Todos los días celebramos algo distinto, una indetenible liturgia que rinde tributo todo aquello que nos fascina o acongoja. Dentro de este espíritu de celebración se incluye el 23 de abril: Día del Libro y del Idioma. La fecha se debe a la sincronicidad que rodea a ese día y que lo hace lucir con cierta predestinación, pues en 1616 no solo coinciden el fallecimiento de William Shakespeare y el del Inca Garcilaso de la Vega, sino también el entierro de Miguel de Cervantes, quien había muerto el día anterior (el 22 de abril). Siglos después el hado reaparece, cuando en la misma fecha, pero en 1936, muere Teresa de la Parra en Madrid; y para no hacer larga la lista de decesos de escritores solo mencionaremos que en la misma fecha, en 1981, nos dejó el autor catalán Josep Pla.
Pero no se trata de una fiesta de escritores sino del libro y no podemos negar que cualquier cosa que digamos de ellos es probable que ya alguien más la haya dicho, y es que son la más curiosa herramienta inventada por el hombre, un objeto que está entre dos mundos: Lo real y lo imaginario, entre lo que podemos tocar y lo que soñamos, entre el cuerpo y la memoria. Están hechos de materiales perecederos como papel, pegamento, hilo, cartón y tinta; y algunos con tela o cuero, pero también están hechos de pensamientos, de recuerdos y de sueños. Son algo más que palabras impresas, son ideas que tras un largo esfuerzo se ofrecen. Construir un libro es un asunto de tiempo y de soledad, requiere de un escritor que reúna palabras y que les otorgue sentido, y necesita de una tribu, de un editor que crea en él, de un impresor que lo reproduzca, de un amigo que lo recomiende, de un librero que lo haga llegar a nuestras manos y de lectores, esas personas capaces de descifrar no solo los signos de la escritura sino también los elementos secretos que componen las páginas, que compartan o rechacen esa aventura del escritor. Es en ese acto de descifrar que surge lo más luminoso del libro.
Por supuesto, hay muchos libros luminosos, algunos son sagrados, otros paganos. Hay libros bien escritos y otros no tanto, unos que condenan y otros que salvan, es por eso que, tomando de excusa la fecha, queremos ofrecer una pequeña selección de diez libros venezolanos que, bien sea por la historia que los rodea, por lo que dicen, por lo que guardan o por su belleza, merecen ser comentados. Si bien, todas las selecciones son injustas, tómese esta como un abreboca, una excusa, una invitación.
El problema del primer libro
Como he dicho, los libros necesitan de una comunidad. Es por eso que el primer libro venezolano está asociado a la llegada de la imprenta de Gallagher y Lamb en 1808 y, como todo principio, el primer libro venezolano fue también un suceso caótico que durante algunos años generó grandes discusiones entre bibliógrafos e historiadores, que escribieron y escribieron para determinar cuál era ese primer libro.
Uno de los sospechosos fue la Descripción exacta de la provincia de Benezuela, puesto que en la primera página del libro se lee: “Impreso en Valencia, año 1764”. El autor era Josep de Cisneros y se pensó que había salido de alguna imprenta manual ubicada en esa ciudad venezolana; pero luego de múltiples revisiones realizadas a los ejemplares existentes Pedro Grases llegó a la conclusión de que el libro de Cisneros se imprimió en España, en San Sebastián de Guipuzcoana, y que el “error” en el título no era tal, puesto que el euskera no existe la letra “V” así que en esa época solía sustituirse por la “B”.
Luego, las sospechas recayeron sobre la Memoria de los abonos, cultivo y beneficios que necesitan los diversos valles de la provincia de Caracas para la plantación de café. Los indicios se fundamentaron en un pequeño anuncio publicado en la Gazeta de Caracas en 1809, que promocionaba la venta del libro. Aun así, hasta el día de hoy no se ha encontrado ningún ejemplar de esa edición y el único que se conserva es una edición publicada en la imprenta de Tomás Antero en Caracas en 1833.
Finalmente, bibliógrafos y bibliómanos acordaron que el lugar del primer libro impreso en el país correspondía al Calendario Manual y Guía Universal de Forasteros en Venezuela para el año de 1810, publicado con muchos inconvenientes en la imprenta de Gallagher y Lamb. El pequeño ejemplar es una especie de libro de historia combinado con un directorio, que se le atribuye a Andrés Bello, quien fue el responsable de organizar los materiales y de escribir lo referente a la historia de Venezuela.
El libro libera
Aunque nada tiene que ver con la etimología, desde que el hombre inventó los libros los ha asociado a la libertad. Esto es porque tanto escribirlos como leerlos obliga a ponerse en el lugar del otro, nos conduce a la empatía y amplía nuestra comprensión. Es, sobre todo por eso, que los libros han sido perseguidos, quemados, destruidos y olvidados. Son una empresa liberadora y sobre todo cuestionadora. Así, basta con preguntarle a Ifigenia. Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba, publicado en Paris en 1924, que nos muestra el incansable acto de resistencia de la protagonista para construir su identidad desde sí misma y desde la amistad.
Y si bien Teresa de la Parra usa en este libro la idea del diario como recurso narrativo, otras lo usan como un acto de sinceridad, como Conny Méndez en Memorias de una loca, publicado en 1955 por la editorial Nueva Segovia, de Barquisimeto. Si bien este último no es clásico de las letras venezolanas, su escritura llevó a la autora rápidamente al mundo de las súper ventas, lo que se contagió al resto de su obra que consiste, sobre todo, de libros referentes a enseñanzas espirituales y que han llegado a venderse en cientos de miles en todo el mundo.
Nuestros libros no han sido ajenos al éxito editorial. Otro del que podemos hablar es El libro de tía María. Recetas de la cocina internacional y nacional de Venezuela escrito por María Chapellín Palacios, que fue publicado por Continente en 1956 y que tuvo dos reediciones (1957 y 1958) y varias ediciones aumentadas en los años siguientes. Este recetario estaba escrito para las recién casadas y ponía sobre la mesa adaptaciones de algunas recetas y tradiciones de todos los rincones del país, desde bebidas como la Leche de Burra, bizcochos como las Panelitas de San Joaquín, o dulces, como los de las monjas del convento de Las Mercedes. Este reservorio de las tradiciones culinarias servirá como inspiración de otros muchos libros de cocina.
El libro como objeto bello
No podemos olvidar que el libro es sobre todo un objeto. Hemos visto todo lo que es capaz de compartir y a eso también se atañe el trabajo visual, que lo transforma en un objeto bello.
En esta línea podemos mencionar a Un color demasiado secreto (la infancia de Alejandro Otero), donde José Balza nos cuenta la infancia de Otero, en una aventura narrativa, fotográfica, artística y, sobre todo, visual. O Papelitos de Antonia Palacios, que reúne poemas inéditos, reflexiones, recuerdos y fotografías de la autora, que fueron descubiertos después de su muerte. El diseño nos hace sentirnos espías en la intimidad de la poeta.
Los libros bellos son joyas en sí mismos y muchos de ellos nos muestran la forma cómo los libros son hijos de otros, como en la Geohistoria de la Sensibilidad en Venezuela de Pedro Cunill Grau. Allí el paseo histórico abre un espacio para la comprensión a partir de los documentos, fotografías, dibujos, pinturas y referencias que forman nuestra identidad.
Para cerrar, vale la pena mencionar Los caracteres tipográficos y su historia, escrito y editado por Ernesto Armitano. La dedicada investigación sobre los diferentes caracteres tipográficos que han hecho posible la impresión de los libros es en sí mismo un homenaje al libro. El trabajo, envuelto con esmero por el diseño de Carlos Cruz Diez, dio lugar a un libro que descansa en una caja, cuya edición limitada de 500 ejemplares numerados está forrada en tela con la portada y el lomo impresos.
Raros o comunes, superventas o tal vez olvidados, bellos o feos, los libros nunca dejarán de fascinarnos. Puede que cambien o se adapten a tiempos distintos, pero su esencia como unión de lo real y lo imaginario, nunca dejará de acompañarnos.