La inacción de la sociedad venezolana en materias políticas se relaciona con la falta de informaciones sobre lo que sucede en el contorno. La dictadura ha logrado con éxito la asfixia de los medios de comunicación, hasta convertirlos en elementos inocuos que manejan unos burócratas diligentes en el uso del alicate que tienen sobre el escritorio, afilado y a la mano. No se afirma aquí nada nuevo, debido a que seguramente la mayoría de los lectores esté enterada de las razones que la mantienen en el limbo de cada día, pero parece prudente alguna observación sobre los nexos que se establecen entre los supervisados y el supervisor en una materia fundamental para la orientación de los asuntos públicos.
No se trata ahora de los vínculos con los medios adquiridos por la dictadura, o comprados por sus agentes, debido a que en tales casos se trata de una operación de compraventa, no solo de un objeto material llamado periódico o estación de TV, sino también de sus habitantes. La adquisición de esas empresas no solo incluye bienes materiales, como edificios, linotipos, tinta, cámaras, computadoras y enseres de oficina, sino también personas que las usan o manejan. Podrán continuar en el oficio si se apegan a las instrucciones del nuevo mandamás; o si, en casos excepcionales, llegan a acuerdos de convivencia que no los conviertan en esclavos, sino solo en manumisos, para que todo marche sobre ruedas en los empeños del ayuno noticioso.
Pese a la prepotencia de este tipo de operaciones, o precisamente porque no se pueden ocultar, los usuarios de tales cosas que se compran y se venden saben que no se trata de situaciones relacionadas con el cariño verdadero, como dice el pasodoble, sino de otro tipo de trajines que alejan en lugar de acercar, que multiplican las perspicacias y las desconfianzas. Porque, por fortuna, si usted habita en el purgatorio, o en una paila del infierno, la publicidad del paraíso socialista conduce a un cambio urgente de canal, o a abandonar la vieja costumbre de leer el diario.
El caso de los medios que solo encuentran la sobrevivencia en la autocensura es otro asunto, seguramente más comprensible, más digno de paciencia y entendimiento, pero también susceptible de provocar suspicacias, dudas y distancias. Los medios radiofónicos más sintonizados, especialmente. ¿Por qué? Porque parecen independientes y no lo son, o porque huelen a autonomía para que se engañe el olfato de los usuarios, o porque cada vez que muestran los dientes lo más probable es que no muerdan la mano del mandón sino la oreja de quienes los escuchan desde la poltrona de su candor, o desde las ganas cada vez más voraces que tienen de ser engañados para imaginar que de veras existe una lucha de micrófonos contra los intereses del régimen.
Pero la verdad es que tales medios hacen meticulosos exámenes de los temas que deben tratar, de cómo abordarlos sin sembrar ronchas rojas-rojitas; y, en el caso de los invitados que necesitan para que funcionen sus programas, los antecede una especie de junta médica sobre sus atrevimientos, sobre la pata de la cual chuequean, para evitar la patología de las disonancias en el estudio y, por lo tanto, para que se mantenga la media lengua de las trasmisiones que ha impuesto el señor del alicate. Como se trata de situaciones de supervivencia, de seguir la dirección de un regulador supremo porque, si no, pierdo la licencia, los ingresos por publicidad y la compañía de voces fundamentales para el público, o porque es mejor poco que nada, las críticas severas y las fiebres de moralidad tal vez salgan sobrando. Eso me lo dijo un día mi viejo profe Maquiavelo. Sin embargo, solo un sordo puede dejar de hacerlas y tenerlas.
Especialmente cuando hay portales que son bloqueados y perseguidos debido a sus batallas contra la censura, hasta el extremo de contar historias y exponer evidencias que sacan de quicio a los supervisores. Y, asunto de mayor relevancia, cuando hay periodistas presos o perseguidos y exiliados porque dicen la verdad, o por su compromiso con las obligaciones de su profesión. Son contrastes que no deben escapar a la mirada del opinador, pese a que sus opiniones apenas merezcan la fugacidad de quien las lee. Voy para tres décadas criticando a la dictadura, sin que los mandones se hayan tomado la molestia de exigir a los editores que me expulsen de la circulación. Tal vez el tipo de opiniones que expreso no sean una amenaza para el chavismo, y por eso circulan sin trabas. Quizá ya esta especie de mini simulaciones de ensayos semanales no pone a temblar a los poderosos, como sucedió alguna vez en el pasado, o ya ni tierrita levantan.
De lo cual no se debe deducir que busco rejas y silicios, sino solamente adelantar que nada de lo escrito cambiará la atmósfera de silencios y complacencias que predomina en la comarca de la desinformación. El show debe continuar.