En el discurso de este 1o de diciembre, que se convierte en una pieza para la historia, Nicolás Maduro expresó: “Le digo al pueblo que dejo mi destino en sus manos. Si vuelve a ganar la oposición, yo me voy de la presidencia”.
¿Cómo interpretar estas palabras que pespuntan una línea entre el cinismo y la manipulación?, ¿son una cachetada a la población?, ¿son unos trozos de leña para avivar el fuego entre sus filas y así avistar las disidencias que persisten?, ¿son parte de los ladrillos con los que sigue fabricándose una oposición a la medida?, ¿son una exigencia de librito hecha por alguno de sus aliados para mantener las apariencias democráticas?, ¿o qué más hay en este discurso?
Sean lo que sean estas palabras, a pocos días de un manipulado evento electoral, en el fondo parecen responder a un profundo convencimiento del régimen de que no corre el riesgo de perder el poder. Quizá por ello, o precisamente para estimular este hecho, primero Nicolás Maduro ya había ordenado la activación plena de los comandos de base del PSUV para garantizar la movilización de votantes en las parlamentarias de este 6 de diciembre y, luego, prometió premiar “con lo que necesiten” a las 100 comunidades y sus Unidades de Batalla Bolívar-Chávez que registren mayor votación. Luego, entre chistes machistas y manejos de campaña, Diosdado Cabello dijo que “el que no vote no come, se le aplica una cuarentena… sin comer”, mientras amenazaba nuevamente con enjuiciar por traición a la patria a los parlamentarios opositores que ganaron por mayoría electoral aplastante su curul en la Asamblea Nacional en diciembre de 2015.
Es decir, que los fieles recibirán premios y beneficios, mientras que quienes disienten serán castigados por “traidores”. A unos les lanza migajas que alimentan la esperanza, a los otros la amenaza de cerrarles cualquier opción o de confinarlos en la cárcel.
En dos décadas de chavismo los venezolanos han protagonizado más de 100 mil protestas para reclamar sus derechos, con un doloroso saldo de muertos, heridos, presos y exiliados, y aun sin alcanzar los objetivos, aunque a veces con más ímpetu que en otras, siguen en la calle manifestando su descontento. Pero el régimen les mantiene la cuerda corta, con la idea de que sostengan un hilo de esperanza, pero no mucho más. Juega con esto a conveniencia, dejando escapar la tensión de tanto en tanto, pero siempre aplicando la purga radical a los más revoltosos.
Por eso mismo sostiene sus amagos de democracia, pues sabe que todavía hay una buena parte de la población que sigue apostando a su salida electoral, aunque su régimen ha probado una y otra vez su talante antidemocrático, arrebatándole al voto todo su sentido. El régimen sabe que esa espera de la gente a que unas elecciones den resultado le puede permitir unos cuantos años más en el poder.
Y es que este régimen necesita a un pueblo dispuesto a esperar, aletargado en una vida en gerundio que se consume poco a poco, pues esa es la fórmula de las colas infinitas para surtirse de gasolina, de pasar penurias y pagar coimas para poder comprar una bombona de gas, de peregrinar de hospital en hospital en busca de atención y del desvanecimiento silente de muchos a causa del hambre, a la par de otros tantos que dejan a un lado sus valores y deciden negociar su sobrevivencia.
La desesperanza implica desesperación y con ella vienen emociones como el enojo y la ira, que suelen traducirse en acciones violentas en muchos casos o, por decir lo menos, poco racionales, pues están impulsadas por la idea de que “ya no hay nada que perder” porque es inalcanzable lo que se desea. Esa es la línea que el régimen no se permite cruzar. Y por eso ahí van esas palabras al viento de “dejo mi destino en las manos del pueblo de Venezuela”.