¿Cómo fue posible que prácticamente un hombre solo, un sargento neurótico y alucinado de origen austríaco, condujera a la muerte en cámaras de gas a millones de judíos sin que ni ellos ni nadie pudiesen hacer algo para impedirlo? Peor aún, ¿cómo fue posible que ese hombre minúsculo, obviamente perturbado, lograse seducir y convencer a millones de alemanes de que la “salida final” -eliminar a los judíos de la faz de la tierra- era una necesidad para preservar la pureza de la raza aria y que millones de alemanes, incluyendo un filósofo como Martin Heidegger, le aplaudieran sus delirios y participaran del genocidio?
Y, ¿cómo ha sido posible que una isla donde han confluido los talentos de grandes empresarios, músicos, escritores, deportistas y científicos haya permanecido ya por sesenta y dos años sometida por una cúpula de crueles e implacables militares y guerrilleros con formación marxista, haciendo pasar a sus habitantes largos suplicios, humillaciones y temporadas de hambre crónica, y por la experiencia de la muerte de miles de ellos devorados por los tiburones en la noche atlántica tratando de encontrar la libertad huyendo en precarias balsas?
Y peor aún, que ni ellos ni nadie dispuesto a ayudar, haya logrado sacarse de encima, luego de más de medio siglo, a ese régimen creado a imagen y semejanza de un solo hombre, Fidel Castro, el tirano que por más años ha gobernando un país latinoamericano. Y que genios como Bebo Valdés o Celia Cruz, Guillermo Cabrera Infante o Severo Sarduy, y seguramente le ocurrirá a Paquito de Rivera y a Arturo Sandoval también, hayan tenido que morir sin poder volver a pisar su patria porque el dueño de la isla, el sátrapa del Caribe, los tenía amenazados de prisión si regresaban.
En esto pienso luego de ver, tardíamente y por primera vez, El pueblo soy yo, el documental dirigido por Carlos Oteyza, concebido en alianza con el escritor y editor mexicano Enrique Krauze, conocido internacionalmente entre otras razones por dirigir la prestigiosa revista Letras Libres. También por su preocupación e interés por la restauración de la democracia en Venezuela expresada en el libro El poder y el delirio.
El documental, construido con una gran fluidez narrativa, trata de indagar en la figura mitológica del líder populista latinoamericano, sus características sicológicas y sus deslumbrantes y eficaces instrumentos retóricos y anímicos de conexión casi metafísica con las masas, para tratar de entender y explicar -esa es mi interpretación personal- cómo un hombre solo, un líder carismático en el sentido en que lo define el sociólogo alemán Max Weber, fue capaz de conducir, a fuerza de retórica y seducción, de vender ilusiones y aprender a concentrar todo el poder en sus solas manos, un tsunami político que -aunque no fue una revolución en el sentido cubano, chino o soviético del siglo XX- puso patas arriba a un país llamado Venezuela llevándolo simultáneamente a la destrucción de su sistema político democrático, su aparato productivo y su tejido social.
El resultado del film es, no encuentro mejor adjetivo para definirlo, demoledor. Porque, como sucede con las buenas películas, lo que te queda al día siguiente de haberla visto es un conjunto de imágenes contundentes que reiterativamente rebotan en tu memoria como las peloticas de pinball, encendiendo luces y produciendo efectos sonoros que te obligan a establecer asociaciones y pensar una y otra vez en la trama de lo que ayer viste.
Y lo que más ha rebotado en el día de hoy en mi cabeza son las imágenes, o mejor los fragmentos de videos del teniente Hugo Rafael Chávez, en medio de las más estrambóticas situaciones. Dando órdenes gritonas de expropiar cualquier empresa, edificio o propiedad que se le atravesara por delante, como un señor feudal quitándoles sus productos a los siervos de la gleba. Escenas del tirano maltratando a sus adversarios políticos a fuerza de insultos degradantes, como una prostituta ebria de una película de Román Chalbaud con el labial corrido, la boca sucia y los gestos torvos. ¡O su atronadora presencia en el Poliedro de Caracas dirigiendo a las multitudes absolutamente uniformadas de rojo que corean ante su mirada complacida “¡Comandante en jefe, ordene, ordene, ordene!”, mientras aplauden como focas hipnotizadas para rematar al grito de: “¡Obedeceremos!, ¡Obedeceremos!”.
O el segmento en que le grita cual guapetón de barrio a Marcel Granier que él personalmente le va a quitar su canal de televisión. El Aló Presidente en el que, escupiendo fuego por los ojos como un basilisco, o como un ángel caído del Antiguo Testamento, grita descolocado, y lo repite dos veces: “Te maldigo Estado de Israel”, “te maldigo Estado de Israel”. O cuando, en la segunda campaña electoral de 2005, se pasea por todo el país encima de un remedo de carroza de carnaval haciendo el gesto de golpear con una mano la palma de la otra anunciando que hará polvo cósmico al candidato opositor.
Podría seguir dos párrafos, pero sería un ejercicio tormentoso. Humillante. Deprimente.
Además, debemos recordar que no es este el único componente de la película. Que El pueblo soy yo es un contrapunteo entre imágenes documentales de estos años de furia demoledora; los testimonios muy bien hilvanados de un grupo de especialistas que desmontan la operación ideológica perversa del chavismo; y, una serie de datos estadísticos, indicadores y testimonios de la pobreza y la degradación que en su conjunto conforman un expediente irrevocable de la operación destructiva que el chavismo logró en menos de una década, y cuyo resultado más acabado ha sido la huida de más de cinco millones de venezolanos que hoy conforman el más grande fenómeno migratorio del siglo XXI.
Es como un huracán del Caribe, de esos que arrasan con todo. La película puede haberse titulado La guerra del fin del mundo, como aquella novela de Vargas Llosa que haciendo honor a su título muestra el desmadre que fue la manera como un ejército de diez mil militares arrasa con las huestes de Antônio Conselheiro, el delirante profeta que reivindicaba la restauración de los principios del Buen Jesús en el nordeste brasileños de los finales del siglo XIX.
O Historia natural de la destrucción, otro apocalipsis, el ensayo en el que Georg Sebald documenta la manera como las tropas aliadas, cuando ya Alemania se había rendido, bombardean de manera implacable 131 ciudades y pueblos alemanes dejando más de seiscientos mil civiles muertos, el doble de las bajas sufridas por los norteamericanos en la guerra.
Así es la historia de Venezuela de estos últimos casi treinta años. La que comenzó la noche infausta del 4 de febrero de 1992 y aún no ha concluido. Y esa historia ha sido jalonada, arrastrada, movilizada por -otra vez- un hombre solo, por una especie de locomotora loca alimentada por anfetaminas llamada Hugo Chávez.
Y tal vez sea ese el pánico que me produce El pueblo soy yo, la verificación bien documentada que este hombre -este solo hombre- que terminó por destruir la nación intentando reconstruirla plenamente, amenazó con cerrar un canal y lo cerró; acabar con El Nacional y lo logró; con apropiarse de PDVSA y no solo lo hizo sino que la quebró; con expropiar millares de empresas y las expropió; con enfrentarse al Imperio y lo enfrentó sin una sola batalla; con acabar las universidades si no lo apoyaban y las acabó; este hombre hizo todo eso con el apoyo delirante de un pueblo que mayoritariamente lo amaba y, como en el caso de Hitler y de Castro, nada ni nadie logró frenarlos.
¿Cómo se reproduce el mismo esquema en tiempos tan diversos?, ¿por qué un solo hombre derrotó a tantos y tan poderosos y hoy su sucesor los mantiene arrodillados o en el exilio?, ¿por qué todos estamos derrotados?
Escucho a Krauze explicando que el líder populista genera algo diferente a una relación política y más cercana al fervor religioso. Y luego diciendo que las revoluciones decapitan de un zarpazo a las democracias, mientras que los populismos, y el del chavismo es uno, las dejan desangrarse. Claro, siempre en nombre del pueblo.