Parecerá una perogrullada, pero en estos tiempos en los que distintas organizaciones políticas venezolanas se atribuyen con exclusividad la condición de “oposición”, vale recordar que el objetivo de la oposición al gobierno chavista es lograr un cambio político. Debido al deterioro grave de las instituciones democráticas en Venezuela, los adversarios del PSUV han tenido que recurrir a tácticas no estrictamente electorales para cumplir con su propósito. Idealmente, el cambio sería negociado con la cúpula chavista, o al menos una parte de ella, en aras de la paz y el orden en el país. Y más allá de lo que se piense en términos morales de tal escenario, sigue siendo el más probable debido a la debilidad de la oposición que no tiene el poder para desatar un cambio total inmediato.
Ahora bien, naturalmente, el chavismo no está interesado en una negociación de esa índole. ¿Por qué compartir temporalmente el poder, y luego arriesgarse a perderlo en una elección libre, cuando puede seguir ejerciéndolo en solitario por tiempo indefinido? Una vez más, la oposición se ve obligada a ser creativa. Entra entonces en juego el factor de la presión. La disidencia tiene que presionar a un gobierno desinteresado en negociar, para que cambie de parecer.
Las experiencias previas de transiciones democráticas alrededor del mundo muestran que esa presión puede ser de dos tipos, dependiendo de la fuente geográfica: interna y externa. La interna consiste básicamente en la movilización de los ciudadanos. Protestas que exigen un orden político más justo. La externa, el aislamiento diplomático y sanciones por parte de otros Estados interesados en ver un cambio político en el país en cuestión. O en la pérdida de un apoyo extranjero vital para la estabilidad del régimen.
El cambio político se hace más probable cuando ambas formas de presión actúan de forma conjunta. Podemos pensar en varios ejemplos, todos ellos parte de la última oleada importante de democratización en el mundo, en palabras del politólogo norteamericano Samuel Huntington. Augusto Pinochet supo en 1988 que no podría seguir mandando dictatorialmente de cara a la movilización exitosa de sus adversarios en un plebiscito sobre su continuidad en el poder. Pero además, se estaba volviendo una anomalía en la medida en que otras dictaduras militares del Cono Sur (Argentina, Uruguay, etc.) daban pie a transiciones democráticas. Además, la disposición de Estados Unidos a apoyar regímenes autoritarios anticomunistas cayó con el fin de la Guerra Fría.
Asimismo, el régimen racista del apartheid en Sudáfrica fue sometido a una retahíla de sanciones internacionales en la década de 1980, mientras que las manifestaciones en su contra se desarrollaban en su territorio. En esa misma década, las protestas del movimiento Solidaridad sacudieron a la dictadura comunista polaca, que debido al desmoronamiento de la Unión Soviética no contó con el respaldo militar de Moscú para aplastar las expresiones de descontento, como sí ocurrió en Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968.
¿Qué tiene que ver todo esto con Venezuela? Pues que la oposición venezolana no ha sido capaz de combinar las dos formas de presión. Alternativamente, se enfocó en una y descuidó la otra. Tratándose de un gobierno que se ha mostrado dispuesto a asumir costos bastante elevados, una sola forma de presión al parecer es insuficiente y cualquier estrategia que con tal limitante está condenada al naufragio.
En 2014 y, sobre todo, 2017, la dirigencia opositora creyó que la presión interna bastaría para lograr su objetivo. Fueron esos los años de las mayores oleadas de protestas que el país haya visto en lo que va de siglo XXI. Pero, si bien hubo gestos de rechazo a la represión por parte de varios gobiernos extranjeros, la presión externa en aquel entonces fue poca, restringida a sanciones individuales sobre un puñado de cabecillas del chavismo. Al final del ciclo de 2017, no solamente el régimen no había hecho ninguna concesión, sino que fue un paso más allá en el desmontaje de la institucionalidad democrática al convocar una “Asamblea Nacional Constituyente” que no redactó ninguna constitución pero sí legisló en paralelo a la Asamblea Nacional controlada por la oposición. Ello generó una inmensa frustración entre los ciudadanos, muchos de los cuales desde entonces son reacios a la protesta de calle por miedo a ser reprimidos en vano. Resultado: una inmensa desmovilización.
Luego, en 2019, se volteó la tortilla y la oposición lo esperó todo de la presión internacional. Fue cuando Estados Unidos emitió sanciones contra la industria petrolera venezolana, principal fuente de ingresos para la élite gobernante. Ocurrió con un entorno regional favorable a esta política de “máxima presión”, pues en Latinoamérica había muchos gobiernos que la favorecían, como el de Iván Duque en Colombia o el de Mauricio Macri en Argentina. Sí hubo algunas manifestaciones de calle en aquel año, sobre todo en los primeros días tras la formación del llamado “gobierno interino” de Juan Guaidó y durante el levantamiento fallido del 30 de abril. Pero nada que asemejara las protestas de 2017, ni en constancia ni en volumen. Así que el aislamiento y las sanciones en solitario no pudieron cumplir su cometido. Pero ahora será más difícil aún. A partir de 2019, la oposición venezolana perdió aliados en Argentina, Bolivia, Perú, Chile y Colombia, donde dirigentes de izquierda, afines al chavismo o críticos pero reacios a presionarlo, llegaron al poder tras ganar elecciones. Brasil muy pronto pudiera irse por ese mismo camino.
Henos aquí ahora, con ambas fuentes de presión debilitadas. Al no poder combinarlas, la oposición pudo haberse quedado sin el chivo y sin el mecate, como se dice coloquialmente. Fortalecer la presión internacional será bastante difícil con este nuevo vecindario latinoamericano. Revivir la presión desde adentro de Venezuela también costará, habida cuenta de la crisis de representatividad que separa al liderazgo opositor de las masas descontentas. Pero al menos es algo que depende exclusivamente de la dirigencia local. La preparación para las elecciones presidenciales de 2024 acapara la atención. Los comicios serían una oportunidad para volver a movilizar a la población, pero solo si los líderes presentan un plan convincente. ¿Será eso lo que ponga fin al estancamiento de la oposición y la reivindique luego de las oportunidades desperdiciadas?