Luego de pasarse dos años asistiendo a espacios televisivos y radiales para arengar sobre el significado trascendente del voto; de haber pactado con Nicolás Maduro las condiciones de las parlamentarias como único interlocutor admitido, y de hacer lo posible por escamotear los intentos de las fuerzas democráticas para procurar la reconquista del Estado de derecho, los dirigentes y políticos de la inefable Mesa de Diálogo Nacional tendrán que verse las caras con una clara derrota política.
Como ya ha sucedido antes, es probable que se nieguen a aceptar que hay algo que no están haciendo bien: Responsabilizarán de nuevo a los partidos que decidieron no participar del magro balance final, presumiblemente por promover la abstención. Estarán listos, entonces, para completar el círculo del sofisma: Nos llamarán otra vez a votar. El problema no son ellos: Son “los abstencionistas”.
La fantasía electoral
Aunque con frecuencia formulan llamados al realismo pragmático, debe quedarnos claro que parte integrante de la corriente ciudadana “votemos como sea” -esa que Ibsen Martínez caracterizó como “el fundamentalista del voto”-, está presa en su propia fantasía: El delirio del voto en dictadura.
Un delirio con exposición de motivos, marcos teóricos y contextos comparados que serán convocados según el caso: Chile, Polonia, España o El Salvador.
Es cierto que muchos políticos vinculados a la Mesa de Diálogo Nacional estaban completamente conscientes de que no tenían ningún chance de obtener resultados políticos claros, y que la consulta del régimen de Maduro tenía elementos amañados sobre los cuales han preferido no abundar.
Pero más allá de los políticos, la fantasía del voto en dictadura encierra una certeza similar a un dogma. Se trata de un ejercicio algo trastornado de racionalización del entorno que termina proyectando sobre la elección anunciada una secuencia de escenarios ideales, unos espejismos de perfectibilidad y plenitud voluntarista que nunca se concretan en la vida real. Los votantes compulsivos imaginan una toma de conciencia masiva en una sola dirección, la cristalización de una especie de revelación colectiva a la cual nadie presente reparos, una marcha multitudinaria a las urnas, un pronunciamiento unívoco de millones de personas, que deje boquiabierto y ruborizado a Diosdado Cabello y Vladimir Padrino, y a continuación, se supone, una oportunidad para la política.
Un escenario, queda dicho, imaginado, que apenas conoce la luz tiene frente a sí corrientes turbulentas de opinión, factores intrincados de poder, formación de matrices, intereses creados y una serie de inhibidores naturales que convierten la gesta del llamado abstracto a votar en un imposible.
Relativizar en exceso la observancia de las normas electorales termina convertido en un grave vicio interpretativo, que conspira en contra del voto como instrumento ciudadano.
Lo que termina ocurriendo una vez que se abre camino al chavismo para mover centros electorales; sobrerrepresentar circuitos; no licitar máquinas de votación; prescindir de la observación internacional; crear el voto lista; adulterar el voto indígena; adueñarse de los medios de comunicación a placer; es lo que acaba de ocurrir ahora: Todo el esfuerzo queda desnaturalizado gracias al pragmatismo.
De no poder despertar, la fantasía dogmática electoral escuchará estos reparos y regresará al punto de partida: Aquí no se lograron las cosas porque se llamó a no votar.
El mito de la antipolítica
No todos los ejercicios de la política están consagrados a elecciones y citas electorales. Especialmente cuando se vive en una dictadura. Es una ociosidad recomendarle a la dirigencia actual “volver a la política”, como si la única forma de ejercerla consista en consumir placebos para simular normalidad, saludar gente en barriadas y contratar encuestadoras.
El enfoque no electoral que hace el grueso de la Oposición actual es, también, de hecho, completamente político. Es una interpretación que persigue rescatar el carácter vinculante del voto, articulando un complejo diagrama en varios tableros para restaurar la soberanía popular arrebatada a la nación luego de las elecciones parlamentarias. Su colofón natural, por supuesto, tiene una expresión electoral, y por lo tanto, no es abstencionista. Eso es lo que explica el espaldarazo internacional.
La política tiene unos derroteros algo menos amables y aterciopelados que las fiestas electorales, obligatorios de recorrer por cualquier aspirante a producir los cambios necesarios para reconquistar las libertades públicas en el país.
Cualquier interpretación cabalmente política del grave devenir venezolano actual debe incorporar una panorámica adecuada de la crisis de Estado que le tiene planteada el chavismo al país.
Esta es una circunstancia que trasciende ampliamente los dominios del Poder Electoral o las preferencias del electorado. No tiene sentido engañarse. El problema venezolano actual no es ya precisamente aritmético. Las posturas recogidas en torno a la crisis nacional por Naciones Unidas, por la Organización de los Estados Americanos, por la Unión Europea o por naciones como Canadá, debieron colocarle límites al celo dogmático de vaciar de contenido las citas electorales llamando a votar sin garantías. Peor aún: Llamando a votar sin garantías, pero actuando como si las garantías fueran tales.
La dirigencia de la “mesita” no solo trató subrepticiamente de escamotear las negociaciones de Barbados y Oslo: Pactó con el chavismo unas elecciones prescindiendo del concurso de las fuerzas democráticas en el Poder Legislativo; abrió campo político a los “alacranes”; negoció un hemiciclo que duplica en escaños el tamaño al actual; concibió para el Gobierno un “voto lista” que rompe el vínculo proporcional y representativo de los circuitos electorales; y consintió sin observaciones la destrucción del voto directo y secreto de los diputados indígenas sin tomarse ni siquiera la molestia de organizar planchas unitarias, o de acudir a una consulta tan cuestionada bajo un compromiso con el resto de sus compañeros de causa; aquellos pequeños partidos se presentaron juntos, pero separados, alacranes y no alacranes, ofreciendo la triste impresión de estar dispuestos a que las cosas cambien siempre y cuando el asunto no les esté dando mucho trabajo. Como era previsible, salvo el votante religioso de las dictaduras, poca gente se tomó en serio aquella operación.
No botemos el voto
La hoja de ruta de las fuerzas democráticas, desvanecidas todas las tentativas de estos años, es sencillamente un papel de trabajo en fase de reconstrucción. La llegada a la zona electoral es un objetivo compartido que no puede bastardearse con iniciativas sin consistencia.
Habrá que cavar hondo para reactivar el diálogo social; diseñar mensajes a las entrañas del estado chavista; fortalecer las alianzas internacionales, articularlas con la ciudadanía; y procurar una transición pacífica a la democracia. Un pulso que le abra campo a una negociación sin perder sintonía con el drama social y cotidiano del país. Un esfuerzo en el cual no se pierda crédito político en este morbo pactista sin contenidos.
El ejercicio del sufragio, antes o después, tiene que ser el único desenlace natural que estabilice por completo las cosas en Venezuela. Para que sus funciones apaciguadoras tengan efecto y sirva como un auténtico barómetro del sentir de las mayorías, deben cuidarse sus confines y ser honrados sus imperativos.
Los venezolanos han ido a votar a todas las citas electorales posibles, atendiendo con disciplina y civismo todos los llamados de la dirigencia.
La actitud compulsiva con la participación electoral no ha producido reflexiones concluyentes en torno a cuán deletéreos son escenarios como estos, en los cuales se ofrecen garantías que no se podrían honrar. El capital político que se dilapida cuando no se cuidan las formas: Se impone el espíritu sobreviviente, se manipulan las expectativas de la población, y cunde la sensación de estafa.