Con este artículo inauguro “Abierta al tiempo”. Se trata de un espacio permanente en donde publicaré ideas sobre distintos temas que me preocupan y que me ocupan. He decidido llamarlo de esta manera por dos razones. Primero, es mi disposición vital frente a una realidad que se muestra difusa y esquiva. Y segundo, porque son reflexiones que no aspiran ser únicas ni definitivas. En este sentido, todo lo que publique en estas páginas será susceptible a la sana crítica, al debate enriquecedor y a la reflexión compartida.
Hay tres noticias que me han conmovido en los últimos días. Una niña venezolana se ahogó intentando entrar ilegalmente a Estados Unidos. Un joven venezolano falleció cuando llegó a Chile, después de atravesar cinco países. Y una profesora universitaria murió al lado de su esposo, quien a estas horas es atendido por desnutrición severa y deshidratación. Los relatos son devastadores. Evidencian profundas injusticias económicas, sociales y humanas. Quizás me turban especialmente porque me recuerdan a mis afectos más cercanos: soy madre, trabajo con jóvenes y mi mamá es profesora universitaria jubilada de la Universidad del Zulia.
“Detrás de los escoltas intimidantes, de los anaqueles vistosos y del grosero despilfarro, se puede estar configurando una cultura que podría afectar el futuro de nuestra identidad criolla”
Hace unos meses me invitaron a una reunión privada para analizar la situación política, económica y social del país. Era un grupo pequeño. Había intelectuales, académicos, empresarios y opinadores. Los presentes referían a un supuesto “despertar económico”. La mayoría coincidía en ofrecer un diagnóstico esperanzador sobre el futuro de nuestra economía. Alguien afirmó: “La reconciliación comienza en el menudeo, en el intercambio económico”. A esta perspectiva le seguía un clamor de entendimiento con la dictadura. Se reiteraba la necesidad de crear vínculos con el régimen para impulsar este “resurgimiento financiero”. Nunca se habló sobre derechos humanos. Escuché con atención, tomé nota, hablé poco y me fui.
Cuando leí la noticia del profesor Salinas y su esposa, recordé este episodio y me animé a escribir esta reflexión breve. Considero que los recientes análisis sobre el aparente mejoramiento económico de nuestro país son imprecisos en lo científico, indolentes en lo social y reduccionistas en lo político. Ciertamente, en nuestro país hay algunos oasis de ostentación, que no son riqueza ni progreso. Hay lugares en donde una taza de café cuesta lo mismo que una bebida similar en Suiza. Hay restaurantes con ofertas del primer mundo. Y hay tiendas que te trasladan mentalmente a Madrid o Berlín. Existen. Se encuentran territorialmente en no más de diez municipios urbanos del país. Y mientras esto ocurre, la mayoría de los venezolanos sobreviven penurias que impactan irreparablemente su desarrollo personal y social. Sus condiciones de vida son miserables, la pobreza es estructural y la violencia es abrumadora. El empobrecimiento es expansivo y radical. Quizás el estudio que mejor describe esta dinámica es la encuesta Encovi, la cual reveló en su más reciente edición que en Venezuela hay 95% de pobreza.
“Considero que los recientes análisis sobre el aparente mejoramiento económico de nuestro país son imprecisos en lo científico, indolentes en lo social y reduccionistas en lo político”
Ambas realidades están a pocos kilómetros de distancia en nuestro país. Son dos tipos de barbarie que conviven codo a codo, configurando un contexto que nos arroja al sálvese quien pueda y repele al bien común. Es una desigualdad salvaje que trasciende lo evidente. Percibo que, detrás de los escoltas intimidantes, de los anaqueles vistosos y del grosero despilfarro, se puede estar configurando una cultura que podría afectar el futuro de nuestra identidad criolla y de las condiciones que eventualmente podrían permitir o facilitar el desarrollo democrático. Y esa es mi verdadera preocupación. Me inquieta la admiración que despierta en algunos este modo de vida que exprime nuestro gen más entrópico, artificial y presumido; mientras apacigua la bondad, el esfuerzo e, incluso, la alegría genuina.
Este planteamiento es complejo y no pretendo agotarlo en este artículo. Quizás, la pregunta de fondo que debemos hacernos es cómo ha afectado el chavismo-madurismo a nuestros modos de ser. Cuáles aspectos de nuestra situación cultural ha exacerbado, cuáles ha limitado y cuáles ha creado. Me pregunto: ¿Qué quedará de “nosotros” después del éxodo, de la pobreza, de la hambruna, de la tortura, del exilio, de la represión y de la desigualdad? Este es un ejercicio retador en lo intelectual y en lo humano. Descubrirse en las ruinas de lo que alguna vez fuimos es difícil y hurgar en esos escombros para sacar el verdadero esplendor que pueden esconder, será aún más complicado. Con estas preguntas no quiero quitar mérito ni invisibilizar a quienes luchamos todos los días por el país, dentro y fuera de sus fronteras. Con esta breve reflexión, que está abierta al tiempo, aspiro alertar sobre un impulso que yo misma padezco: la tentación de la huida. Esta tendencia a la evasión es humana. Naturalmente, tendemos a la preservación. Pero, al mismo tiempo, entendemos que negar la gravedad actual no la hará desaparecer. Entonces, tenemos el desafío personal y colectivo de encontrar caminos de lucha que no nieguen la realidad, si no que la enfrenten. Me refiero a análisis económicos que no edulcoren la miseria, si no que ayuden a combatirla. Y acciones políticas que no suavicen el diagnóstico de la opresión, si no que lo resistan. Y, por supuesto, disposiciones generosas, sensibles ante el dolor humano, y abiertas a ser bálsamo para aliviar las heridas de quienes nos rodean.
*Periodista, política e intelectual venezolana.