En la aldea
03 diciembre 2024

Dos ex presidentes de Venezuela: Raúl Leoni y Rafael Caldera, imagen que habla de alternancia en el poder, tolerancia, convivencia civilista y consenso democrático.

Transitar: restaurar, reparar, recordar

Venezuela pasará tarde o temprano por un cambio político que no puede repetir la ausencia de la conversación pública sobre la justicia transicional y la rendición de cuentas, incluyendo la mirada a ese pasado democrático que se quiso escamotear en los últimos 20 años. La transición democrática de 1958 y la rendición de cuentas correspondiente, y a su vez la pacificación comenzada en el gobierno de Leoni y alcanzada con Caldera se configuró considerando la necesidad de prolongar y consolidar el pacto democrático, es decir, el consenso prevaleció por sobre el conflicto. Aún la historia civilista democrática del país tiene mucho que decir, y de la cual los venezolanos aún tienen mucho que aprender para que no se olvide la memoria y experiencia propias.

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Colette Capriles | 09 abril 2021

La teoría del todo. Mucho esfuerzo hay hoy puesto en la búsqueda de una especie de fórmula universal para la transición a la democracia, mientras se constata con desaliento que se va fortaleciendo la Internacional Autocrática, esa asociación fraternal de despotismos identitarios que se burlan de las ideologías y de la inclusión universalista que las democracias prometen sin alcanzarla. La frenética investigación comparada, con la minuciosa destilación de casos, nos revelaría el modelo fundamental, las variables clave que sabiamente dosificadas nos conducirían al cambio democrático.

La vida de los otros. No cabe dudar del valor de la experiencia de otros procesos transicionales para alimentar el que tanto necesita Venezuela. Justamente lo que nos hace tanta falta es una aproximación pragmática que conciba el dinamismo hacia el cambio político con mucha atención acerca de lo que ha funcionado en otras experiencias. Pero hay una dimensión inconmensurable, intransferible, en todos esos derroteros: La memoria propia. Mejor dicho, la elaboración de la experiencia propia.

Alfa y omega. Todo cambio de régimen, pacífico o no, supone de suyo un conflicto al cual el nuevo régimen da o pretende dar solución. Supone, implícitamente, un nuevo comienzo. Y esto implica una nueva historia. Mejor dicho, una nueva narrativa de la historia (o varias), que autoriza, por así decirlo, el nuevo estado de cosas proporcionándole un sentido hacia el futuro. Ya sabemos cómo ha ocurrido esto con el chavismo: si bien determinar cuál es su narrativa dominante es quizás una tarea de Sísifo, lo que sí es cierto es que logró desarticular la narrativa común sobre nuestra democracia. Su “nuevo comienzo” se fundamentó en el borramiento de la contemporaneidad para ir a buscar el origen legítimo y único de la felicidad social en el melodrama bolivariano, doscientos años atrás.

Sin trazas. Eso fue posible porque la narrativa democrática, sugiero, le dejó el terreno libre al no metabolizar del todo el conflicto sobre el cual finalmente triunfó. La democracia de 1959 se edifica como una victoria contra la autocracia de doble signo: La que dejaba atrás, la militar, y la amenaza que se le vino encima tras la revolución cubana. Sobre ambas triunfó, pero no quedó en la escena pública un registro narrativo proporcional, especialmente en el caso de la derrota de la insurrección guerrillera. ¿Dónde está escrita esta historia?

“Lo que nos hace tanta falta es una aproximación pragmática que conciba el dinamismo hacia el cambio político con mucha atención acerca de lo que ha funcionado en otras experiencias”

Cicatrices dispersas. Que no es la historia de una derrota, sino la historia de la llamada pacificación. No está escrita en pergamino, sino dispersa en los soportes volátiles de la prensa de entonces, el material de los juicios emprendidos, los memoriales de algunos de sus protagonistas. El hecho es que en Venezuela hubo un conflicto interno cuya resolución política no dejó trazas duraderas en una narrativa de lo que ahora llamaríamos post-conflicto. Dejó cicatrices políticas mal curadas cuyas heridas reabriría el chavismo sin dificultad al figurar el periodo democrático como de oscura represión burguesa.

Pero se aprendió algo. Lo que ocurre con la memoria de este calibre es que las narrativas históricas se encadenan entre sí. Quizás el recuerdo de aquellos juicios de responsabilidad civil y administrativa que emprendió la Junta Revolucionaria de Gobierno en 1946 condicionó el tono de las acciones y de los decires en el momento de la transición democrática de 1958 y la rendición de cuentas correspondiente, y a su vez la pacificación comenzada bajo Raúl Leoni y alcanzada bajo Rafael Caldera se configuró considerando la necesidad de prolongar y consolidar el pacto democrático, es decir, el consenso por sobre el conflicto.

Narrar para juzgar. Venezuela pasará tarde o temprano por un momento de cambio político que no puede repetir la ausencia de la conversación pública sobre la justicia transicional y la rendición de cuentas, incluyendo la mirada a ese pasado democrático que se quiso escamotear en los últimos veinte años y sus heridas reabiertas. En los últimos tiempos circula mucho la idea de que un elemento central de los arreglos institucionales que deberían asegurarse es las “garantías”, algo que supongo alude a esto mismo, a las prácticas de justicia reparativa o retributiva tras el cambio político. Pero la justicia necesita, primero que todo, una estructura narrativa que reconozca a todos los actores del conflicto que tanto daño ha hecho, que le dé voz a las víctimas, que ofrezca un significado compartido acerca del proceso de rendir cuentas y sus consecuencias, y que recoja nuestras experiencias anteriores que mucho tienen por decirnos todavía.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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