No fueron pocos los venezolanos que subestimaron la capacidad de Nicolás Maduro para mantenerse en el poder. Tanto en el liderazgo opositor como en la base. Desprovisto del carisma de Hugo Chávez, se le juzgó como un sucesor incapaz de seducir a las masas por mucho tiempo. Eso ha sido cierto hasta ahora. Maduro ha sido abrumadoramente impopular durante casi todo su mandato. El error estuvo en menospreciar su destreza para preservar la hegemonía chavista por vías no democráticas y para mantener a raya a rivales dentro de la élite gobernante. Casi diez años después de la muerte de Chávez, aquí estamos, con Maduro al frente, una oposición que no logra desafiarlo con eficacia y sin ningún contendor dentro del chavismo (hasta el llamativo Rafael Lacava tuvo que salirle al paso a rumores sobre sus aspiraciones, aclarando que no tiene intención alguna de competir con Maduro). En resumen, el gobierno chavista, con Maduro a la cabeza, luce estable en el corto y mediano plazo.
Puede que el propio chavismo haya contribuido con esa imagen de Maduro como líder débil, al basar su legitimidad en la unción que le hiciera antes de morir el popular fundador del movimiento, al cual de paso mitificaron hasta más no poder, opacando así el papel del propio Maduro. “Todo lo que hacemos está bien, porque así lo quiso el comandante Chávez”. Pero eso se vio sobre todo al principio del chavismo sin Chávez, cuando sus herederos todavía sentían un mínimo de necesidad de gobernar con el respaldo de las masas. Ya dejó de ser así, pues encontraron formas de ejercer el poder en contra de la voluntad ciudadana mayoritaria, sin que su estabilidad corra peligro.
No es casual que, mientras tanto, cada vez menos la dirigencia chavista recurra al recuerdo del fundador para legitimarse. Tan es así que la otrora orwellianamente ubicua imagen de los ojos de Chávez figura menos en las calles del país, según reseñó hace unos meses la agencia Bloomberg. Esas imágenes, dispuestas hace años en murales y edificios, se han ido desgastando hasta quedar borradas o casi borradas, sin que se les haga el respectivo mantenimiento. Un indicio de que el culto a Chávez ya no es tan importante.
En cambio, Maduro comenzó a cosechar su propia imagen de “gran líder”. Eso precisamente es el dibujo animado de “Súper Bigote”, por ejemplo. No es muy original. Otros mandatarios antidemocráticos, como Vladimir Putin en Rusia o Gnassingbé Eyadéma en Togo, se han inventado alter egos de superhéroes. De paso “Súper Bigote” es a fin de cuentas una copia de Supermán, un producto cultural estadounidense (ah, la “descolonización del pensamiento”; se perdió el dinero en impresiones de Para leer al Pato Donald, Biblia de la extrema izquierda latinoamericana en materia de denuncia del “imperialismo cultural”). Pero indiscutiblemente es una nueva realidad. De hecho, justo cuando estas líneas eran redactadas, Maduro presentó una muestra de artículos escolares cuyo tema es “Súper Bigote” (morrales, cuadernos, etc.). Antes, solo a Chávez le correspondía ese “honor” en la fabricación y distribución de útiles (por ejemplo, su imagen aparecía en libros de texto y no precisamente por razones de información histórica).
Estos cambios en la simbología oficialista no son baladíes. Explicaba Roland Barthes que los signos tienen el papel de crear mitos cuya función varía. Una de las posibles funciones es la preservación de un statu quo. ¿Qué es entonces lo que Maduro aspira a preservar, en medio de los cambios de los últimos años? Pues, presumo yo, la noción de que la misma elite gobernante, antes encabezada por Chávez y ahora por él, tiene derecho a conservar las riendas del país, incluso si para ello ha tenido que hacer reformas. Es un mensaje que intenta simultáneamente generar simpatías hacia lo nuevo y dejar claro que a cargo seguirán las mismas personas. ¡El cambio no es de rostros!
“Súper Bigote” sería así no solamente el sujeto que combate a Estados Unidos y otros “enemigos de la patria”. También, con su imaginaria fortaleza inexpugnable, es el símbolo del mito de una nueva Venezuela que, ahora sí, luego del descalabro humanitario desatado en 2014, verá cumplir la promesa de una sociedad próspera y feliz. No en balde Maduro ahora se la pasa jactándose de una supuesta recuperación de la economía venezolana, el primer crecimiento del Producto Interno Bruto en casi una década. No importa que más bien se trate de un pequeño rebote y que el piso que lo impulsa sea un equilibrio extremadamente frágil (téngase en cuenta nada más la subida del dólar en agosto y sus consecuencias inflacionarias). No importa tampoco que los beneficios del nuevo modelo vayan principalmente para un porcentaje ínfimo de la población y que el resto siga en una situación misérrima. Para intentar borrar todas esas manchas están el mito del que habla Barthes, así como el simbolismo asociado.
Chávez fue el hombre del cuasi estalinismo. Tanto así que una de sus citas más tristemente memorables es “¡Exprópiese!”. Fue el hombre de los controles de precios y de cambio ad infinitum. El que convirtió el ideológicamente vago Movimiento Quinta República en un Partido Socialista Unido de Venezuela de inequívoca orientación hacia la izquierda radical. Maduro cumplió el mismo papel y hasta pudiera decirse que lo llevó a un nuevo extremo… Hasta que ese modelo dejó de ser viable para la supervivencia de la élite gobernante. Luego de que el Estado fuera usado de manera extractiva hasta dejarlo arruinado, hizo falta un giro que mantuviera en marcha los engranajes de la distribución de recursos entre quienes garantizan la continuidad del régimen. Entonces entró en acción lo que algunos llaman sarcásticamente la perestroika bananera: la reducción enorme del gasto público, el retiro de controles, privatización de empresas estatizadas (eso sí, a menudo entre amigos de la élite gobernante), la creación de “zonas económicas especiales” para atraer capitales extranjeros, etc. Maduro tal vez esté aspirando a ser el rostro de esta nueva faceta del régimen.
Entonces, volviendo a la pregunta que titula este artículo, ¿tiene sentido hablar de “madurismo”, como si fuera un concepto distinto al chavismo? Por mucho tiempo me resistí a hacer tal distinción. La escuché por primera vez en boca de chavistas que gozaron de poder cuando Chávez estaba vivo, pero que por distintas razones Maduro los apartó. Cuando la economía se fue al demonio, estos personajes señalaron a Maduro de “traicionar el legado de Chávez”, lo cual se tradujo en la calamidad. Así que concebir algo llamado “madurismo” me pareció un intento muy burdo de quitar a Chávez responsabilidad por la debacle y culpar de todo a Maduro. Un mensaje engañoso no solo porque las semillas de la crisis fueron sembradas mucho antes de la muerte de Chávez, sino además porque, durante los primeros cinco años de su gobierno, Maduro se adhirió fielmente a las directrices de su predecesor. Solo dejó de hacerlo cuando no le quedó alternativa.
Ahora la cosa es distinta. Hay una ruptura clara, en términos de orden económico, con lo que significó el chavismo. Son casi cuatro años de reformismo económico, por lo que creo que ya es hora de aceptar que Maduro desarrolló su propio sistema. Sobrevivió a lo peor de una crisis económica y de un descontento popular que, en otras circunstancias, hubiera sido el fin de un gobierno. Se siente estable sin la muleta del recuerdo de Chávez y puede pensar con más sosiego en un futuro bajo su dominio, con todo y sus propios mitos y símbolos.
Así que, mientras no se olvide que Chávez y su ideario tienen una responsabilidad inmensa por lo que le pasó a Venezuela, creo que ya se puede pensar en un “madurismo” que es otra cosa. Porque si no entendemos dónde estamos parados ahora, no podremos concebir medidas acertadas para el cambio que al país le urge.