En la aldea
28 marzo 2024

Playa Guacuco, Isla de Margarita.

De Barcelona a Playa Guacuco

Éxodo, exilio, destierro y desarraigo, parecen palabras relacionadas entre sí, aunque al mismo tiempo encierran tantas historias que no siempre cuentan las experiencias de quien partió, sino también de algunos que aún están en Venezuela, o aquellos que por antojos del destino decidieron regresar. Con esta entrega queremos compartir, gracias a la gentileza de nuestro columnista Federico Vegas, uno de los relatos contenidos en la antología “Escribir afuera. Cuentos de intemperies y querencias”, compilada y editada por Katie Brown, Liliana Lara y Raquel Rivas Rojas (Kálathos Ediciones, Madrid, 2021). Los recodos y caprichos de la diáspora con la vuelta a casa, en “El entierro”.

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Redacción LGA | 01 agosto 2021

El éxodo de venezolanos por razones políticas, económicas y sociales se ha convertido en uno de los problemas migratorios más urgentes de esta segunda década del siglo XXI, y en una crisis inédita en América Latina.

No es de extrañar que el destierro y la diáspora se hayan transformado asimismo en tema central para muchos escritores venezolanos que se encuentran dentro y fuera del país. La literatura les ha permitido a estos autores ilustrar un fenómeno social e histórico desde la perspectiva del sujeto inmerso en una situación de diáspora (el que se va, pero también el que se queda), además de entretejer e inscribir estas historias dentro de una tradición literaria nacional emergente y construir artefactos culturales que dan cuenta del desarraigo, las identidades fragmentadas, las nuevas formas de la nostalgia o los nuevos arraigos del venezolano. En síntesis, la ficción está permitiendo narrar la dispersión, representar el trauma y construir una forma de memoria en movimiento, distanciada de los discursos oficiales.

Es por eso que hemos titulado esta antología Escribir afuera. Cuentos de intemperies y querencias, porque queremos dar cuenta de ese movimiento pendular -entre la ausencia y la memoria– que está presente en todo relato de la diáspora. Y, al mismo tiempo, construir ese espacio abierto al encuentro que es toda antología.

Los 31 autores aquí reunidos pertenecen a diversas generaciones literarias y sus relatos se inscriben en distintos géneros que van desde el realismo a lo fantástico, pasando por el género epistolar y policial, sin dejar de lado lo histórico, lo alegórico, lo humorístico o lo poético. No hemos hecho distinción entre los escritores que están adentro o afuera de Venezuela, pues la noción de destierro, fractura y desarraigo que se desprende de estos relatos va más allá de la situación geográfica de quienes los escriben.

El entierro

Veinte años después de partir para Europa, estoy de vuelta en Caracas e instalada en esta casa de Las Mercedes. Las razones de mi regreso no serán fáciles de explicar y nadie querrá entenderlas. Qué triste cuando volver al hogar es un fracaso. Hay algunos sentimientos que se salen de las proporciones usuales y cuesta aceptarlos. Aunque tú y yo sabemos que nada en esta vida es proporcional. Nunca sabremos cuál es la verdadera relación entre las causas y los efectos que nos acosan. Hay quien ni se inmuta por la muerte de la madre y quien nunca se repone por la muerte de su canario. Yo regresé a Venezuela gracias a un perro.

Desde que monté la agencia de viajes en Barcelona, vengo a Venezuela en enero y en agosto. Han sido vacaciones de poco más de un mes para huir unas veces del frío y otras del calor. Detesto pasar por Caracas y mi itinerario es Barcelona, Madrid, Maiquetía, Margarita. Allí vive mi madre en una casa de La Asunción. Ella es y siempre será el verdadero motivo de mis vacaciones. Nos encanta conversar sin darnos un solo consejo. Mamá es un recordatorio de dónde vengo y hacia dónde voy. Parecerme a mi amada madre es el oficio que siempre he querido evitar.

Hace seis meses estábamos juntas en Playa Guacuco cuando pasó un galgo corriendo por el borde del mar. Lo perseguían dos niños que lo espantaban con uno de esos palos que las olas dejan lisos, brillantes. Justo cuando me levanté para regañarlos, vi que el juego se había invertido: ahora venían de regreso y era el perro quien los perseguía. Era un galgo blanco, con una estampa que solo tenía sentido a la velocidad de una carrera frenética. Apenas se detenía, se le notaba lo flacucho, lo frágil.   

Los niños son hijos de una vendedora de empanadas que cada tanto les silba para que lleven pedidos a los turistas. Al mediodía la playa se llena de punta a punta y los niños dejan de jugar. Cerré los ojos y estuve escuchando el mar. Ese esfuerzo constante y a la vez perezoso se parece tanto a mi nueva manera de vivir.

Una hora más tarde me acerqué al puesto de empanadas. Al lado del caldero estaban los dos niños arrodillados en la arena, mientras el galgo miraba el mar con pose de esfinge egipcia. La dieta de pescado le había hecho bien. La piel y los ojos le brillaban. Lucía aún con ganas de competir frente a una tribuna de apostadores. Fue entonces cuando caí en cuenta de que un galgo es un animal muy costoso para andar realengo en una playa de Margarita.

Comencé a hablar con la madre. Contó que agrega plátano maduro a la harina de maíz para endulzar la masa. –Ese es mi secreto -dijo como si fuera el único en su vida.

Qué sofisticación! -respondí, y, después de hablar sobre su guiso de cazón, le pregunté por el origen del perro.

Sus hijos lo encontraron abandonado en la calle. Hubo una vez un canódromo en Porlamar. Cuando quebró se marcharon los vigilantes y se quedaron docenas de animales aullando de hambre en sus pequeñas jaulas. Alguno de los saqueadores que arrancaron hasta los urinarios de los baños se apiadó y los dejó libres. Primero habrán correteado por las pistas de sus recientes glorias, luego salieron a la calle a mendigar comida y cariño.

En Margarita nadie les prestó atención a unos seres despreciados por sus legítimos dueños. Si alguien los hubiera puesto en venta, quizá aquellos bólidos hubiesen encontrado comprador, pero así, vacilantes, flaquísimos y hediondos a pánico, nada valían. Son animales demasiado nerviosos. Cuestan una fortuna en una pista y muy poco en una playa de Margarita donde el calor los atormenta. Eran más bien unos bichos raros que, por culpa del drama del canódromo, ahora cargaban con un aire de pésima suerte.

Los dos niños tendrían entre diez y trece años. Me observaban dejando la boca entreabierta con una masculinidad a punto de irrumpir; ya les latía en los brazos y pectorales el hermoso cuerpo de un pescador. Yo también me les quedé mirando y aguantaron el examen con una dulce serenidad. Me provocó sentarme a su lado y preguntarles qué quieren ser, o simplemente verlos correr hasta adentrarse en el mar y nadar más allá de las olas. Quería permanecer en aquel lugar, ser lo que allí existía, aplastar la misma masa de harina contra una tabla mojada, llenarla de queso rallado, darle su forma de triángulo con un borde curvo y soltarla en el aceite hirviente.

Al regresar a nuestra sombrilla, mi madre reclamó:

Por qué tardaste tanto!

Estaba comprando un perro -le dije, como si se tratara de un sombrero de paja.

Cuando llegaron los niños jalando a mi galgo con un pedazo de cable, mamá estuvo un rato acariciando sus orejas semejantes a lirios azotados por el viento, hasta que, de pronto, le cambió el humor y me advirtió:

No creas que me estoy encariñando. ¡Ni se te ocurra dejármelo cuando vuelvas a Barcelona!

No te preocupes, mamá, si no te di nietos menos te voy a poner a cuidar un perro.

-¿Y entonces, qué vas a hacer con este animalito en esa locura de vida que llevas?

Me quedo en Caracas… voy a montar una agencia de publicidad.

Tú te volviste loca. Justo ahora vas a volver. ¿En qué vas a trabajar? Ya no hay nada.

En publicidad, en relaciones públicas, algo habrá. Voy a usar todo lo que tengo y todo lo que sé. No quiero vivir más en Barcelona.

Mamá se concentró en sus caricias. Era su manera de evitar el tema y seguí su ejemplo:

Sacando la cuenta, este habitante de Guacuco debe ser hijo o nieto de un campeón. ¿Cómo habrán sido esos cruces, esos romances? Pero, hasta donde sé de perros, es el clásico galgo.

Nos quedamos en silencio, como esperando a que nos diera su opinión, hasta que mamá le dio algo de apoyo a mi absurda decisión:

Guacuco es un lindo nombre para un perro.

Gracias a Guacuco regresé a Caracas. No puedo dejar en manos de una madre que cojea un perro que necesita correr tres horas al día. Algo en aquella historia de perseguidor y perseguido, de giros de la suerte, de abandonos, me llegó muy hondo.

Guacuco no resultó una razón tan mala para regresar. No suelta pelos, es afectuoso y comprensivo, sensible y buen amigo, serio y retraído cuando necesito paz. No reclama y solo ladra cuando está muy feliz. Es un animal de arrancada, de comienzos, de carreras cortas y veloces, luego cae en unos sopores faraónicos. Nada en él sucede a media máquina; pasa de lo vertiginoso a unos desmayos que parecen aplastarlo.

Ese relajarse que tantos confunden con la tristeza fue lo que prevaleció en nuestra relación. Al principio era un galgo barométrico que temblaba con la lluvia y colapsaba con los aguaceros. Cuando se acostumbró a la casa agarró temple y solo lo alteraban los fuegos artificiales de diciembre. Entra en un estado de crispación y se asusta hasta con el roce de sus largas uñas en las baldosas del piso. Hacia el final ni siquiera se inmutaba cuando me veía hacer una maleta, simplemente entraba en una depresión de poeta y aguardaba mi regreso contemplando el vacío en mi cama.

Nunca antes pude tener un perro. Cada vez que lo proponía, mi pareja reaccionaba como si yo pretendiera tener un amante de repuesto en casa. Mi primera pareja en Barcelona contestó que solo si era como el de Goethe.

-¿Cómo era el de Goethe? -pregunté como una tonta.

No ladraba, no mordía, comía vidrios rotos y cagaba diamantes.

Otro respondió con mordiscos, runruneos y unos celos que parecían decir:

Con mis pulgas basta y sobra.

Ninguno entendió que una mujer en busca de cachorros quiere que la preñen.

Cuando las tembladeras se hicieron crónicas lo llevé al veterinario. Me explicó que en los canódromos premian a los buenos corredores con inyecciones de esteroides, por eso algunos no llegan ni a los siete años.

Mientras mejor es el perro, más fuertes son las dosis -añadió.

Guacuco nunca corrió en un canódromo -le expliqué, -eso se acabó en Margarita hace años.

Hubiera sido un gran campeón. Se ve que heredó lo mejor y lo peor de su padre. Es como una maldición.

Fue entonces cuando comencé a observarlo con más detenimiento. Esa misma noche le pregunté viéndolo a los ojos:

-¿Y ahora qué te está pasando?

Fue tarde en la noche, mientras trataba de dormir, cuando logré adivinar las palabras que daban vueltas en sus ojos:

Te amo, te necesito, no aguanto más… Los perros nos ayudan a entender nuestra relación con Dios. Ellos también nos observan con adoración, con fe, y les encanta lamernos los pies mientras nos escuchan decir palabras que perciben como celestiales.

Cuando te hablé de estos descubrimientos teológicos me miraste con un cansancio de marido viejo, y despreciaste mi explicación con tu lógica desalmada:

Si te lame los pies es porque los tienes salados.

Eres una persona más pragmática que yo. Esta casa está llena de tus empeños y agradezco que hayas tomado la decisión. De no haber sido por ti, seguirían sus dolores, sus lamentos, y ya sus ojos no podían adorarme más. Sólo pedí que no lo sacrificara el veterinario y que lo enterraras en el jardín de esta casa.

Lo haré el próximo jueves -dijiste, mientras te levantabas de la cama después de nuestra siesta.

-¿Por qué esperar tanto? -te pregunté.

Porque los jueves viene el jardinero en las mañanas. Tú le avisarás que se quede unas horas más y me ayude. Y necesito algo con que dormirlo.

Seguiste con tu listado y, al verme llorar, insististe en que yo estaba dramatizando algo tan natural como sacrificar un animal que está en las últimas.

El siguiente jueves, antes de que enterraras a Guacuco, te dije durante el almuerzo:

Te haría bien tener un rabo para poder adivinar lo que realmente sientes.

Respondiste con tu usual dosis de humildad e ironía:

-¿Y qué hice ahora?

-¿Cómo voy a saberlo?

No habría siesta. Solo me diste un beso y saliste al jardín como si fueras a enfrentar un dragón. Yo no había podido almorzar. Estaba llena de revoloteos y zarpazos. Me quedé en la cama esperándote. Nada dijiste al volver; solo te duchaste con la dignidad de un caballero andante. Ante tu ejemplo de seriedad y eficiencia, no toqué el tema; ni siquiera me asomé a la ventana a ver qué había sucedido en el jardín.

Ta sentaste desnudo en la cama mientras yo pensaba en las pocas ganas que tenemos de encontrarle un sentido a nuestras vidas. «¿Qué vendrá ahora?», me preguntaba sin dejar de mirarte. De pronto, tomé tu mano derecha, la besé y la puse entre mis piernas mientras te susurraba:

Voy a extrañar estos dedos.

Aún no sé por qué solté esa frase tan explícita. No parecían palabras mías. Miraste el reloj como si fuera un manual de supervivencia y recordaste que tu principal tarea es poseerme. «Esto es una farsa, un vicio, un desbarajuste», me decía, mientras hacía de amante, de amiga, de madre, de niña malcriada.

Cuando vino la calma, pude disfrutar esa inmovilidad tan reconfortante, tan consciente de vivir el final de una desdicha, tan frágil como un hilo incapaz de suturar. Viendo tu cuello por fin relajado, me pregunté si serás el último hombre de mi vida. «¿Cómo será si todo termina, si no hay otro?».

Ahora tengo mucho miedo. Quienquiera que haya dicho «mejor sola que mal acompañada» solo quiere culpar a los demás de su desdicha. Yo no he sabido encontrar al hombre de mi vida, o lo he buscado haciendo demasiadas exigencias al principio y demasiadas concesiones al final. Así que anuncio aquí, formalmente, mi resolución de volver a la promiscua búsqueda de un hombre mediocre.

A una de mis amigas catalanas le encanta ser mi consejera. Según sus experiencias, la peor condición para elegir un hombre es estando enamorada. Hace una semana hablamos por teléfono y, cuando le conté por lo que estaba pasando, insistió:

No se puede tomar una decisión tan seria y trascendental en medio del más grave de los atontamientos.

Según la cuenta de su propio biorritmo, una mujer se idiotiza unas dos veces al año, de manera que basta aferrarse por seis meses al hombre que hayas elegido, con absoluta lucidez, y esperar pacientemente a que llegue la época del enamoramiento.

Otra amiga, caraqueña y de este segundo período, es alérgica al sudor de su marido; así que mientras más pasión, más ronchas. Ella se ríe y se rasca con fruición los antebrazos cuando alguien le dice que el amor es cuestión de química, de piel. Hay que respetar la opinión de una mujer condenada a hacer el amor bajo la ducha.

Mi época de atontamiento y alergias, de casarme y tener hijos, siempre me aguardaba aquí, en esta Caracas a la que volví por un perro que se murió a los pocos meses. Creo que ya no tengo nada que buscar. Mi madre no se cansa de decírmelo:

Tú estabas loca cuando te fuiste y más loca cuando regresaste. Menos mal que inventaste que era por el perro. No quiero ni pensar que lo hiciste por mí.

Hoy, justo al final de este último jueves, te propuse que no volvieras a esta casa por un tiempo y nos viéramos solo en el trabajo. Te quedaste en silencio, inmóvil, como si ya estuvieras contando los días que faltan para regresar a mi cama, hasta que no aguantaste más y preguntaste:

-¿Qué puedo hacer para que haya algo de paz en nuestras vidas?

Estuve a punto de volver a lo del rabo y preguntarte: «¿Lo estás meneando o metiéndolo entre las piernas?», pero en ese instante logré comprender de donde proviene el dolor en tu mirada. Ese «algo de paz en nuestras vidas», se refiere a tu matrimonio, a lo sabrosas que son las siestas de los jueves y lo mal que duermes las siete noches de la semana. Fui generosa y pensé: «¡Cómo está de afectado!». Quise acariciarte, pero la compasión es un sentimiento que nadie agradece.

Quiero creer que hoy llegaste a tu casa con un aire entre optimista y ajetreado, orgulloso de haber matado y enterrado un perro. Y no quiero seguir. Llega un momento en que la vida comienza a consumirse como una llama que no calienta ni le da fuerza a nuestros sentimientos. Desde esas cenizas, escribir tiene más de cinismo que de curación. Al menos para mí, al menos hoy, ahora, en este amanecer, en este lecho donde es tan incómodo escribir y tan doloroso dejar de hacerlo.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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