En la aldea
09 febrero 2025

“Dos momentos históricos muy nuestros, solo nuestros: un 4 de febrero de 1992, y la destitución de CAP en 1993: El fin de las certezas democráticas”.

Momentos históricos, no sé si histéricos

Tiempos donde los millennials, la generación Z, y los boomers coinciden en ser espectadores de una crisis bélica por redes sociales. Aunque los más reconocidos canales internacionales de noticias no escatiman esfuerzos en sus análisis en tiempo real sobre el conflicto armado entre Rusia y Ucrania. Una reflexión en primera persona sobre lo que la autora llama “el fin de las certezas democráticas”. Dos momentos históricos contemporáneas que cambiaron la vida de los venezolanos: un 4 de febrero de 1992, y la destitución de Carlos Andrés Pérez en 1993. “Cuando entraron por la puerta grande los discursos del resentimiento, la confrontación, la patria amarrada al socialismo y la muerte”.

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Sonia Chocrón | 17 marzo 2022

En estos días, una de estas noches, mi hija veinteañera se detuvo junto a mi mientras yo seguía con atención alguno de los tantos análisis de la Deutsche Welle sobre la invasión / guerra en Ucrania. Escuchó apenas unos segundos lo mismo que yo (armas nucleares, guerra biológica, el peor y el mejor de los escenarios, rendiciones, bajas, el mundo en peligro) y me dijo con sincera preocupación y hastío: “Mamá, estoy harta de vivir momentos históricos”. Entendí su cansancio.

Nació apenas un año después de la infausta llegada del chavismo a Miraflores; con dos años de edad, durante las protestas del 2002, ya me imitaba tocando cacerolas con un cucharón desde la ventana de mi estudio, veía por la tele marchas y muertos aunque yo tratara de impedirlo, participó en su sillita de seguridad del auto de las colas de 8 horas para poner gasolina, vivió tres días y sus noches un black out que dejó a oscuras al país entero, nos vio ir a votar decenas de veces y después rabiar por fraudes y trampas electorales. Luego fue testigo de la llegada de Nicolás como dudoso ganador de una más que dudosa elección. (¿¡Un millón y medio de electores sin huella digital!?). Y de paso le ha tocado estar confinada y después en estado de semi-claustro por una pandemia que de la nada nos hizo a casi todos víctimas del miedo y la incertidumbre; de verdades, semi-verdades, y bulos. También nos vacunamos con vaya uno a saber qué poción, y seguimos -aún hoy dos años después- usando mascarillas hasta para preguntar una dirección. Y cuando al fin ya parece que estos momentos históricos, tan histéricos, van a comenzar a aplacarse, irrumpe una guerra en Ucrania, invadida por Rusia, y que según lo que acaban de decir aquí como les comentaba, en la Deutsche Welle -que sigue analizando el tema una hora después-, puede desembocar en guerra mundial si el escenario se complica con la OTAN, la UE, la mala uva de Putin y un Occidente disminuido.

“El futuro se hizo borroso, casi imperceptible, inimaginable, en el momento en el que comenzamos a desconfiar, no solo de quienes estaban ‘al mando’, sino de quienes pretendían recuperar algún poder”

Claro que las dos, madre e hija, sabemos que la historia está hecha de hitos. Que no nos tocaron las dos guerras mundiales, por ejemplo, ni la peste negra, ni la gran depresión de 1929/1930, ni el Holocausto nazi, ni la revolución bolchevique, por ejemplo. Es decir, las dos sabemos que a cada quien le toca vivir lo suyo. Su tiempo y sus circunstancias.

Pero lo que sí es cierto es que cuando yo crecí y mientras llegaba a esos mismos 21, tal vez por la ausencia de redes sociales, o gracias a una mejor suerte histórica, a mí lo que me tocó fue hacer un álbum de recortes de prensa a propósito del primer viaje del hombre a la Luna; ver el cambio de la TV en blanco y negro a la imagen a color; dormir en un carro 7 noches después del terremoto del año ‘67; la increíble eclosión de la Perestroika; ser testigo de cómo en Venezuela cambiaban presidentes y rostros cada cinco años (mi padre guardaba los tarjetones y las tarjetitas después de cada elección); llegué a ver bolívares, medios, fuertes y reales de plata de ley que también mi papá guardó cuando las monedas fueron por fin de níquel. Y salvo la guerra de los 6 días que supe por la escuela (hebrea); la escaramuza por las Islas Malvinas que veíamos de refilón en los noticieros; allá muy a lo lejos, el desastre de Chernobyl; y la emocionante caída del Muro de Berlín, no viví nada distinto a la rutina de una estudiante de clase media en la Caracas de los años ‘70 y ‘80. Porque el futuro podía recomenzar cada cinco años con una elección presidencial.

Ni pestes, ni guerras que nos rozaran como amenaza siquiera a este recodo del mundo, ni presidentes que se aferraran al poder a juro; nunca tragué a su edad gas lacrimógeno, no me tocó esconderme en un automercado para protegerme de unas temibles milicias urbanas, ni jamás tuve la desgracia juvenil de ver a una fuerza militar de mi país disparando contra una población civil desarmada. Ni elecciones con máquinas -y odios- entre fanáticos de tal o cual partido, ni inflación en dólares pero en Venezuela, ni inseguridad letal, ni la guinda del pastel que significa ver a los de tu lado vendidos o comprados, que es lo mismo y lo que varía es la cifra.

“No viví nada distinto a la rutina de una estudiante de clase media en la Caracas de los años ‘70 y ‘80. Porque el futuro podía recomenzar cada cinco años con una elección presidencial”

En suma, que en los años ‘80, cuando estaba yo con su misma edad, la vida trascurría como se esperaba que transcurriera: con escollos, sí, alguno que otro momentum, buenas y malas nuevas, pero salvables, y con la posibilidad de hacer planes a futuro.

De aquí que no sorprenda la cantidad de jóvenes venezolanos que se ha marchado y se siguen marchando del país como única forma de recuperar el futuro. Y es que creo que el secreto está en la palabrita. Futuro. Todo mundo quiere uno. Tomo mundo quiere el suyo. Llámese pareja, automóvil, casa propia, empleo digno, bonanza, oportunidades. Mucho me temo que en Venezuela las pocas oportunidades que existen se resumen a una u otra forma de enchufe a las élites que manejan los hijos del poder.

¿Pero cómo se fue el futuro?, ¿cuándo se nos escapó?

Desafortunadamente, el futuro se hizo borroso, casi imperceptible, inimaginable, en el momento en el que comenzamos a desconfiar, no solo de quienes estaban “al mando”, sino de quienes pretendían recuperar algún poder para devolverle a Venezuela la fantasía prometida: estabilidad, democracia, viabilidad, reconfiguración de las estructuras, un poco de honestidad, un poco de verdad, un poco de fe en el otro, un poco de hechos tangibles, concretos. Instituciones probas y eficientes. Alternabilidad y justicia.

El futuro se hizo esquivo cuando asistimos al desfile de veletas de rumbo confuso, apenas esquivando -como si tal cosa- peñones del tamaño de fraudes, engaños, batallas inútiles alrededor del mundo, riquezas repentinas (tan repentinas como el nacimiento de un champiñón, o de una Venus desnuda), reuniones secretas, pactos ciertos o no, reiteraciones que durante más de 20 años conocemos de memoria por lo infructuoso de sus resultados; y que cuenta con la propia aprobación hasta de un equipo electoral de surfistas de olas a conveniencia y con currículum previo (el mismo millón y medio de electores fantasma son su aval).

Esto no significa que para mí el origen de todos los males tenga su raíz solo en la acera de enfrente. El origen -que algunos sitúan en los 40 años de democracia, y claro que de eso algo hay, a no dudarlo-, prefiero ubicarlo en dos momentos históricos muy nuestros, solo nuestros: un 4 de febrero de 1992, y la destitución de Carlos Andrés Pérez en 1993: El fin de las certezas democráticas.

Cuando entraron por la puerta grande los discursos del resentimiento, la confrontación, la patria amarrada al socialismo y la muerte (nunca más literal), el dinero a manos llenas y en la boca el discurso de que ‘ser rico era malo’, para que creyéramos que la corrupción se acabaría en un santiamén cuando comenzáramos a deshacernos de “los excesos” empezando por el avión presidencial, “el chupadólares”.

Los llamados millennials, y la generación Z, mi hija, vuestros hijos o nietos. El dinero que ahora ya no es malo si el dueño es Usted. Esta etapa endógena que no padecimos los boomers pero que le agrega peso y pesar a los hechos históricos del resto del mundo en esta esquina maltrecha que ya casi no es país sino una vaca lechera, que no es una vaca cualquiera, que da leche condensada, ay que vaca tan salada.

Termina el programa noticioso de la televisión alemana en español. Me queda claro que la historia no se detiene. Que los momentos históricos son un viaje impredecible que nos toca a todos, antes, ahora, después.

Solo que algunos, como nosotros, ya llevamos exceso de equipaje.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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