En la aldea
18 abril 2024

La guerra troglodita contra las ONG

La creación y la proliferación de Organizaciones No Gubernamentales (ONG) en nuestros días encuentra origen en las ideas de los filósofos del siglo XVIII; y también en la universalidad de los oficios que la encarnan: La profesión de curar, la profesión de informar, la profesión de enseñar, el ejercicio de las leyes y la vocación de hacer realidad, desde una perspectiva laica, las virtudes teologales (Fe, Esperanza y Caridad). Cuando se busquen evidencias del enfrentamiento de la barbarie contra la civilización, este infausto ataque del madurismo contra las ONG puede encabezar el desfile.

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Elías Pino Iturrieta | 25 abril 2021

La dictadura se ha planteado el exterminio de las ONG, en una demostración de retroceso que se puede calificar de prehistórica. Es una operación de lo minúsculo contra lo universal, de lo aldeano contra lo global, de la penumbra de los rincones y del miedo de los pigmeos ante la luz y la libertad que se han establecido para mantenerse en la cumbre de las sociedades más adelantadas del mundo occidental. Cuando se busquen evidencias del enfrentamiento de la barbarie contra la civilización, este infausto ataque del madurismo contra las organizaciones no gubernamentales puede encabezar el desfile.

Tal vez el origen del tipo de organismos contra los que ahora se levanta la cuchilla de los mandones venezolanos se encuentre en las cúspides de la cultura de los tiempos modernos de Europa, expresada durante la segunda mitad del siglo XVIII, cuando pensadores capaces de modelar las conductas en sus contornos y en nuestro lado del mar se ocuparon de pontificar sobre las metas que enfrentarían los hombres del futuro como miembros de una sola cultura. La razón derrumbaba fronteras e imponía unas normas de vida y de entendimiento de la realidad que la harían más hospitalaria, aseguraban. El egoísmo y la crueldad del antiguo régimen cederían ante los impulsos de una Ilustración que trazaba el plano de una convivencia justa frente a la cual se rendirían los intereses y los límites nacionales, especialmente los mantenidos a la fuerza por los controladores del poder. Así decretaban los ilustrados del Siglo de las Luces, con más prepotencia que humildad, porque la Diosa Razón en nombre de la cual escribían no era tan poderosa como aseguraban, ni podía destrozar los escollos de la realidad que buscarían la manera de sobreponerse con éxito.

Voltaire pretendía que Francia imitara a los ingleses en materia de libertad de cultos, pero lanzó una incitación de difícil digerimiento para una sociedad que todavía se solazaba en la matanza de hugonotes. Rousseau clamaba porque todas las sociedades del mundo suscribieran un Contrato Social como el que habían redactado en sus orígenes los padres fundadores, pero más racional y sabio, sin considerar que partía de una abstracción que solo circulaba en su cabeza. Jovellanos propuso que los borbones españoles se hicieran más benévolos y más abiertos a los reclamos de los tiempos iluminados, sin considerar que le hablaba a una fría y severa muralla. Uno de sus seguidores americanos, Simón Rodríguez, nos dijo que si no inventábamos errábamos, sin considerar que invitaba a una demolición absurda. Y así sucesivamente, pero tras el empeño de refundar principios universales que no solo debían implantarse en todas las latitudes del mundo “civilizado”, o en vías de civilización, sino que podían abrirse camino a través de las leyes que cada sociedad escribiera y llevara a la práctica.

Pese a su extralimitación, es decir, a la exagerada ponderación de los atributos de la razón y a su desdén por las fuerzas procedentes del pasado que los resistirían, o por las peculiaridades locales que no querían ni podían vestir un solo uniforme, muchas de las propuestas de los ilustrados no solo permanecieron como desafío, sino que también ascendieron a la nómina de los derechos civiles que aceptarían y defenderían progresivamente las sociedades del XIX y el XX. Áreas como la administración de justicia, la educación y la salud masivas, la expresión del pensamiento y las prerrogativas de las minorías en la defensa de sus causas, se asentaron poco a poco en las jurisdicciones nacionales como parte de un legado que había logrado el propósito de rejuvenecer el mapa de las sociedades contemporáneas para hacerlo más acogedor, más comprensivo dentro de su heterogeneidad.

La creación y la proliferación de ONG en nuestros días encuentra origen en las ideas de los filósofos del XVIII, en las impulsos de la Enciclopedia y en los empeños de sus seguidores americanos que fundan un mapa revolucionario de repúblicas; en principios de trabajosa divulgación que no solo sembraron la raíz de las utopías contemporáneas, sino también instituciones específicas cuya actuación se fundamenta en la universalidad de la misión que se han propuesto desde las postrimerías del antiguo régimen. Y, desde luego, también en la universalidad de los oficios que la encarnan: La profesión de curar, la profesión de informar, la profesión de enseñar, el ejercicio de las leyes y la vocación de hacer realidad, desde una perspectiva laica, las virtudes teologales (Fe, Esperanza y Caridad). Pero no como lo afirmaban los pioneros ilustrados porque lo mandaba la razón de la cual eran heraldos, que no podía ser emperatriz ubicua y absoluta de los hombres, sino mediante su progresivo acoplamiento a las diversas realidades del mundo. Precisamente ese acoplamiento, un enlace inevitable, apuntala trabas que pueden ser tan escandalosas como las sacadas de la manga por la dictadura venezolana para detener los impulsos de las organizaciones no gubernamentales establecidas en su patio.

La campaña de la dictadura de Maduro contra las ONG radica en la decisión de asociarlas con el terrorismo. Tras la capa de la solidaridad y la beneficencia, afirman los acólitos del régimen, se oculta o se puede ocultar un designio destructivo de la humanidad contra el cual se debe actuar mediante un escrutinio estricto de las asociaciones que le pueden dar cobijo. En la trastienda de unos domicilios angelicales y supuestamente bienhechores, anuncian paladinamente los burócratas de la “revolución”, tienen invernadero  las semillas de la desolación. Por eso deben someterse a radiografías urgentes y obligatorias que descubrirán la identidad de sus domésticos monstruos. Por eso hay que cazar a los monstruos, uno por uno. Un argumento tan rebuscado, una suposición tan hueca, una idea tan especiosa sobre  asociaciones que se han ganado el respeto de la colectividad por la limpieza de sus ejecutorias y por la valentía de sus actores -pero también por la altura intelectual de su origen-, demuestra cómo puede la barbarie hacer maromas temerarias para lavarse la cara, como declarar una guerra contra causas y personas que le han dado lustre a la humanidad. Por eso se dijo al principio que estamos frente a una reacción prehistórica, con todo lo que puede significar la expresión en sentido despectivo.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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