Que en Cali y casi todo el suroccidente colombiano se concentran las mayores protestas y disturbios no es casual, pero tampoco un milimétrico plan orquestado. Lo que existe es una mezcla de espontaneidad e indignación acumulada. ¿Por qué?
“Señor presidente, la reforma tributaria está muerta, que no nos provoque más muertes; por favor retírela”, este llamado que hizo a través de sus redes sociales el propio alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, resume la gravedad de la situación en la capital del Valle.
La otra carga simbólica del mensaje, es que lo hizo justo cuando al frente de la seguridad de los caleños estaban el ministro de la Defensa, Diego Molano y la cúpula del Ejército y la Policía, quienes desde hace dos días llegaron a Cali y tomaron las riendas en respuesta a los actos vandálicos contra entidades públicas, bancos y almacenes de cadena o grandes superficies.
Y también lo hizo, porque en medio de la militarización de las calles de Cali y el mensaje del expresidente Uribe, en el sentido de apoyar a soldados y policías de usar sus armas contra los civiles, en la ciudad aumentaban las denuncias de personas asesinadas o desaparecidas, al parecer a manos de integrantes de la fuerza pública.
Esa indignación creció como espuma, cuando se conoció un video en el que se observa a un patrullero de la policía, dispararle varias veces a un joven que le propinó una patada voladora. Momentos después se observa al mismo muchacho tendido en el suelo, agonizando y con heridas de bala. Se llamaba Marcelo Agredo, tenía 17 años y vivía en el barrio Mariano Ramos, al oriente de Cali. (Ver video)
Mientras en Cali el Gobierno intentaba enviar una señal de control, el resto del Valle se descontrolaba. Pese a que la gobernadora, Clara Luz Roldán, decretó confinamiento continuo desde el jueves en la noche, el viernes ese departamento presentaba al menos quince bloqueos de sus vías principales.
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Por ejemplo, el país aún no se ha enterado que el acceso al puerto de Buenaventura lleva taponado varios días y que la furia de los manifestantes los ha llevado a vandalizar casetas de peajes, fotomultas y entre Cartago y Pereira, quemaron un CAI de la Policía. En esos dos departamentos (Valle y Risaralda, varios tramos de las dobles calzadas están cerradas porque transportadores atravesaron sus tractocamiones. (Ver video)
Similar situación se presenta en la vía Panamericana que une a Cali con Popayán. Allí los indígenas han sido los dueños del control y como en otras marchas, han demostrado su capacidad de organización y resistencia.
Esa es la versión incendiaria del paro. La otra cara de la moneda de las manifestaciones fueron las distintas expresiones de protesta, llenas de cantos, bailes y hasta gestos de agradecimientos, como lo ocurrido con el personal médico de clínicas y hospitales que le pusieron el pecho a la pandemia y que los marchantes reconocieron públicamente y aplaudieron.
Ni hablar de la reacción solidaria de los caleños al formar una cadena humana para obligar a los saqueadores de almacenes, devolver la mercancía hurtada. Esas imágenes llenaron de orgullo a los colombianos y quedaron en la memoria del paro. (Ver video)
Lo feo de la coyuntura fue la indignación generada por el derribamiento de la estatua de Sebastián de Belalcázar. Pocos entendieron la carga sociológica de esa reacción indígena y, por el contrario, se tradujo en el símbolo para criminalizar la protesta.
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A partir de ahí, el paro en Cali quedó reducido a un debate entre quienes apoyan la mano dura contra los vándalos, militarizando la ciudad; y quienes creen que todo lo sucedido fue una elaborada estrategia, bien planificada para generar caos, anarquía y afectar la imagen del Gobierno.
Al respecto, Gustavo Orozco, politólogo, experto en seguridad y terrorismo, argumentó lo siguiente, “los hechos de vandalismo y saqueos hacen urgente la militarización de la ciudad. Aunque sabemos que los militares no son la herramienta más idónea para combatir la delincuencia y criminalidad en Cali, estamos en circunstancias extraordinarias que lo ameritan, en atención a la necesidad que tiene la policía, de que la apoye un componente más fuerte que transmita un mensaje de orden y autoridad”.
Como era de esperarse el ministro de Defensa, Diego Molano, hizo lo propio y anunció que, ante los hechos criminales, llegarían a Cali 700 policías y 300 soldados adicionales a la fuerza pública existente en todo el departamento. Y de paso insistió en la tesis de una coordinación criminal para explicar todo lo ocurrido en la capital del Valle.
Lo paradójico es que mientras el ministro criminalizaba la protesta, el alcalde de Cali y la gobernadora del Valle, insistían en la misma solicitud: retirar la reforma tributaria.
“Más allá del vandalismo que hoy enérgicamente condenamos, pienso que hay que ver este momento como una oportunidad para la democracia. Miles de colombianos de manera pacífica y alegre están enviando un mensaje que el Presidente y el Congreso deben acoger”, escribió la gobernadora Clara Luz Roldán en su cuenta de Twitter tras agregar que, “La reforma tributaria no es viable, pero sobre todo no es ético aplicar impuestos a una clase media asfixiada y a unos alimentos cuando estratos bajos llevan un año luchando, literalmente, por sobrevivir”.
ADN Socialista
Hay una cosa que tienen en común la minga indígena que puso contra las cuerdas al Gobierno Uribe, el paro agrario que arrinconó al de Juan Manuel Santos y las recientes marchas en contra de la reforma tributaria del Gobierno de Iván Duque: el suroeste colombiano.
Esa región es el nudo económico y social de Colombia. Es una porción de país conformada por los departamentos de Nariño, Cauca, Valle, Chocó y el Eje Cafetero (Risaralda, Caldas y Quindío).
Allí confluyen todos los contrastes, ser la única región con el puerto por donde se mueve la mitad de las exportaciones del país, pero con los perores indicadores sociales. Hay ciudades que no tienen agua potable las 24 horas del día, carecen de hospitales, el analfabetismo aún se cuenta, el desempleo supera el 50 por ciento con informalismo y registran cifras de pobreza extrema.
O la única región del país donde al uribismo le va mal en encuestas, pierde elecciones, incluso durante los dos gobiernos de Uribe; o aquella donde se han forjado casi todos los poderosos carteles de la mafia y capos del narcotráfico, pero que de esa economía criminal solo quedaron burbujas, viudas, huérfanos y desplazados.
El suroccidente colombiano es la misma región donde convergen todas las minorías étnicas (indígenas, afros, campesinos); también es aquella donde nacieron los grupos revolucionarios como el Quintín Lame, M19 y Simón Bolívar. Y la única región donde el coeficiente Gini, que mide la desigualdad, en este caso a partir de la tenencia de la tierra, registra minifundios y no latifundios como en el resto del país.
De ahí, que esa región del país ha sido clave en la agudización de las protestas y la que más cuota de sangre, pánico, destrucción y afectación económica padecen. Basta decir que, en estas manifestaciones, uno de los memes más compartidos y difundidos en redes sociales, es el que aplaude a los caleños y caucanos como ejemplos de resistencia.
Pero hay otras señales de esa filosofía socialista en el suroeste colombiano. Allí han sido electos para gobernar, figuras icónicas y revolucionarias. Desde el indígena guambiano Floro Tunubalá, que gobernó al Cauca; pasando por Antonio Navarro Wolf en Nariño y el actual alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, que lleva dos periodos al frente de esa ciudad, pese a ser el hijo de Iván Marino Ospina, cofundador del M19.
Si a ese coctel le agregamos la eterna lucha de los indígenas por la reivindicación de sus tierras y que justamente están ubicadas en el corazón industrial de uno de los poderes económicos de Valle y Cauca (Azucareros), el tema se convierte en una bomba social.
Y es en ese punto concreto donde se puede hablar de organización y planeación para protestar. Las comunidades indígenas y campesinos de la región han demostrado por años tener esa capacidad de reacción social y casi todas cuentan con el apoyo de colectivos juveniles universitarios. Es decir, se les puede señalar de ser organizados para protestar de manera pacífica, pero endilgarles planeación para vandalizar las marchas y atacar de manera sistemática a la institucionalidad, es una exageración miope.
Nadie niega que en esa zona del país se concentran los corredores criminales para el cultivo, producción y tráfico de estupefacientes, que en la actualidad se pelean las mismas bandas delincuenciales que tienen sitiada a Nariño, Cauca, Chocó y ahora Cali, especialmente en zonas vulnerables como el Distrito de Aguablanca.
Hoy la cordillera occidental es un nido criminal de disidencias, elenos, caparros, gaitanistas y cuanto bandido tenga la necesidad de sembrar coca, montar laboratorios y mover la droga hasta océano Pacífico. Son 1.300 kilómetros de costa para dominar y tres puertos para corromper (Tumaco, Guapi, Buenaventura). De todo ese mundo criminal, Cali es la capital. Allí convergen todas esas estructuras y allí también saldan sus cuentas. Algunas en silencio, otras inevitablemente ruidosas y sangrientas.
También es un secreto a voces que la pobreza en Cali atomizó la criminalidad y ésta migró hacia otras comunas que antes eran intocables para el hampa. Como lo recordó hace poco el analista Gustavo Orozco, en una columna suya en la que dijo que de hurtos callejeros, fronteras invisibles y extorsiones a tenderos o vendedores ambulantes en unos cuantos sectores, “pasamos aun concejal atracado en el oeste, delincuentes que asaltan restaurantes o almacenes del norte; paseos millonarios a domicilio en el sur y hasta intentos de violación, hurtos y homicidios en zonas de esparcimiento o prácticas deportivas, como el parque El Ingenio y el reciente asesinato de un joven en el cerro de Las Tres Cruces”.
Otro hecho que llama la atención en las protestas actuales, es que las acciones vandálicas se concentraron en símbolos del malestar popular. Por ejemplo, fue en Cali donde derribaron cámaras de fotomultas y casetas de peaje. Más allá del delito como tal, no se puede negar que esos dos elementos son impopulares y recogen la indignación social. Ese brote se repitió en Cauca y Eje Cafetero.
Todo ello hace evidente una cosa innegable: el suroeste colombiano es la región más socialista del país y por ende la que más se manifiesta con una ira que acumula por décadas de injusticias y contrastes. Y hasta el momento, ni Uribe cuando fue presidente, pudo apaciguar esa furia.