En la aldea
19 abril 2024

La visita de Maduro

Una semblanza del sentir de muchos estudiantes, de antes y de ahora, sobre la visita de Nicolás Maduro a la Universidad Central de Venezuela: “Precisamente por haberse negado a estudiar en ella desconoce su grandeza e ignora que, aunque muchos ahora no lo crean, la luz que de ella emana terminará derrotándolo algún día”.

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Francisco Suniaga | 27 octubre 2021

Hace poco más de cincuenta años, cuando todavía estudiaba quinto año de bachillerato en mi querido liceo Rísquez, en La Asunción, nos tocó vivir una jornada que marcaba un hito en nuestras vidas: el viaje a Caracas a presentar el examen de admisión en la universidad. Recuerdo el mío con nitidez porque era la primera vez que me tocaba enfrentar solo a Caracas y su modernidad, entonces verdaderamente intimidante para provincianos.

Era un viaje con altos niveles de incertidumbre. Para comenzar, había que tomar el ferry para cruzar un brazo de mar que en aquellos tiempos margariteños era tan ancho como el Atlántico. Luego tomar la carretera de la costa (en mucha mejor condición que en la actualidad y bastante menos peligrosa, por cierto, aun cuando había alcabalas antiguerrilleras) para llegar a Caracas, “lejana y sola”. Había en Porlamar una línea de carros por puesto que cubría la ruta y era la favorita de nuestros padres porque resultaba más barata y porque había el compromiso de llevarnos “puerta a puerta”, cual “delivery” de ahora. Lo cual no fue óbice para que mi madre derramara unas cuantas lágrimas y se quedara con el corazón en un puño.

De los cinco pasajeros del “carrito”, un Chevrolet de la época, tres éramos estudiantes. Eso nos daba bríos y, viniendo del mismo pueblo y salón, nos apiñamos cual una partida de caza primitiva. Circunstancia que no alteraba el hecho real de que éramos adolescentes, novicios en eso de viajar solos y que, aunque habíamos enfrentado el reto, estábamos aterrados. Todos vivimos episodios inesperados, para los que no estábamos preparados. El que me tocó fue desagradable más que peligroso. Al llegar a la parada de “El Rodeo”, la última antes de entrar a Caracas por la carretera vieja, se me ocurrió preguntarle a un cliente sentado en una de las mesas dónde quedaba el baño. “Tú me viste a mí cara de mesonero, mmg”. Fue su respuesta. Me quedé paralizado ante tanta agresividad. No era para menos, venía yo de la Margarita premoderna, en la que ni la grosería que me soltó el tipo existía. El chofer, un hombre con rodamiento (literal), me sacó del brete.

Nada comparable con lo ocurrido a Américo Núñez, el primero de nosotros en ser “consignado” en la dirección caraqueña. Parecía fácil, un número entre dos esquinas de La Pastora, pero ocurrió que había dos casas con el mismo guarismo, distinguidas con las letras A y B. Detalle que no estaba en el papelito donde le habían anotado las señas. Eran las cuatro de la mañana, había otros pasajeros que repartir y el chofer estaba apurado. “Mi llave, aquí está su maleta. Hoy es sábado, la gente no trabaja y sería peligroso tocar y equivocarte de casa. Lo mejor es que esperes aquí hasta que termine de amanecer y, cuando veas movimiento, tocas una de las dos”, le dijo. Y allí se quedó Meco, temblando de frío y miedo, esperando que saliera el sol.

Este episodio del viaje iniciático a la universidad en Caracas fue común a muchos miles de venezolanos antes y después de nosotros. Salimos ilesos de la experiencia, orgullosos de los galones que da el haber “been there, done that” del cine de acción. Algunos, espero que hayan sido muy pocos, quizás no tuvieron tanta suerte y posiblemente debieron confrontar percances mayores, pero seguramente también se levantaron y continuaron la marcha.

Estas historias vinieron a mi mente la primera vez que vi una biografía de Nicolás Maduro, en los tiempos en que ascendió a la presidencia heredada del Eterno. Había en ella un detalle que de inmediato llamó mi atención: no tenía grado universitario alguno y se decía además en el flyer que había crecido en Valle Abajo, en un edificio cercano a la iglesia San Pedro, al lado de la UCV, pues. Solo tenía que cruzar el Paseo Los Ilustres para entrar en la universidad, pero no lo hizo. Recordé entonces a los compañeros que conocí a lo largo de mi tránsito universitario, a quienes vinieron de Guayana y debieron atravesar el Orinoco, a los que habían tomado curiaras en el Delta para llegar a Tucupita y de allí un autobús, a los llaneros del Apure, a los andinos, a los del otro lado del Lago de Maracaibo, a los que vinieron “de más lejos que más nunca” impulsados por el deseo de llegar a Caracas y encontrar en la universidad la luz. Ese contraste definió para mí, y para siempre, a Nicolás Maduro, quien había preferido a la sombra.

En estos días la nación universitaria, en particular la ucevista, está indignada por un video de Maduro sentado en un pupitre en “la primera aula” alistada por su gobierno para recibir de nuevo a los alumnos. En la grabación promete además rescatar a la UCV de la destrucción que Chávez y él han promovido y ejecutado. Las imágenes resultan irritantes porque constituyen una burla, hay en ellas, sin duda, un metamensaje: “Hice cumbre sin pasar por donde ustedes tuvieron que pasar, los jodí a todos. Aquí estoy sentado sin viaje, sin examen de admisión, sin estudiar ni un carajo. Es más, den gracias que no me senté en la silla de Vargas porque no me dio la gana”.

Sí, Maduro visitó a la universidad de noche, obvio, rodeado de espalderos y con la alevosía que caracteriza a sus acciones. Pero precisamente por haberse negado a estudiar en ella desconoce su grandeza e ignora que, aunque muchos ahora no lo crean, la luz que de ella emana terminará derrotándolo algún día.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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