El olor a pasto mojado, cantarles a las señoras vacas mientras eran ordeñadas, acariciar a un becerrito. El sabor de los mamones y los mangos. El frescor del agua de coco con baba. La leche recién ordeñada guardada en enfriadora mientras la llevaban a la planta de la Indulac. El delicioso café con leche fresca. El sonido y olor de los chubascos. Los gritos de los pericos, el canto de los alcaravanes. Las picatierra con sus pollitos. Los carneritos que mi hermana Mercedes imitaba tan bien que conversaba con ellos.
Refrescarnos en el tanquecito que papá nos construyó para cuando volviéramos de recorrer potreros. Las materas en las que cada mañana y cada tarde, como en liturgia sagrada, se ordeñaba a las señoras vacas. El Matapalo en el patio frente a la casa, hogar de una muy organizada colonia de hormigas. El croar de los sapos y mi tía Mimina aterrorizada con ellos. Margarito acortándome los estribos de la silla para que yo cabalgara sin caerme. Mi hermana María Isabel que montaba mejor que yo y siempre me ganaba.
Otear los árboles buscando iguanas, que parecían dragones, mientras se lanzaban de una lara a otra. Los miles de pajaritos de colores en coro de fiesta todo el día. Las matas de cayena que nos surtían de las flores para la Iglesia. Los dulces de leche fresca y de coco de Consta. Los juegos de cartas en las nochecitas. Mi hermano siempre ganando en el Monopolio. Papá enseñándonos a jugar dominó. El cine del pueblo al que nos llevaba Vallecillos a ver películas de vikingos y de vaqueros. El pan de Madama y el pan dulce. El sancocho en una olla grande cocido afuera en leña. Los maduros horneados con queso. Las toronjas que Pedro y Ricardo cortaban con machete y exprimían con las manos.
La biblioteca de mi papá de la que devoré a los grandes autores. Las competencias de preguntas para las que, cuando no teníamos respuesta, mi papá decía: “Ahí está la Enciclopedia Británica, y no es un adorno”. Mi mamá impecable, sentada en las tardes en una mecedora, abanicándose. Mi papá persiguiéndonos con sus cámaras. Las sesiones sentaditos en la penumbra a ver las obras del gran fotógrafo y cineasta Pancho Morillo.
La romana en la que pesaban el ganado y a nosotros. “Esto no es un club, en esta finca se trabaja”, sentenciaba Pancho Morillo cuando veía a alguien con cara de pereza. “Para montar a caballo, van madrugando”, ordenaba.“Vengan, vengan, vengan”, le cantábamos a las vacas, y ellas en carrera venían. Las babas en el caño. La “maternidad”, para que las señoras vacas parieran en paz y con respeto .El radio para hablar con Caracas. La oficina en la que veíamos televisión con los trabajadores. La figura de una cabeza de res que era el hierro de la finca.
Las idas a Mesa Bolívar con los amigos suizos de la Indulac a comer salchichas, pollo en cerveza, ensalada de papas y strudel de manzana, y luego aprender vocabulario y ortografía jugando El Ahorcado. Los viajes a los páramos “para que conozcan la nieve”. Mi papá paseándonos por Mérida: “Aquí, en la Universidad de Los Andes, estudié y me gradué de Abogado y doctor en Ciencias Políticas”.
Ir a la Hacienda Bolívar a acariciarle las orejas al ganado rojizo Santa Gertrudis mientras comía melaza. Los paseos en lancha por el Escalante y el Catatumbo, viendo siembras de cacao y plátano y escuchando el ulular de los monos aulladores. Las idas al pueblito de palafitos El Congo.
Los pastelitos y los cepillaos con leche condensada de la plaza en Santa Bárbara. Las mandocas y empanadas de Petra. La pesca con lombrices como carnada en la ribera del río en la Hacienda La Paz. Las arepas de maíz y arroz de Tita. El arroz con leche y la “cremita” de Consta. El pavo furibundo que nos perseguía en el patio y nos hacía correr a buscar refugio. Los perros que eran también familia.
Los amigos de Maracaibo que iban. Los amigos de Caracas que invitábamos, se prendaban de aquello y se reían porque en la hacienda había señales de tránsito y estacionamiento para bicicletas. La alarma del portón que se escuchaba en el infinito. Los teléfonos de pila y manivela en todas las materas.
Pancho Morillo sentado en el patio en las tardes, luego de la afanosa jornada, oyendo conciertos de Beethoven o Mozart por los parlantes que había instalado en los árboles. Las visitas a todas las Indulac de la región para ver procesar la leche que salía de las ubres de las vacas que bautizábamos con nombre. La represa de la que presumía papá como su obra magna. Su sonrisa el día que nos dijo: “Ya todos los peones firman su recibo de pago con su nombre y apellido y no con una X”. Las idas con mi hermana Milagros (QEPD) al Club Huasipungo. Mis sobrinos descubriendo toda aquella maravilla.
Papá quedó huérfano de padre a los 20 años y hubo de encargarse de la hacienda. La modernizó y convenció a todos en el sur del Lago de aplicar sus iniciativas.
Los arboles del patio fueron sembrados con semillas que buscó en Maracay. De todo había inventario y para todo había horario y registro. Se aseguró que los trabajadores tuvieran agua, casa, baños, neveras, electricidad, bicicletas, salud, radio y zapatos.
Muchos recuerdos de mi vida tienen como escenario y telón de fondo la Hacienda La Gloria, en Santa Bárbara de Zulia, en el sur del Lago de Maracaibo. Una felicidad infinita, un aprender sin barandas, un patio de valores.
El campo está en mi piel, en mi ADN.
La hacienda resume el amor y el respeto por mi familia, el campo y mi país. En ese retrato que no se deslíe están muchos que se fueron y muchos que están. Están mis raíces, está la niña que soñaba con convertirse en actriz, en bailarina y luego en escritora.
Hay muchos con la cabeza abigarrada de memorias como las mías. Gente del sur y del norte, del este y el oeste. Gente con historia de sudor labriego. Gente que hoy lucha. En los campos de Venezuela.
El campo no es una quimera. Eso lo sabe bien mi invitado, Julio Bustamante. Lo conozco, como dicen las viejas en los pueblos, “¡Gua, de toda la vida!”. Amigo del colegio de mi hermano Carlos (QEPD), es amigo de Arnaldo, mi marido. Está en mi lista de “buenos amores”.
A Julio le hago preguntas que duelen pero que buscan claves para salir de este absurdo marasmo. No es cierto lo que dicen por ahí, que todo está perdido. Hay mucho dañado, pisoteado, vejado. De mi papá dijo Rómulo Betancourt: “Es el que más sabe de campo en Venezuela”. Hoy hay muchos tan expertos y comprometidos como lo fue Pancho Morillo hasta que murió en 1990, a los 74 años, cuando aún tenía mucho para dar.
Aquí mi conversa con Julio, un intercambio de luces y sueños. Advierto que el hombre de campo no habla como el de las urbes. Hay un melao que se entremezcla con gotas saladas de llanto y con un cierto astringente con sabor a níspero abierto antes de tiempo. Todo eso se cuela como agua de lluvia entre las palabras. La gente de campo, lo sé bien, habla en claves distintas, en metáforas y poesías.
Sírvase, amigo lector, un guayoyito, una agüita e’ panela o un carato de guanábana. Y lea, con calma; deje que se le arrime esto.
-Cuando tomo leche con marca extraña, ni sé explicar lo que siento. Con otros rubros hay gente que siente lo mismo. Tenemos un país verde, fértil. ¿Cómo hacer entender al poder que no producir es un desperdicio?
-A ver, reconozcamos. Volvamos a conocer. Somos casabe y ron de vacaciones en un campo petrolero. Somos arepa y queso llanero visitando Miami. Somos carne en vara y patacones intentando navegar Internet. No en vano o por casualidad, las mejores urbanizaciones de las más grandes ciudades del mundo suelen llamarse “country club”, club de campo. El deseo de todo ser humano es la “libertad verde”. Y si no la “azul”, a saber, la playa, que es otra forma de campo. “Ay, mija, cuando me retire quiero una parcelita en el campo”. Además, la agricultura es importante, necesaria y gustosa, cuanto menos tres veces al día. Sin olvidar que a los que no nos gusta vestir de plástico, es decir, poliéster, llevamos a la agricultura puesta; algodón, lino o cuero todo el día… Y toda la noche. Y agreguemos las servilletas y el papel higiénico. Muchos maquillajes y perfumes, muchas medicinas y muebles, que también son agricultura. Ah, ¿y qué me dices de la curda? Ron, cerveza o cualquier espíritu más fino, siempre tiene su raíz en una mano y un corazón que brega con la tierra.
-Entonces, ¿qué tiene que pasar?
-El tema es la producción de alimentos en el mundo y Venezuela no es la excepción. No es un asunto tecnológico ni cultural ni ecológico. Es eminentemente político-económico. China y Rusia sufrieron grandes hambrunas bajo el sistema comunista. Y se orientaron a este capitalismo que tienen ahora. Es decir, a la libertad privada de manejar su inversión, su ambición y sus excedentes pagando buenos impuestos. Entonces, su producción y consumo de alimentos se expandió en forma geométrica, afectando positivamente el desarrollo de otras áreas de la economía, así como a los mercados mundiales y, obviamente, las economías marginales. Venezuela está condenada a reactivar su producción agrícola. El petróleo decae aceleradamente como rey de la energía, pero permanece como recurso local y útil. La agricultura requiere tecnologías intermedias, mediana densidad de mano de obra medianamente calificada, conducida por gerentes millennials competitivos, ambiciosos y creativos, arriesgando inversión sana pero no inmensa. Esta es la forma idónea para reactivar una economía que ha sufrido la imbecilidad funcional y operativa de gobernantes “cazadores y recolectores”.
-De lo que dices se desprende entonces que la recuperación del campo es inevitable. Quizás entonces la pregunta es cómo hacer entender que esa recuperación puede ser lenta, dolorosa y costosa, o animosa, comprometida, entusiasta y sin dejarla para el siglo que viene. ¿Cómo hacemos para que los venezolanos de las urbes y del campo se sumen a exigir como sociedad que esto ocurra?
-Haciéndonos preguntas. ¿Viento a favor?, ¿la decadencia del mega-Estado petrolero nos favorece?, ¿se convierte la producción de alimentos en la vanguardia de la reactivación?, ¿la inmediatez de la comunicación y la fluidez de la transferencia tecnológica nos avalan?, ¿la idiosincrasia tanto rural como citadina abren espacios para reforzar nuestra identidad culinaria en base a la producción autóctona? Mi respuesta es: Sí. Sobran ejemplos de emprendimientos locales en el área de fabricación y “delivery” de alimentos. Esos alimentos tienen productores aguas arriba, pueden ser venezolanos. Asimismo, asistimos a experiencias de productores grandes y pequeños que manufacturan y llegan al consumidor final con la correspondiente creación de marcas. El boom petrolero generó una gran emigración de las desvalidas zonas rurales a los cinturones de miseria de las ciudades. El chavismo generó la más grande que conoce la historia americana. ¿Cuál es la próxima?, ¿volvemos al campo? La pandemia va a tentar la desconcentración de las ciudades. Incluso las tendencias ecológicas pretenden estimular la agricultura urbana. ¡La mesa está servida! Falta producir los alimentos. Y para ello es necesario lograr un acuerdo político trascendental como asunto de Estado sobre las diferencias partidistas. Existe en muchos países. La alimentación, como la educación, no puede ser dejada al azar de intereses sectoriales y cortoplacistas.
-Hay entonces un problema político.
-Nuestros políticos, de izquierda y de derecha (excusando lo obsoleto de la terminología), con contadas excepciones, han sido muy distantes a la producción. Cuando la han apoyado, ha sido más por “culpa” intelectual que por convicción profunda, favoreciendo ante las dificultades la seductora “agricultura de puertos”, en desmedro del difícil desarrollo y estabilización de una plataforma productiva. Es necesaria otra conciencia. Quizás una visión más femenina en cuanto a la “despensa llena”, para asegurar la alimentación de la prole. O una actitud más humilde, que nos asegure el desarrollo corporal e intelectual sin aspirar a ser una “potencia”. En fin, “por sus frutos los conoceréis” (Agroideología). Dolorosamente, el hambre que estamos sufriendo va a ayudar. Pero es menester ser incansable en la “siembra” de esta razón.
-“Todos tenemos el campo incrustado en nuestros genes. Pero pasa que pocos lo reconocemos”. Eso me escribiste por estos días. ¿Cómo hacemos para que los venezolanos reconozcamos en nosotros esos genes?
-Por eso desarrollamos el campamento La Llanada. Para hacer que ese gen recesivo se convierta en dominante. La Llanada es un campamento multidisciplinario en donde motivamos a los campistas a realizar actividades que respalden sus fortalezas así como actividades que los saquen de su área de confort, siempre basándonos en nuestros valores principales como guía para diseñar nuestra programación diaria de campamento. Es decir, es como una escuela despertador de esos genes de campo que tenemos. Ojalá se ofrezcan muchos más campamentos así.
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“Las cosas siempre vuelven al lugar de donde salieron”, escribe el gran Rómulo Gallegos. Venezuela es campo. De allí venimos.
Camiones cargados de muchos preciados, sabrosos y nutritivos productos circulaban por nuestras carreteras para surtir los expendios, que se contaban por millones. Los productos de nuestros campos terminaban en la mesa del venezolano, en las cantinas de las escuelas, en las fiestas patronales de las ciudades y pueblos, y en más de un hogar en el extranjero.
No sé trata de llorar lo perdido. Es tiempo de volver a ser. Y de ser mejores.
*La fotografía fue facilitada por la autora, Soledad Morillo Belloso, al editor de La Gran Aldea.
@solmorillob