Las elecciones del 6 de diciembre de 2020 fueron las primeras, desde 1973, en las que me abstuve. Fue inevitable porque el régimen de Nicolás Maduro cercenó el derecho de millones de venezolanos a elegir sus legisladores. Cierto que hubo quienes presentaron a consideración sus nombres como alternativa opositora en esos comicios, pero, para decirlo de la manera más tenue, no representaban ni mis ideas ni mis intereses. Tampoco se trataba de votar por votar, el voto tiene un contenido y un significado.
Participé sí en la consulta que organizó el sector de la oposición que a mi entender es mayoritario y donde están agrupados los líderes de partidos y de organizaciones civiles con quienes en bastante me identifico. No cabe duda de que el valor y los efectos materiales inmediatos de uno y otro proceso fueron distintos. Aunque la Asamblea Nacional 2020 es desconocida por los venezolanos, y por la mayoría abrumadora de las democracias del mundo, su evidente ilegitimidad no anula el éxito relativo de Maduro. Resulta obvio que avanzó en su propósito de liquidar la democracia venezolana, al apoderarse, por lo menos de nombre y ante los ojos de quienes lo apoyan dentro y fuera del país, del bastión institucional opositor de los últimos años.
La consulta electoral opositora, entre el 7 y 12 de diciembre pasado, fue asimismo exitosa. De entrada, constituye un logro el hecho objetivo de haber movilizado y levantado (en abierto contraste con la soledad electoral del domingo 6, a millones de venezolanos alicaídos ante el nuevo atropello del régimen. Fue positiva también por un efecto más mediato y no tan visible: Dejó la sensación de que se había hecho algo políticamente relevante. Quizás se trate de un deseo de ver esperanzas donde no las hay; estamos tan necesitados de ellas que podríamos ilusionarnos con su espejismo. Podría ser, pero lo cierto es que el 12 de diciembre, al término de la jornada, sentimos que haber participado en la consulta había valido la pena.
La razón, me permito creer, fue no haberle respondido al abuso de Maduro con el encogimiento de hombros propio de quien ya está acostumbrado a perder y recibe las derrotas con resignación (parafraseo aquí a Andrés Eloy Blanco). No, esta vez, más allá de las expectativas más optimistas, se respondió con un acto político que contenía una simbología democrática contundente: El voto. Contradictoria y paradójica como es la política, fue de la misma decisión de abstenerse de donde brotó de nuevo, gracias a la consulta, la lógica que habíamos perdido: Votar. Hay que hacerlo, es la lectura que se ha decantado desde aquella jornada, porque el voto no es una contracultura, es la razón de ser, la concreción de la cultura democrática. Toca regresar a ella. Ante los procesos electorales convocados por la dictadura, la actitud del demócrata, ex ante, no puede ser me abstengo. Es la contraria, voy a mover cielo y tierra para votar y que mi voto cuente.
Y aquí surge la pregunta incómoda: ¿Cómo se puede lograr eso ante una dictadura tan desalmada? Es muy difícil configurar el proceso que nos llevaría a unas elecciones libres, justas y verificables. Reformulemos la pregunta: ¿Cómo no lo conseguiremos? Pueden estar seguros que no será invocando el principio de la responsabilidad de proteger de los estados, el malhadado R2P que propusiera antier nomás un vocero opositor de los que cree en la abstención. Esa norma es todavía de lege ferenda y, por si fuese poco, de imposible aplicación en el marco de Naciones Unidas. Más aún, ni esa ni otra solución que requiera el uso de la fuerza por parte de otros estados es probable. Creer eso es alucinar en política, mal asunto.
La respuesta positiva es un complicado algoritmo político. Vale decir, un conjunto de definiciones, actos, procesos y operaciones en un lapso prolongado en el tiempo. Es como mucho para un solo líder y para una sola organización siquiera definirlo. No obstante, con la participación de políticos, académicos, personajes públicos, comunicadores y el pueblo llano venezolano, de probada capacidad intuitiva, poco a poco la ruta a seguir comienza a hacerse más nítida. El primer rasgo es que será a través del voto como instrumento y requiere de la unidad de los opositores mucho más allá de lo meramente electoral, “unidad superior” la llamó Alfredo Díaz, gobernador de Nueva Esparta, en un discurso el 23 de enero pasado.
Se trata de una solución que, a la vez que se desarrolla, constituye un aprendizaje: Hacer de la democracia un credo que se practique con la fe y coherencia que nos ha faltado. Hay que hacer un gran esfuerzo para reorganizar, democratizar y abrir nuestras estructuras políticas y sociales (desde los partidos hasta las juntas de condominio y asociaciones de vecinos) a la participación de más y nuevos venezolanos. Luego habría que hacerla converger sobre el propósito de construir, a partir de la gran mayoría que somos, una alianza política poderosa e incluyente cuyo propósito sea lograr que votemos como debe ser. Una alianza tan sólida y amalgamada que fuerce la devolución a los venezolanos del derecho a elegir su futuro.