No deja de sorprender ese afán generalizado de hacerse un selfie, que ha incluso costado la vida a más de una persona por el deseo de tomar la foto en un lugar o situación peligrosa. De tener Narciso un Smartphone a la mano tal vez, en lugar de quedarse atrapado por el reflejo de su imagen en las aguas del estanque, habría procedido a tomarse un selfie tras otro e inundar las redes sociales. Aquello sería sin duda un festín de likes y signos de aprobación.
Acaso la clave del fenómeno esté en el individualismo expresivo (Taylor), para el cual “la autenticidad personal se encuentra por la actuación (performance) de los deseos íntimos”. En el caso, ser reconocido y admirado. Tomada de esta manera, la autenticidad más que llevarla a cabo nos aleja de la realización. El amor personal y el olvido de sí que lo acompaña son más importantes.
En algún lugar de su obra, Tagore lo ha expresado bien con una parábola. El amante llega a la puerta de la amada, que encuentra cerrada. Al tocar, oye que desde dentro preguntan -como es usual- “¿quién es?”. Y sin vacilar responde: “Soy yo”. La puerta permaneció cerrada.
Tiempo después, vuelve el amante en busca de su amada. El amor mismo, como fuego íntimo, lo ha purificado. Dice entonces el poeta: llega a la puerta y llama. Cuando de nuevo oye la pregunta “¿quién es?” responde ahora preguntando a su vez: “¿Eres tú?”. La puerta se abrió1.
Es típica, e insustituible, la expresión ‘te amo’. Pero el amor va a la otra persona, no se queda en la consideración del acto propio. Si así fuera, tendríamos quizá que lidiar con esa hiperreflexión que ha descrito Viktor Frankl y ha señalado como algo que perturba en su raíz la unión conyugal.
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El amor trae consigo, en el buen sentido, el olvido de sí: la autotrascendencia realizada. Desde luego, no un estar fuera de sí de individuo alienado ni el mostrarse como un espectáculo del exhibicionista.
Hablamos de la unión lograda del yo/tú, gracias a la cual se forma una intimidad compartida. Sin aniquilación de los sujetos sino, todo lo contrario, con pleno ejercicio de su actividad personal, el conocimiento y el amor, que llevan al cuido de la persona amada. Por eso quien, desentendido de sí, se entrega en el amor, se halla más plenamente. Ha cruzado ese umbral del yo disminuido, cerrado sobre sí. Ha vencido, podemos decir, la fuerza gravitacional que lo ataba a un yo preso de sus deseos y sus temores, casi neurótico.
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La salida de sí puede comenzar con la admiración, algo muy descuidado -por extraño que parezca- en este mundo nuestro donde se multiplican sin cesar los impulsos electrónicos de las diversas llamadas de atención.
Volvamos al Principito de Saint-Exupéry. Un día llegó a su planeta una semilla diferente. Aquello lo puso en guardia y comenzó a vigilar para ver qué germinaba. Ha dispuesto de esta manera su atención, la conciencia donde podrá tener lugar el prodigio. Y sí, de aquella semilla bajo sospecha, una mañana brotó una rosa. ¡Qué hermosa eres!, fue lo que pudo decir el Principito maravillado ante la aparición de aquella flor que cambiaría su vida.
Belleza contemplada, que absorbe la atención y nos sacude. No sex appeal, tantas veces divorciado de la belleza, que lejos de movernos a trascender, desata el deseo de posesión. La belleza perfecta solo es poseída en el acto de contemplarla.
Será entonces la belleza de la persona -en su rostro, en sus acciones-, o la belleza de una inteligencia que con su brillo ilumina algo que hemos de entender. Belleza de la obra de arte que, de alguna manera, detiene y preserva el esplendor de una belleza que pasa.
La belleza del paisaje natural no dejará de encantar. Pero también la belleza de la ciudad en paz, que se hace hermosa en sus calles, sus edificios, sus plazas, sus monumentos. Aquel graffiti, tan contemporáneo, ¿no es una negación performativa de la belleza, en beneficio de la expresión de un yo recrecido?
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Quien admira y ha salido de sí, amará lo admirado y buscará protegerlo. La hiperreflexión, por el contrario, es un punto extremo en esa atención a sí misma que toda persona, de manera concomitante, tiene al actuar. Pone el yo por delante y todo lo valora y lo mide con relación a sí y a sus estados subjetivos.
Se puede decir ‘punto extremo’ porque supone concentrar la atención en el yo que actúa más que en el contenido de la acción. Es lo opuesto a esa buena absorción zen en lo que hacemos -disparar una flecha al blanco-, de tanta difusión en cierta literatura de autoayuda.
El hyper deriva de nuestra mayor tensión al actuar, efecto de una angustia expectante que teme la aparición de algún síntoma molesto o, simplemente, que teme el fracaso. Conduce así a una hiperintención donde parece que lo que puede proporcionar seguridad es la atención al yo y el esfuerzo por el que alcanzaríamos el éxito. En realidad, ocurre lo contrario. Al centrarse en el yo, se impide la buena actividad, que supone atención preferente al objeto y ese casi sentido artístico al realizarla.
En una estructura de personalidad en la cual lo que importa es mi sentimiento, su expresión (auténtica) y su validación por el grupo, no habrá lugar para el amor. El sol mismo girará en torno a nuestro yo. Narciso quedará para siempre prisionero de su propia imagen.
Quizá la diferencia se haga evidente en el baile. El baile tradicional implica la proximidad de la pareja, que sigue un mismo compás; o esa armonía de movimientos que se da en el reyhani turco, el joropo o el huapango. En la discoteca atestada de gente en cambio ella baila sola.
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La admiración tiene un elemento de sorpresa, en cuanto que aquello que llama nuestra atención supera lo cotidiano, podríamos decir, lo ordinario. Más bien, trae consigo gracia de aparición.
Por eso, lo que sorprende y es admirado será algo bueno, hermoso (no algo deforme, torpe, monstruoso). Nuestra admiración aprueba y asiente a eso bueno-y-bello que nos ha sacado de nuestro encierro.
No solo conmueve sino que, precisamente por su bondad y belleza, llena de gozo. Deja contento, satisfecho a quien, sin embargo, no ha buscado nada suyo al admirar. Al propio tiempo, nos lleva a empinarnos sobre nosotros mismos y nuestra condición: procuramos ser mejores para, de alguna manera, hacernos dignos de la bondad y belleza admirada. Ocurre en el amor de la pareja, ocurre igualmente en la amistad.
La amistad plena -explicará Aristóteles2– se da entre personas virtuosas, seres maduros que han cultivado sus cualidades personales. Así, el amigo valora y admira al amigo, en un ir y venir recíproco que cimenta y acrecienta la confianza mutua.
Se suele pensar que lo peor que puede ocurrir en una amistad es el estallido de un desacuerdo que, sin duda, puede romper el vínculo cordial que los unía. Pero también puede recomponerse, si la base de aprecio mutuo no ha sido dañada. En cambio, la desilusión con la otra persona condena la amistad sin remedio.
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Puede cultivarse el sentido de admiración en lo cotidiano, el mundo que nos rodea. El poeta de las odas elementales cantará a una gaviota, al diccionario, al aceite, a la alcachofa, al cactus, “pequeña masa pura de espinas estrelladas”… y sus metáforas recogerán el sentimiento que puede despertar lo real, habitado por el misterio de la existencia. Stevenson3 dirá así como el verdadero realismo siempre y en todas partes es el de los poetas: “hallar dónde reside la alegría (joy) y darle voz bastante más allá del canto”.
Ese sentido admirativo, casi una actitud, dispone a la persona para el respeto a lo natural, tan alejado del radical afán de poseer que no vacila en hacer tabla rasa de la Naturaleza para llevar a cabo un determinado proyecto tecnológico.
Dispone también a lo que podemos llamar un modo artístico de llevar a cabo cualquier tarea. Aquel cantautor se maravilla de “tu manera de poner la mesa”, y el gran poeta nos invitaba a escribir despacito y con buena letra porque “el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas”. Anida entonces en la tarea más sencilla un espíritu contemplativo, que nos rescata del agobio de lo prosaico.
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En la literatura no dejaremos de encontrar la oportunidad para un completo salir de la circunstancia. Evasión lo llamarán algunos, casi con aires de reproche moralizante. Tolkien, maestro de la ficción literaria, ha respondido con sencillez: ¿Qué tiene de malo que alguien encerrado en una prisión sueñe evadirse, al menos con la imaginación?, ¿hemos de limitarnos a contemplar las paredes y barrotes que encierran nuestro afán de infinito? Tolkien apunta a ese elemento de maravilla, que puede darse en esas historias –fairy stories– donde de alguna manera salimos del encierro que pueda producir lo de todos los días y nos elevamos a lo que trasciende.
Desde luego, ello no impide ni niega el sentido de lo real. Cuando don Segundo Sombra narra el apólogo de pobreza y miseria, que cautiva a su oyente y le ayuda a superar el sentimiento de pérdida por su fracaso en las apuestas, se detiene un momento y -dice la narración-: “miramos alrededor la noche como para no perder contacto con nuestra existencia actual”.
Como en ese episodio de la novela, no cabe duda que la enfermedad o un fracaso pueden hacernos recaer en un obsesivo pensar sobre nosotros mismos. Sería necesario un mayor impulso del amor para sobreponerse a esas situaciones en las cuales se comprende bien que la evasión literaria preste cierto alivio.
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El olvido de sí se nutre ante todo de ese amor de sí originario, que no debe confundirse con el amor a sí mismo electivo y programado. Se oye decir con frecuencia que hemos de comenzar por amarnos a nosotros mismos, sin lo cual -se afirma como algo evidente- ¿cómo podremos amar a otros? Pero en ello se esconde la trampa de una cultura que, al privilegiar el sentimiento, toma el yo como centro y medida del amor y nos encierra en el egocentrismo.
En ese contexto, la afirmación termina siendo engañosa. El amor de sí originario conduce a la trascendencia. En su formulación más clásica está representado en aquel “nos hiciste, Señor, para Ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti” de San Agustín al inicio de sus Confesiones.
Es el deseo radical de plenitud y felicidad, que habita en cada persona y la lleva al amor de lo bueno y bello. Que la puede llevar al amor personal. Lejos entonces de estar cerrado sobre sí, tiene un impulso centrípeto y, cuando alcanza lo admirado, se cumple como un silencioso olvido de sí.
El amor de sí originario nos lleva a ese olvido de nosotros mismos donde se realizan de forma plena los actos más personales de conocimiento y amor.
(1)En uno de sus Pájaros perdidos (93), el poeta lo ha dicho con la fuerza que aporta la concisión: “Dijo el poder al mundo: «¡Eres mío!» Y el mundo lo cogió prisionero sobre su trono. El amor dijo al mundo: «¡Soy tuyo!» Y el mundo le dio casa libre”.
(2)Ética, VIII, 3.
(3)Citado por William James, “On a Certain Blindness in Human Beings”, Writings 1878-1899, The Library of America 58, 1992, p. 846.