La invasión rusa a Ucrania viene a demostrar, una vez más, que los humanos prefieren vivir de la esperanza a tener que afrontar la realidad. Pero como es bien sabido, vivir esperanzados siempre acarrea la posibilidad de morir en el desengaño. Debemos creer en la hermandad, la paz y el amor, aunque los hechos digan otra cosa. No hay modo de vivir sin fe. De esta manera la historia se convierte en la primera víctima de la comprensión del hombre y su existencia. ¿Qué lecciones puede aportar la Historia si debe afrontar la pétrea resistencia de quienes prefieren creer sin comprender?
Para dejar constancia de la universalidad del autoengaño se creó la ONU. Los horrores de la guerra sirvieron para imaginar un mundo en paz. ¡Nunca más los horrores del genocidio!, ¡nunca más el exterminio en masa! Con la presente crisis en Ucrania, se consolida el papel de la ONU como alegoría al patetismo pernicioso e inútil. ¿Alguna teoría de la conspiración?, ¿infiltración de actores diabólicos prestos a fomentar el caos mundial?
En lo absoluto. Las buenas intenciones existen para empedrar el camino al infierno. Nadie en su sano juicio propondría la guerra como opción. La fe y la esperanza deben quedar a salvo. Por lo tanto, el agotamiento del modelo eudemonista nunca será admitido. Resulta imprescindible vivir la fantasía del amor y la hermandad. Al amparo de su contexto histórico, la ONU muestra una organización con una lógica autoreferencial, una entidad que se retroalimenta y define su rumbo a partir de sus propias decisiones. Como efecto bola de nieve, Occidente se ha venido fabricando su propio cadalso.
Las proclamas y resoluciones emanadas de la ONU, desde su creación, mostraron una contradicción insalvable: se promovieron los procesos de descolonización con la consiguiente formación de nuevos estados nacionales, y al mismo tiempo, se pretendió imponer la paz y el respeto de los Derechos Humanos. ¿Y dónde está el contrasentido? Muy simple, la historia de la humanidad ha dejado constancia irrefutable sobre la lógica política implícita en la disolución de los imperios. La gradual disolución de estos acarrea la formación de nuevos poderes territoriales y nacionales. Pero la consolidación de las nuevas entidades, con ejercicio pleno de soberanía, solo se logra cuando un poder alcanza su dominio sobre otros competidores. Es una lógica implacable.
La implantación de un nuevo dominio no necesariamente se produce por idílicos acuerdos de paz, amor, hermandad. La fuerza y la guerra suelen hacerse presentes. ¿Cómo puede extrañar que las guerras nacionales, locales, étnicas, tribales, etc. permearon la segunda mitad del siglo XX, a pesar de los llamados a la paz y la hermandad? Negando la historia y la naturaleza del poder. En el año 1970, a la breve distancia de 25 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, en el planeta del bípedo omnívoro racional, “se produjeron más de 100 guerras u otros conflictos de carácter internacional”.
Si la humanidad “disfrutó” de un período de relativa paz, no fue por falta de guerras. Y menos porque se haya producido el triunfo de Eros sobre Thanatos. Los conflictos regionales, nacionales, y locales siguieron su curso, al igual que las prácticas de exterminio masivo. Si de guerras se trata, la producción aportó para todos los gustos: fría, caliente, sucia, (¿existirá la guerra limpia?) tribales, nacionalistas, religiosas. Demasiadas guerras y demasiada descolonización pacífica, para aterrizar forzosamente en la pista de las tiranías que garantizan la paz por medio de la política como guerra. Para finales de la década de los ‘80, en 90 países de los aproximadamente 140 existentes, dominaban regímenes autocráticos en los cuales la doctrina de los Derechos Humanos es una treta del imperialismo y el colonialismo para limitar la autodeterminación de los pueblos.
Tras la caída del Muro de Berlín el pacifismo se vio fortalecido. La fe en la paz y la hermandad mostraron resultados contundentes. En Europa nacieron nuevas naciones solo por el efecto derrumbe del imperio soviético. Los arsenales nucleares parecían una semblanza del anacronismo belicista. La globalización condujo a un mundo mucho más interconectado, la unificación alemana disipa las dudas sobre la pureza de sus inclinaciones pacifistas. Europa se vuelve sobre sí misma. Para los europeos el modelo del Estado Nacional comienza a ser visto como un relicto. El imperialismo yankee se va quedando solo en el ejercicio de la gendarmería del mundo libre. Sectores europeos anti-imperio, llegan a ver en Rusia un nuevo mejor amigo.
Desde finales de los ‘80 se consolida la tendencia ideológica caracterizada por el reforzamiento de la culpa de Occidente. Sus excolonias o zonas de influencia, pobladas por menores de edad, se muestran como las víctimas de un proceso histórico que obliga a reparar o resarcir las deudas heredadas del pasado colonial: Ahora la paz es el negocio, mucho más edificante y sin las impurezas del negocio de la guerra. Las frondosas burocracias ONU deben emprender la dura tarea de corregir los entuertos coloniales. Miríadas de ONG se organizan en torno a los caudalosos recursos enviados para colocar los paños tibios que reclama la expiación de las culpas imperiales.
Las leyendas negras autoflagelantes no nacen en la ONU. Surgen en las academias, universidades y centros científicos politizados y castrados por el eudemonismo. Los organismos internacionales se convierten en las cajas de resonancia para divulgar los prejuicios usualmente revestidos con pseudociencia. Se alimentan las leyendas negras del pasado colonial, se impulsa la corrección de la historia. Como si los chinos fuesen inocuos mercaderes, se asumió el logro de la paz perpetua. Había que ocuparse de temas como el calentamiento global, la equidad burocrática de acuerdo a preferencias sexuales, la beatificación de la naturaleza, el respeto a la vida hasta de los más feroces criminales y la atención a los efectos migratorios provocados por las tiranías pero asegurando la pervivencia de estas. Son las verdaderas preocupaciones de Occidente.
Pero en eso llegó Vladímir Putin y mando a parar. Y para completar la bofetada al pacifismo, el nacionalismo ucraniano encarnado en un tal Volodímir Zelenski, apeló a la guerra como única vía para hacerse respetar y salvar el honor patriótico. Debió rendirse y negociar como recomienda la moda pacifista. Nadie en su sano juicio podría ofrecer la guerra como la mejor opción. Pero dejarse sorprender con los calzones abajo, tal como le ha ocurrido a Europa, es una alegoría a la dejadez política que solo en un ex país como Venezuela podría ocurrir.
La historia muestra su inutilidad, la guerra debe ser descartada para mantener la fe, aunque eso pueda tener el precio de soportar las tiranías. La amenaza nuclear persiste, y ante eso nada mejor que la oración. La capacidad autodestructiva del homo sapiens sigue intacta, siempre estuvo allí pese a las caretas del amor y la paz. Muchos anticipan el error al despachar a Putin como un loco escapado de su redil. Olvidan la enseñanza histórica: “Incluso bajo la apariencia de paz, la lucha entre las naciones sigue su curso”… ni siquiera hay paz en la lucha económica, aunque muchos crean que la política es un conjunto de recetas para alcanzar la felicidad.