En la aldea
25 abril 2024

¿Es posible un acuerdo político de gobernabilidad?

El acuerdo democrático como principio activo de la vida ciudadana tuvo un dilatado tiempo de vigencia en el país. Sin embargo, con Hugo Chávez vino su ruptura como filamento que sintetiza el espíritu del orden democrático y constitucional, algo que expandió de forma irremediable la desconfianza y la opacidad entre los actores políticos y la gestión pública; y que tocó de cerca a las propias Fuerzas Armadas. Pero hoy el país necesita que sus actores interpreten con un mínimo de honradez el arreglo ciudadano que propone la propia Constitución Nacional.

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Alonso Moleiro | 20 abril 2021

Cualquier tentativa de recomposición institucional inscrita en un hipotético marco de reconstrucción nacional, tendría que descansar sobre la base de un extenso y flexible acuerdo político de gobernabilidad.

Un pacto republicano entre fuerzas opuestas que garantice la primacía del interés nacional, fundamentando en el voto, en la dimensión plural y sagrada del Parlamento y en el ejercicio de la soberanía popular.

Los políticos venezolanos, particularmente los chavistas, deben aprender a ubicar conceptualmente la dimensión moral del prójimo. Todo político moderno y civilizado sabe que la política se concibió para ganar y perder. Para encontrar el punto de equilibrio en torno a nuestras diferencias, el país necesita que sus actores interpreten con un mínimo de honradez el arreglo ciudadano que propone la propia Constitución Nacional.

La democracia falleció en los años ‘90

El valor cívico del pacto político ya había entrado en una seria crisis de credibilidad en los años ‘90, particularmente luego del estallido social del Caracazo. Ese fue el día en el cual estalló el germen incivil de la descomposición como una dolencia histórica y el instinto antipolítico colonizó la psique ciudadana.

Fue a partir de entonces que toda actividad pública entraba en la zona de la sospecha; todo ejercicio privado iba a ser visto con simpatía y comenzaría a desplegarse, progresivamente, una cierta nostalgia perezjimenista en las clases medias venezolanas.

“La ruptura del pacto democrático y el fracaso de la cultura de la negociación política agravaron la regresión cultural planteada en la población con la sola llegada de Hugo Chávez al poder”

Una de las consecuencias inmediatas del desorden social que produjo el Sacudón, fue la disolución del frente común que mantenían los partidos con el sector privado en la preservación de la democracia y la alternabilidad republicana como un criterio compartido.

Conforme los partidos de la Democracia entraron en decadencia y el modelo de desarrollo económico del país comenzara a agrietarse, cualquier disquisición pública en torno a la existencia de negociaciones, acuerdos partidistas, discusiones legislativas o arreglos institucionales comenzó a ser vista con disgusto y desconfianza por el país nacional.

“Negociar”, de acuerdo con el nuevo lenguaje de las televisoras y el aparato cultural del país, era cosa de políticos, de gente tramposa. Negociar era proponerle al adversario un arreglo inadecuado y extralegal para evadir obligaciones y salirse con la suya. Comportaba, de acuerdo a una determinada interpretación de los hechos, un reparto de cuotas destinado a secuestrar la voluntad general. Negociaban “los cogollos”, los políticos que integraban conciliábulos en zonas opacas. Esa fue la narrativa del fracaso de la Democracia.

Fue este uno de los argumentos más invocados por Arturo Uslar Pietri para cuestionar el Pacto de Puntofijo en los años del asedio general al segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez: Proponer que aquel delicado y complejo acuerdo concebido para fundamentar el ideal democrático traía consigo la existencia de un “reparto de cuotas”.

La caja de resonancia de cualquier negociación política como filamento de las sociedades civilizadas, en este caso el Parlamento, fue objeto en los años ‘90 de una dura campaña de las televisoras privadas destinada a ridiculizar su morfología y proponer la sospecha, cuando no la burla, sobre todas sus iniciativas.

Tal circunstancia consolidó en muchas personas la noción de la obsolescencia de autoridades electas y los efectos perniciosos de la política. Sobre el fundamento antipartidos, las promesas de “los independientes”; los suspiros deseando la llegada de un hombre “con guáramo que acabe con la rochela de los políticos”;  el lenguaje empresarial y el asco al sector público fue que pudo abrirse paso en alfombra roja Hugo Chávez, ataviado entonces con un halo de patriota honesto, a cuestionar los fundamentos del acuerdo en Democracia por “falsos” y a postular el criterio de que con su “democracia protagónica”, quedaría definitivamente superado el pacto de elites que, se suponía, tanto daño le había hecho al país.

Venezuela sabía convivir

El acuerdo democrático como principio activo de la vida ciudadana tuvo un dilatado tiempo de vigencia en el país, particularmente durante los años de eso que se llamó “el bipartidismo”, es decir, la hegemonía electoral de Acción Democrática y Copei. Un predominio político que algunos también llegaron a considerar eterno, que fue algo más demonizado de la cuenta, en cuyos confines, sin embargo, se abonó mucho para la expansión de la cultura democrática y la civilización de los modales cotidianos en el país.

En los años de la “democracia puntofijista” la población se acostumbró a ganar y perder elecciones; el ideal de las libertades públicas parecía un objetivo compartido, y el respeto a la opinión y los intereses ajenos hábitos culturales comprendidos.

“En la zona de confort de la impunidad, con Chávez y con Maduro se agravó hasta gangrenarse el vicio de la corrupción”

El criterio de convivencia traía entonces consigo supuestos de la vida civil hoy prácticamente olvidados en el contexto de la barbarie chavista: La presencia de la Oposición en Miraflores; la organización de celebraciones nacionales con todas las fuerzas políticas; la presencia de militares en las interpelaciones legislativas; la relación respetuosa y subordinada del estamento castrense al mundo civil como receptáculo de la voluntad popular.

Con el paso del tiempo, sobre los múltiples beneficios que ofrecía el hábito de la tolerancia democrática comenzaron a incrustarse vicios, producto de la picaresca popular y de las inconsistencias en la formación cultural del venezolano promedio. Esta según la cual en Venezuela era necesario “ser cinco años adeco y cinco años copeyano”, para conservar un cargo bien pagado en la administración pública.

La despartidización de la vida civil del país comenzó a ser una ambición general en las clases medias. La intermediación que ejercían Acción Democrática y Copei sobre la población, que alguna vez tuvo enorme pertinencia, se enviciaba con el tráfico de influencias, y eso encanalló los hábitos de la militancia en la administración pública.

La sedentarización, el aburguesamiento, la lentitud interpretativa, los intereses creados, la corrupción, presentes en los dos grandes partidos, pero particularmente arraigados en Acción Democrática, produjeron una necrosis que terminó rebelándose como irreversible dentro de la estructura del régimen político fundado en 1958.

El pésimo uso dado a las cláusulas que ofrece un régimen de derecho por parte de la élite política de entonces, produjo el insólito ocaso de los valores democrático-liberales entre la población.

En el adormecimiento electorero y sin contenido de los miembros del Comité Ejecutivo Nacional de Acción Democrática en los años ‘90, en su incapacidad para defender con pasión el uso adecuado de aquellos valores que tanto trabajo había costado sembrar en el país ante los peligros de la tóxica influencia de Hugo Chávez, quedó inscrito el derrumbe y el fracaso de la Democracia en los albores del siglo XXI.

Qué sucedió con Chávez

Heredando los hábitos consultivos, el marco liberal y las obligaciones constitucionales de cualquier sociedad abierta, el proyecto revolucionario de Hugo Chávez no desarrolla de inmediato, por tanto, medidas totalizadoras a su llegada al poder, ni despliega los tentáculos de un formato represivo policial clásico, como algunos llegaron a temer.

Recogiendo parte de lo sembrado con el discurso antipartidos de los años ‘90, Hugo Chávez le propone a la población, con el objeto de deslastrar a la sociedad de los vicios del pasado, la iniciativa de la democracia protagónica.

“Fanatizados y obcecados, los chavistas son individuos incapaces de situarse en la dimensión moral del prójimo”

Liberada de amarras institucionales y debilitado cualquier criterio de intermediación institucional, la primera consecuencia de esta nueva realidad fue el recalentamiento del debate público, la radicalización y la polarización, la promoción de la conflictividad y la ruptura deliberada del principio del consenso republicano. Personajes como Lina Ron, difíciles de figurarse en el pasado, adquirieron una gran relevancia y se convirtieron en el símbolo de la nueva política venezolana.

Roto el contenido del acuerdo democrático -se supone que por “falso”, “oligárquico” y “de élites”- lo que Chávez le estaba diciendo al país y a sus adversarios era lo siguiente: Aquel que quiera ganar unas elecciones y sacarlo del poder iba a tener que ganarse su objetivo y sudar sangre para lograrlo.

Aunque estaba permitido coexistir, la revolución que estaba promoviendo había llegado para quedarse. Las diferencias entre la Venezuela revolucionaria y la Venezuela burguesa, a confesión del propio Chávez, eran irreconciliables. Esta revolución era pacífica, pero estaba armada.

El fin del acuerdo democrático logró imponerse incluso al espíritu mismo de la Constitución de 1999, aprobada en una consulta popular, y expandió de forma irremediable la desconfianza y la opacidad entre los actores políticos y la gestión pública. Eso agravó las dimensiones bananeras de la vida nacional. En la zona de confort de la impunidad, con Chávez y con Maduro se agravó hasta gangrenarse el vicio de la corrupción.

Se acabaron los adversarios y llegaron los enemigos. El insulto como vicio del debate aumentó de frecuencia y calibre. El criterio de rendición de cuentas se fue disolviendo. Los permisivos carnavales electorales del pasado, de blanco verde o naranja, dieron paso a enfrentamientos enconados y violentos, todos con la bandera nacional en la mano.

Sin un pacto político previo, Venezuela es inviable como nación

La ruptura del pacto democrático y el fracaso de la cultura de la negociación política agravaron la regresión cultural planteada en la población con la sola llegada de Hugo Chávez al poder. Fanatizados y obcecados, los chavistas son individuos incapaces de situarse en la dimensión moral del prójimo. Están dispuestos a mentir a cualquier precio si con ello satisfacen al altar del rupturismo revolucionario.

Aumentó la violencia, la escasez de criterio integral, la negación de la diferencia. Aunque Chávez iba a recoger en principio un mandato popular que le permitiría administrar la “legalidad burguesa”, la verdad es que la ruptura de la sociedad venezolana iba a tocar todos sus estamentos.

“El país necesita que sus actores interpreten con un mínimo de honradez el arreglo ciudadano que propone la propia Constitución”

Las sinrazones de la polarización revolucionaria iban a deteriorar hasta el absurdo la dinámica legislativa y la vida en las regiones. El Parlamento cedería su fuero a proyectos habilitantes que otorgaban un cheque en blanco al Ejecutivo. El poder central haría todo lo necesario para hacer fracasar a sus adversarios en estados y alcaldías, si estos eran opositores; ningún gobernador aceptaría alcaldes adversarios que estorbaran sus objetivos.

Las estatizaciones, las comunas, y los efectos destructivos de la ruptura del pacto constitucional existente en cualquier democracia -eso que el chavismo llama, sin saber bien por qué, “el pacto burgués”- convirtieron a la arquitectura de gobierno venezolana en la chatarra actual: Pequeños dirigentes regionales que imitan a Chávez, administrando despachos inservibles; los activos públicos rapiñados; la corrupción y la impostura de consignas a la orden del día.

La ruptura del acuerdo político como filamento que sintetiza el espíritu del orden democrático y constitucional tocó una de sus zonas más delicadas, las propias Fuerzas Armadas como expresión por excelencia del Estado nacional.

Una de las víctimas más notorias de esta circunstancia rupturista no declarada lo fue el propio Plan República, el dispositivo que organizan las FAN cuando se organizan consultas electorales. Si alguna vez fue un fiable instrumento profesional digno de una fundamentada confianza de la ciudadanía, hoy es apenas un operativo logístico para acarrearle votos al Gobierno en detrimento de sus competidores.

En lugar de hacer lo que por mandato histórico les corresponde, esto es, interpretar literalmente y sin esguinces las disposiciones de la Constitución Nacional para garantizar los derechos políticos de todos los ciudadanos, han optado por hacer suyos los precarios fundamentos conceptuales del chavismo y su pobrísimo desarrollo interpretativo del marxismo.

Las consecuencias están a la vista: Venezuela es una nación en ruinas.

La ruptura del pacto democrático acaba con el juego limpio y consolida el sojuzgamiento revolucionario. Sobre ella se puede desarrollar después una sociedad policial, o se puede optar por mantener frente a enemigos, aquellos que únicamente reclaman sus derechos en el marco constitucional que nos cobija, o se puede mantener una política de asedio crónico.

La ruptura delpacto republicano tiene expresiones terminantes, como las de Diosdado Cabello, o sibilinas y sofisticadas, como las de Jorge Rodríguez.

Antes o después, luego de mucha sangre y sufrimiento inútiles, lo habitual es que el pacto democrático, el acuerdo de coexistencia, queda restaurado, como ocurrió con las guerrillas de Guatemala y El Salvador, o como ocurrió con las FARC que decidieron pacificarse, hoy expuestas a un desprecio público generalizado por parte de aquel país que decían querer liberar.

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