Fue en El Café Cervantes de la Plaza del Ayuntamiento de Calella donde me enteré por primera vez de la estancia del escritor Eduardo Galeano en Poblenou, barrio de Pineda de Mar en Cataluña. Ambos lugares (Calella y Poblenou) separados por una calle, Rierany dels Frares, como es característica de algunas poblaciones vecinas en la Costa del Maresme de Barcelona.
Una mañana me acerqué a El Cervantes y conocí a Francisco Llamas, abogado cincuentón ya retirado, fotógrafo de mirada acuciosa sobre la cotidianidad callejera, y a quien despertó curiosidad la investigación que me proponía llevar a cabo sobre el escritor uruguayo.
Eduardo Germán María Hughes Galeano -mejor conocido como Eduardo Galeano-, periodista y ensayista (1940-2015), cuya obra más famosa fuera el ensayo sobre historia, economía y política, Las venas abiertas de América Latina (1971), marcó toda una época como el paradigma ideológico de la intelectualidad latinoamericana. Un best seller -traducido a más de 20 idiomas-, que para su momento fue lectura obligada de las fuerzas progresistas y de izquierda en nuestro continente. Hoy parece un texto afectado por el tiempo sobre una realidad política que se ha modificado sustancialmente. El propio Galeano comentó en una oportunidad, que esta publicación suponía una etapa superada por él y que no volvería a leerla, palabras que causarían una cierta perplejidad entre los millones de lectores de sus libros1. Su segunda obra, Memoria del fuego, ha sido igualmente traducida a varios idiomas.
Dando vueltas por Calella y pensando en la elaboración de esta crónica decidí entrar a la librería La Llopa2.
–Usted es el escritor venezolano ¿verdad? -dijo el dependiente de manera amable al escuchar mi tono.
-Sí señor, hace días estoy por preguntarle si tiene información sobre la estadía de Eduardo Galeano en Calella.
–Él no llegó exactamente aquí, es lo que sé. Soy de una generación anterior y no le conocí, cosa que lamento -de repente alzó su mirada por encima de los presentes-, hace apenas unos minutos estaba aquí la persona que podría ayudarle -dijo-. Si se acerca a eso de la cinco de la tarde a lo mejor conversa con ella.
Volví a la librería a la hora indicada sin hacerme mucha ilusión. Mientras revisaba una edición de lujo de la Antología de literatura fantástica de Jorge Luis Borges – Adolfo Bioy Casares, sentí una voz a mis espaldas.
–Me han dicho que usted quiere hablar conmigo.
El hombre de estatura mediana, calvo y agradable, cubría parcialmente su cara con una mascareta -así le dicen en Cataluña a esta especie de mordaza que nos cubre la mitad del rostro.
–Soy propietario de esta librería, ya jubilado. Lo único que puedo contarle es que era muy joven cuando conocí a Galeano. Más allá de las consultas a un librero no tuve con él una conversación importante, al menos para lo que a usted le interesa.
El señor estaba visiblemente apurado y dijo algo que me interesó.
–En Calella vive la única persona que trató al escritor con cierta frecuencia.
-¿Dónde podría localizarla? -pregunté goloso.
–Ana García fue empleada de esta librería por muchos años, pero ya es una mujer mayor y no creo que con esta pandemia lo vaya a recibir, la conozco bien, ni siquiera por teléfono se atreverá a hablarle.
El hombre no quería aportar más datos a pesar de mi insistencia.
-¿Conoce usted dónde vivió Galeano?
–Una vez le escuché decir a Ana que había alquilado un piso en Poblenou cerca de la playa, pero hasta aquí llegan mis referencias, lo siento -dijo poniendo fin al breve intercambio de palabras.
Salí de la librería decepcionado, aunque relativicé mi estado de ánimo. Al menos ahora contaba con el nombre de un testimonio clave: Ana García.
Fue doña Rosario, madre de Francisco, quien nos dijo que Ana García había estado casada con Paco Frutos el viejo dirigente del Partido Comunista y tenía una hija, Natatxa, la bibliotecaria de Pineda de Mar, la mejor forma de llegarle a su madre.
La mañana siguiente encontré de nuevo a mi amigo en El Cervantes y decidimos ir hacia Poblenou, para corroborar la dirección del edificio donde había vivido Galeano. Una construcción que intentaba imitar de manera burda la Pedrera de Gaudi en Barcelona. Estaba ubicado a unos cien metros de la playa. Eché un vistazo rasante a los últimos pisos del edificio número 11 y decidí tomar la primera fotografía.
Pese a disponer de algunos detalles sobre la permanencia del escritor en Poblenou en Pineda de Mar, había que esperar la entrevista con la señora Ana García si se quería contar con información de primera mano.
No sé cuántos días transcurrieron sin tener noticias de Natatxa, la hija de la señora García, pero esta mañana me ha telefoneado Francisco para decirme que acababa de recibir la llamada de la bibliotecaria informando que su madre nos daría la entrevista.
El martes, 7 de septiembre de 2021, fuimos al café del Club deportivo de Padel de Calella, frente a la playa, donde habíamos sido citados. Fue un momento emocionante, vimos venir a Ana García Molina apoyada en un bastón. Pese a su visible edad -ya sabía por doña Rosario que tenía 80-, la percibí como una mujer vital, de gran energía y espíritu jovial. Portaba mascareta, nos saludamos como si fuéramos viejos amigos.
–Bueno, estoy a sus órdenes, ¡les advierto que puedo estar conversando durante horas! -dijo con una sonrisa en los labios.
-¿Ana, recuerda usted cómo conoció a Eduardo Galeano?
–Sí -expresó con energía-, estaba yo en la librería La Llopa, no en su sede actual de la calle Bruguera, sino en la de San Joan, en un pequeño edificio de dos plantas donde fue fundada, cuando al subir al segundo nivel -hacía un verano insoportable, no teníamos aire acondicionado-, vi a un hombre alto, de pelo más bien rojizo, que sudaba. Me acerqué a él para preguntarle si buscaba algo en particular y así fue como se inició nuestro primer encuentro. A partir de entonces venía a visitarnos al menos cada quince días. Como era un hombre de izquierdas y mi marido un dirigente comunista cultivamos una buena amistad.
-¿Por qué Galeano los llamaba a ustedes vecinos si vivían en pueblos distintos?
Ana echó mano de un paquetico y sacó un libro junto a unos papeles que extendió sobre la mesa.
–Vea usted este ejemplar de “Las venas abiertas de América Latina” -dijo abriendo el libro-. Mire la dedicatoria, él mismo usó la palabra “vecino”. Lo que pasa es que estábamos muy cerca, cruzando esa calle -señaló con su mano izquierda-, pero no porque viviéramos en un mismo edificio, sino más bien por nuestra cercanía -aclaró.
Luego mostró un papel mecanografiado con algunos dibujos.
–Me dijo que cuando él se fuera y quisiéramos visitarlo, ahí estaban sus datos.
-Ana, es frecuente encontrar en la prensa y escuchar a gente decir que Galeano vivía en Calella, cuando en realidad su residencia estaba en Poblenou.
–Es que la mayoría de sus actividades ocurrían en Calella, visitaba nuestra librería, venía a la biblioteca del pueblo, muchas veces comía en restaurantes de aquí y hasta su hijastra Mariana iba al Colegio Salicrú de Calella. Por eso la gente lo asocia con este pueblo. Pero es que Galeano hasta paseaba a su perrita “Pepa Lumpen” frente al parque de mi edificio. En una ocasión bajé y conocí a Esther, su abuela materna. En otra oportunidad divisé a un hombre alto, bien parecido y Eduardo me hizo señas para que bajara. Tuve el honor de conocer al gran poeta argentino Juan Gelman. También los hijos de Galeano lo visitaron varias veces. Hubo más nombres, pero ahora se me escapan.
-Él debió contar con una importante solidaridad ¿verdad?
–Muchos amigos lo ayudaban. Uno en particular, el juez Antonio Doñate de Arenys de Mar. Inclusive, cuando Galeano regresó enfermo de Uruguay se alojó en su casa cuatro meses.
-¿Qué otras actividades tuvo él en Calella?
–Daba charlas en la Ecola Freta y en el Colegio Salicrú ¡Se fija usted! Este pueblo fue muy receptivo y generoso con él.
-¿Conocía usted a su esposa?
–Sí, Helena Villagra, una mujer trabajadora. Leía sus escritos, los pasaba en limpio como si fuera una secretaria. Lo ayudó mucho.
-¿Cuándo fue la última vez que usted lo vio?
–En la presentación de su libro, Los hijos de los días, en 2012, en un acto de la Universidad de Barcelona y Casa de América Catalunya, eso fue cuando volvió de Uruguay. Ya estaba enfermo, la alegría había desaparecido de su rostro.
-Ana, fui al Centro Cívico de Poblenou, pero estaba cerrado…
Ana interrumpe con alegría.
–¡Esa es otra historia en la que estuve involucrada! Yo sugerí a su directiva que uno de sus espacios llevara su nombre y aceptaron generosamente. También aproveché la gran amistad y admiración de Joan Manuel Serrat por Eduardo para que participara en la inauguración del Centro Cívico, y aceptó gustosamente. -Ana García se ríe con placer al recordar este hecho y las coincidencias que se dieron para que hicieran una inauguración de lujo con Serrat.
-Ana, me permite hacerle una fotografía sin mascareta…
–¡Con gusto!
Nos despedimos de Ana llevándonos dos referencias importantes: la del Centro Cívico de Pineda y la de Mariana, la hijastra de Galeano, que ahora vivía en Buenos Aires.
Días más tarde acudí al Centro Cívico de Pineda de Mar para ubicar y fotografiar el espacio dedicado a la memoria del escritor uruguayo. La amabilidad de su coordinadora, María Hernández, me permitió el acceso al “Espacio Galeano” y me obsequió a través de la recepcionista, Vanes Larrosa, un valioso material sobre la participación de Joan Manuel Serrat en aquel evento inaugural del 17 de abril de 2016.
Ana García nos había hablado de Mariana, la hijastra de Galeano que vivía en Buenos Aires. De inmediato nos pusimos a rastrear su paradero, Francisco la encontró por Instagram y pude contactarla. Tenía un programa en la televisión argentina, es una mujer cercana a los cincuenta y luce bastante joven. Obtuve de Mariana datos sobre el ser humano que fue Galeano y completé la información acerca de los personajes que lo habían visitado durante su exilio. Señaló nombres como el del titiritero argentino Javier Villafañe; el escritor venezolano Gabriel Jiménez Emán; el cineasta Pino Solanas; Maruja Torres; el padre del Che Guevara, los hijos de Galeano: Verónica, su hija mayor ya fallecida; Florencio, actualmente en Uruguay, y Claudio, que hoy vive en París.
–Nuestra casa siempre estuvo abierta a la gente -recuerda Mariana-, llena de amigos; recibíamos muchas visitas, sobre todo de exiliados, vivíamos en un departamento alegre, festivo y musical, de asados en la terraza, con la presencia de amigos entrañables como Antonio Doñate, juez de Arenys de Mar.
Mariana habla de su extraordinaria relación con su padrastro, y lo recuerda haciendo largas caminatas con él por la playa.
–Yo era una niña muy mimada, hija única, me prestaban mucha atención. Íbamos al cine. Tuve una relación entrañable con Eduardo, era un padrastro cariñoso. Organizaba mis cumpleaños jugando fútbol en la playa con mis amigos del Salicrú. Eduardo disfrutaba de la vida, salíamos mucho a comer; cada noche cenábamos y bebíamos buen vino de Torres. -Mariana reconoce que su estadía junto a él y su madre Helena fue feliz.
–Al inicio de su llegada a Poblenou Eduardo estuvo trabajando tres años como corresponsal, luego se dedicó a la escritura. Lo hacía a mano, tenía una letra preciosa como se ve en sus libretas, después pasaba sus manuscritos a máquina, posteriormente usaba una semi eléctrica y más tarde hizo la transición al computador. Mi padrastro y mi madre trabajaban en equipo. Discutían sobre el material impreso, mamá corregía y después lo pasaba en limpio. A Eduardo le fue yendo bien con los libros, recibió muchas invitaciones de viajes y en más de una oportunidad lo acompañé. Empezó a escribir, “Días de noche de amor y de Guerra”, luego se embarcó en un proyecto enorme: “Memoria del fuego” -tres volúmenes-. Mi madre fue su editora a partir de este proyecto.
Agradecí a Mariana haberme dejado ver el lado humano de Galeano, más allá del escritor y político que se muestra en sus publicaciones y en las redes.
Mientras trataba de buscarle un cierre a esta crónica me fui a la cama pero me costó conciliar el sueño. Pensaba que la vida intelectual y política de Galeano estaba bien documentada, poco restaba por añadir. Se sabía que el escritor había salido de Uruguay huyendo de la dictadura cívico-militar de Juan María Bordaberry (1973), y se estableció en la ciudad de Buenos Aires, de donde también había tenido que huir perseguido por la dictadura de Jorge Rafael Videla (1976). Llegó a España en septiembre de 1976 recién instalado el gobierno de transición de Adolfo Suárez. Convivió entre los catalanes durante ocho años (1976-1984). En el exilio escribió profusamente artículos y ensayos políticos. Terminó la revisión de Las Venas abiertas de América Latina, a la que añadió un capítulo final: “siete años después”3 y completó otros libros políticos y literarios4. Pero había un detalle más íntimo que me interesaba indagar; en eso pensaba cuando de pronto, casi al amanecer, mi atención se desvió hacia un aspecto particular sobre el escritor que terminó reorientando el final de esta crónica: la mirada de Eduardo Galeano. ¿Qué miraba el escritor desde la terraza de su edificio?, ¿qué veía en las mañanas o al ocaso?, ¿influiría ese paisaje en su inspiración y su escritura?
Pese al trasnocho me levanté muy temprano y comencé a caminar hacia la playa. Decidí regresar a la dirección donde vivió el escritor uruguayo. Habían pasado 45 años de la estancia de Galeano en aquel edificio. Tomé de nuevo una fotografía de su fachada.
Antes de volver a casa y cuando ya estaba en el límite entre los dos poblados, a un paso de entrar a Calella, un raro impulso me hizo regresar y me detuve en la acera de enfrente y eché una última mirada hacia los últimos pisos del inmueble.
En uno de esos vivió Galeano -dije con cierta evocación-, y de pronto me asaltó una pulsión: crucé la calle y fui hasta la entrada del edificio. Y alentado por una temeridad inusual presioné el botón del Ático 2.
–Hola, ¿sí?, diga… -respondió una voz afable y femenina.
–Buenos días, disculpe: soy escritor venezolano y ando investigando la estadía de Eduardo Galeano quien vivió hace muchos años en esta dirección. Solo pretendo saber cómo veía el escritor uruguayo el paisaje desde su terraza -me sentí absurdo y ridículo-. La réplica de la mujer tardó unos segundos en llegar.
–Pase adelante, tome el ascensor de la izquierda.
Sus palabras me impactaron. Entré en el ascensor y al llegar a la puerta del piso apareció la figura de una joven mujer con su mascareta de pandemia.
-Disculpe que interrumpa sus labores -dije apenado.
–Para nada -me atajó-, pase adelante y tome las fotografías que le hagan falta.
-Estoy impactado por su generosidad, ¿cómo le abre usted las puertas a un desconocido e imprudente escritor? -bromeé-. Ella distendió sus pobladas cejas.
–Yo he leído “Las venas abiertas de América Latina”. Vivo en este piso desde hace más de una década, y fue apenas el año pasado cuando vine a enterarme de que Eduardo Galeano había vivido aquí, eso me sorprendió mucho.
-Debió ser emocionante -dije echando una mirada hacia la puerta de vidrio del fondo. Ella adivinó mi ansiedad.
–Continúe a la terraza y tome sus fotografías -insistió con amabilidad- mientras, la vi acercarse a una cómoda en la sala donde un par de niños veía televisión y observé en sus manos el folleto editado por El Centro Cívico de Pineda.
–Por esta publicación me enteré de que Galeano había vivido aquí, no me lo podía creer -dijo ella.
La terraza era grande con un amplio ángulo de visibilidad. En uno de sus extremos destacaba claramente parte del horizonte marino. Al frente había edificios y árboles, y abajo se entrecruzaban las arterias urbanas del barrio.
¡Esta fue la visión por muchos años de Galeano al asomarse a la terraza! -dije como si estuviera solo- ella sonrió.
Tomé varias fotografías para traerme consigo la percepción del escritor frente a aquel paisaje. La delicada y joven mujer se acercó abriendo el folleto y me mostró una foto.
–Esta fotografía que ve aquí, fue tomada en este ángulo de la terraza, fíjese en el detalle de la vista del mar que coincide con el brazo derecho de Galeano. -Era cierto, yo no lo había percibido. Al lado de Galeano estaba su amigo, el juez de Arenys del Mar, Antonio Doñate del que me había hablado Mariana.
Yo sentía la necesidad de observar todo el piso. Solo pude conformarme con ver la distribución del espacio e imaginar a Galeano desplazándose por el apartamento.
-Disculpe, la emoción me ha impedido presentarme -le dije mi nombre y ella me regaló el suyo.
–Me llamo Montse, estoy a la orden para ayudarle. De pronto, cuando estaba a punto de despedirme…
–Venga, quiero mostrarle algo -dijo de forma intempestiva.
Montse abrió una pequeña puerta al lado del ventanal de la terraza y me invitó a pasar. Una escalera de hierro en espiral nos condujo hacia un pequeño y acogedor cuarto con una cama, una biblioteca y una mesa adosada a la pared. No cabía duda de que ese era el espacio en donde se aislaba Galeano para escribir. De pronto la Montse abrió una puerta a sus espaladas y accedí a otra terraza más pequeña.
-¡Un sitio inmejorable para escribir sin molestias! -manifesté eufórico.
Tomé algunas fotografías y de nuevo capturé la mirada del escritor uruguayo. Por momentos tuve una rara sensación: mientras me desplazaba sentí como si yo fuera el propio Galeano desandando por los espacios de aquella época. Hice un esfuerzo por recuperar mi identidad y despedirme de la joven mujer.
-Demás está decirle que no sabe cuánto agradezco su amabilidad.
–¡Y tanto! -expresó en estricto catalán-, lo único que quisiera es leer su texto cuando salga publicado.
Le aseguré que así sería. Ella tomó de la cómoda un papel y me lo entregó.
–Puede enviarme la crónica a este correo -finalizó diciendo la Montse.
Mientras bajaba en el ascensor me reía solo, no lo podía creer. La suerte había sido generosa conmigo. Me llevaba la mirada de Galeano al levantarse en las mañanas y la sensación de que el escritor se nutrió de ese paisaje urbano desde su terraza y del paisaje del mar de Poblenou y de Calella que se confundían en uno solo.
Si Ana García Molina me había regalado detalles personales de Galeano y Mariana la calidez de su padrastro, la Montse lo había hecho permitiéndome captar una cierta mirada del escritor uruguayo desde las alturas.
Ahora regresaba a El Cervantes, mientras me acercaba vi a Francisco elevar su mirada. Nos sonreímos como cómplices. Tan amplia era mi sonrisa que algo debió sospechar.
-¡No te puedes imaginar lo que ha ocurrido esta mañana! -le grité como un adolescente.
Calella, octubre de 2021
*Las fotografías fueron facilitadas por el autor, Alejandro Padrón, al editor de La Gran Aldea.
(1)Galeano en Pineda. Ajuntament de Pineda de Mar. Pag. 8.
(2)Librería La Llopa (La loba), la más grande y surtida de Calella. El resto son quioscos y puestos de libros de segunda mano y algunas papelerías.
(3)Ob. Cit. Pag. 8.
(4)Conversaciones con Raimon (1977); Días y noches de amor y de guerra (1978); La piedra arde (1980); Voces de nuestro tiempo (1981); y la trilogía Memoria del fuego, formada por Los nacimientos (1982), Las caras y las máscaras (1984), y El siglo del viento (1986). Ob. Cit. Pag.8.