambigua posibilidad de contener y ser contenidas. Quien se asoma a tal prodigio tiene que aceptar sus contradicciones y la existencia de otras verdades distintas a la suya. Contamos con magníficos medios de comunicación, armas que pueden convertirnos en rebaños tan dóciles como prepotentes. Creemos tener una mejor perspectiva y un punto de vista propio, que puede también tornarse un punto de fuga banal y autodestructivo.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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