Es lunes y la mañana comienza a calentarse. Algunas nubes grises todavía merodean sobre el valle. Las ve desde el balcón pero no les da importancia. Están cediendo al empuje de los vientos del este y el sol ya se cuela por las grietas que van dejando. Cree que el cambio de humor en el cielo es un indicio claro de que el día será tranquilo, sin aspavientos, y probablemente calichoso, como se dice en el argot periodístico.
Es periodista. Son casi las nueve y está un poco retrasado. A esa hora, de ordinario, el tránsito hacia el centro es infernal. A veces piensa que hace falta volver a implementar el día de parada en Caracas. Ya está de salida pero su mujer lo detiene. Le dice que están dando un avance de noticias.
De pie, frente a la tele, ve a un reportero con la respiración agitada que recoge el testimonio de un afectado, que reclama porque el aumento es un abuso. Oye que le da las gracias y recuerda que, “como hemos venido informando, desde tempranas horas de la mañana de este lunes estallaron disturbios en Guarenas por el incremento inconsulto de los precios del pasaje”. Su relato pormenorizado da cuenta que pasajeros exaltados que están quemando cauchos, que algunos negocios han sido apedreados y que la vía Intercomunal está trancada. “En este momento, es imposible acceder a la autopista”, asegura. A espaldas del reportero se levantan densas columnas de humo negro.
Le llama la atención que la policía no ha intervenido aún para disolver la protesta, o al menos para abrir el paso por la autopista. Pero no lo comenta. Se despide de su esposa, le soba la barriguita de nueve meses de embarazo, le da un beso a su hijita y baja por el ascensor los tres pisos que lo separan de la planta baja.
Mientras calienta el carro, su fiel Malibú, oye en la radio a César Miguel Rondón relatar que el aumento de la tarifa del transporte fue decidido por los choferes en respuesta a la subida del precio de la gasolina, una de las medidas previstas en el paquete de ajustes económicos aplicado por el presidente Carlos Andrés Pérez. Informa que los disturbios se han extendido a algunas zonas de la capital.
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Está indeciso. No sabe por dónde irse. Al acercarse a la salida de su calle decide que, como siempre, la mejor ruta es la autopista: se toma enseguida y es más directa. Dobla a la izquierda, avanza unos metros y se encuentra con el acceso obstruido por piedras y bolsas de basura. Unos muchachos que se cubren las caras con pañuelos le indican que no hay paso.
Da un giro en U, baja hacia la principal de La Urbina y sube hasta la Avenida Rómulo Gallegos, dobla a la izquierda y a las tres cuadras cruza a la derecha en busca de la Cota Mil. Varios carros que vienen de retroceso y una lluvia de piedras lo obligan a detenerse. Se regresa y se enrumba por la Rómulo, la única opción que le queda.
A la altura del Barrio La Lucha, los vecinos hacen honor al nombre que reivindica sus esfuerzos y empujan un contenedor repleto de basura para cerrar la vía. Antes del último impulso, logra pasar. Dos cuadras más adelante son los estudiantes de la Unidad Educativa Luis Beltrán Prieto Figueroa los que vociferan, lanzan objetos y colocan barreras. Hace maniobras, zigzaguea, evita escombros, se monta en la acera y deja atrás los gritos y las maldiciones.
En la avenida hay mucha gente y pocos carros. Ya luce claro que le costará llegar a su destino. Arriba a los Dos Caminos, un lugar que alguna vez fue una encrucijada. La multitud desaforada y las barricadas encendidas no le dejan espacio para avanzar. Le cuesta pensar. Los atajos no existen. De repente mira hacia el Centro Comercial El Trébol y ve que el estacionamiento está abierto. Da un giro no permitido, ingresa por la rampa, toma el ticket y el parquero le informa que solo hay puesto disponible en el área descubierta. Estaciona. No queda otra que el Metro, admite. La Estación está a pocos metros y desde allí observa que también está abierta.
¡Qué suerte!, exclama en su interior. Pero no se le ocurre pensar en cómo estarán las cosas si considera una suerte que el estacionamiento y el Metro no estén cerrados.
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El momento en que bajó y las escaleras que usó se desvanecen en la zona oscura de su memoria. Se revisa los bolsillos y no tiene sencillo para comprar el boleto en la máquina dispensadora. Va a la taquilla y pide un ticket ida y vuelta hasta la Estación Capitolio. Paga con un billete de diez bolívares.
El tren llegó en un minuto. Fiel a su costumbre, superstición o manía, permanece de pie. Se apoya de espaldas en la lámina de plástico, cercana a la puerta, que protege los asientos. Hay varios vacíos, cosa rara a esta hora.
En pocos segundos recobra la calma y no se sorprende. El traslado en el Metro es placentero. El aire acondicionado está en su punto. La voz cantarina de la operadora que recomienda ‘dejar salir es entrar más rápido’ le parece agradable. Los vagones están limpios, inmaculados. El ambiente es relajado. Se distrae al ver que los usuarios se comportan como si estuvieran en una burbuja, o simplemente en otro país. Nadie se mira y todos se ven. Es como un juego: la gente se monta en silencio, se sienta y de una vez fija la vista en los vidrios convertidos en espejos gracias al encierro. Todos los pasajeros se saben expuestos y nadie comete incorrecciones. Los que van acompañados hablan en voz baja. En directo, nadie se ve cara a cara; pero a través del espejo, todas las miradas se cruzan.
Se despabila cuando escucha que se aproximan a la Estación Capitolio. Fue un viaje rápido. Once estaciones recorridas en un tris. Sin percibir la más leve inquietud. Sin ni siquiera oír el timbre de las puertas al abrir y cerrar.
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La salida que prefiere, la que calcula más cercana a El Nacional, es la de la esquina de La Bolsa. Una algarabía lo aturde al asomarse a la superficie. Ya son casi las once de la mañana y el ruido de las cornetas de los carros y de las sirenas de ambulancias y patrullas es mortificante. Lo descoloca el encuentro con gente que corre en todas direcciones, que grita, llora, se ríe. Sin saber por qué retoma su pronóstico tempranero y verifica la poca correspondencia entre lo que ocurre en el cielo y esta turbulencia terrenal.
Ve vidrieras desmoronadas. Divisa a grupos que golpean las puertas enrollables de las tiendas en los pasillos de las torres del Centro Simón Bolívar. Muchas personas cargan prendas de vestir, artefactos eléctricos y artículos de todo tipo sin envolver, sin bolsas, sin cajas.
Cada vez entiende menos. El bulevar entre las esquinas La Bolsa y Mercaderes es angosto y resulta casi imposible atravesarlo sin ser arrollado por la gente. Se encamina por la Avenida Universidad para bajar luego por la Avenida Baralt. Las pocas unidades de transporte que transitan reciben su andanada de piedras, palos y botellas. La multitud luce desbocada. Arremete contra todo lo que está abierto, rueda o camina. El estrépito de varias puertas enrollables bajadas a la vez lo sobresalta. Se ríe porque, inopinadamente, recuerda que en alguna parte Saramago escribió que en la historia de los tumultos, no hay gente que reaccione con más prudencia que quien tiene un negocio con puertas que dan a la calle.
La ocurrencia lo aproxima a la realidad y al bajar por la Baralt se detiene para retener la escena. Es trágica, cómica. Es una celebración del horror. La protagonizan seres dichosos y desafortunados, andrajosos, desdentados; rostros ensangrentados marcados por una felicidad loca, anhelada por años. Oye carcajadas estruendosas. Las mentadas de madre le estallan en la cara. Todos odian y gozan. Está en el centro de un remolino eufórico, rabioso. En medio del delirio. Y le vuelve a llamar la atención la ausencia de policías.
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“Esto es una fiesta democrática”, oye que le dicen de repente. Voltea y ve a una señora minúscula. “¿Le parece?”, atina a preguntarle. “Claro, participan todos: jóvenes y ancianos, mujeres y hombres, pobres y ricos. Mire a ese cuerpo bien vestido que va allá con ese televisor al hombro”. La mujer le asegura que venía con él en el Metro. Es morena, de ojos anchos y dueña de una sonrisa que parece guardar tristezas de muchos años.
El diálogo lo estremece. Lo pone a reflexionar sobre su responsabilidad como periodista. Se percata de que tiene entre las manos una noticia terrible y no es capaz de sujetarla, de estructurar un lead, de titular lo que ocurre. Se esfuerza por ver los hechos calientes con cabeza fría, como le aconsejan sus jefes en la redacción, pero las imágenes lo sobrepasan, no las puede atrapar. Está desbordado y reconoce que necesita llegar al periódico para que alguien le explique lo que pasa, lo que está viviendo; para que un alma con caridad le dé una noticia y le quite esa sensación de protagonista, sin saber si es víctima o culpable. Se apura y baja casi a trote desde la Plaza Miranda.
La redacción está azotada por el torbellino. Nadie está quieto. Se sale y se entra en carrera. Los teléfonos no dejan de repicar. Todos los reporteros de sucesos, política, ciudad, deportes y economía están en la calle cubriendo las protestas que se multiplican por toda Caracas y se extienden a otras ciudades del país. Los fotógrafos llenan de rollos los bolsillos de las chaquetas. Las pautas deportivas, de espectáculos y de cultura se caen.
Las agencias internacionales ya recogen reacciones del extranjero. Se tranquiliza al constatar que no es el único desconcertado. Todo el que llega, invariablemente, cuenta lo que vio; cada cual está convencido de que nadie ha vivido algo peor. Ninguno tiene una explicación convincente. “Yo nunca había visto una vaina así”, es la frase que más se repite. Está seguro de que nadie se imagina cuánto falta por ver.
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Los reportes se amontonan y alimentan la imaginación, el desasosiego. Hay algunos que son incomprensibles: el negocio de la esquina de Puente Nuevo, el del maracucho que le vende fiado a los empleados de El Nacional, está siendo desvalijado y dicen que trabajadores del periódico participan en esa injusticia.
A esta hora, la una de la tarde, no hay un local que se haya librado del vandalismo en todo el centro, coinciden varios informes. La televisión transmite en vivo el ingreso de miles de personas al Centro Comercial Anauco de San Bernardino y la destrucción de la mayoría de los comercios. Hombres, mujeres y hasta niños corren con cajas, paquetes, bolsas, artículos domésticos. Las fuerzas del orden comienzan a llegar. Los manifestantes voltean una camioneta de pasajeros y la queman. Atacan cualquier cosa que ruede, sea privada o pública. La policía lanza gases. Se oyen detonaciones.
La oficina de la Sección Internacional, ubicada en el primer piso y con balcón hacia la calle, se convierte en un lugar privilegiado para ver los hechos inconcebibles que ocurren. Algunos son extravagantes: un hombre pasa en carrera con una nevera encima, otros tres corren cargando reses completas, varias señoras llevan cuatro y hasta cinco paquetes en los brazos, tres pequeños de no más de diez años pujan cada uno con un televisor. En los rostros se dibujan sonrisas, no aparecen muecas de esfuerzo. La secuencia se repite infinidad de veces durante la interminable tarde. Miles de personas, cada una con un trofeo inesperado, bajan y bajan. La calle está abundada. Un río de gente la inunda.
Los periodistas que regresan dan una visión más completa de la situación. Hablan de explosión social, de una revuelta popular contra el paquetazo del FMI, la especulación y el acaparamiento. Informan que hay varios muertos y muchos heridos, que las fuerzas policiales no se dan abasto.
Las primeras fotografías reveladas muestran a vecinos que piden tregua sosteniendo heridos; a motorizados con parrilleros que cargan como pueden a jóvenes abaleados; a calles y avenidas llenas de escombros, fogatas, piedras, gente; a habitantes de los barrios que bajan de los cerros.
“Esto es una rebelión de pobres. Los cerros bajaron”, oye que sentencia uno de los reporteros.
“Sí, esto es distinto. Estos son disturbios con saqueos. Es pueblo contra pueblo. Asaltan grandes y pequeños almacenes, panaderías, bodegas, taguaras. ¡Saqueos en Venezuela, quién lo diría! Hoy el país descubrió una especie nueva: los saqueadores”, argumenta otro en tono de revelación.
“Esto es un caracazo”, resume un fotógrafo veterano y todos captan que ese titular sensacionalista es el más acertado.
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Comienza a oscurecer y se suma otra preocupación. Varios compañeros que intentaron irse a sus casas no pudieron pasar de la esquina. La zona está tomada por encapuchados que apedrean y disparan a los carros, y golpean y roban a quienes andan a pie. La policía sigue ausente.
“Esto es tierra de nadie”, dice una periodista agotada tras cumplir una larga e intensa jornada.
Otros dos compañeros que acaban de llegar cuentan que se arriesgaron a pasar desafiando las balas. Recorrieron varios puntos de la ciudad y aseguran que la situación está fuera de control.
“Hay mucha gente armada en la calle. Los malandros están sacando provecho del caos y lo están fomentando. Disparan contra todo lo que se mueve. Hay rumores de que se están organizando para ingresar esta noche en empresas y fábricas, asaltar bancos e incluso invadir viviendas. La población está aterrada”, sostienen. Recomiendan no salir todavía, esperar un tiempo prudencial para ver si se despeja la cosa, y andar en grupo.
En la oficina se hace valer la democracia. Alguien propone organizar pequeños grupos por zonas de residencia para salir juntos en los carros disponibles. El voto con la señal de costumbre fue unánime. Varios valientes se ofrecen como voluntarios para explorar la zona tomada. El gesto es bien recibido pero es inevitable que aflore una sensación similar a la que deben sentir los rehenes. Se acuerda realizar avanzadas cada media hora. Ya se han acercado cuatro veces y ahí están. A las ocho y treinta los exploradores regresan del quinto vistazo agitados con la buena nueva: “Se fueron. El paso está libre. Salgamos”.
Antes de salir, hace una llamada rápida a su mujer. Pregunta por la niña, la barriguita y sus padres. Le informa que ya los encapuchados no están y que va con dos compañeros. Le dice que lo dejarán en una estación del Metro. Después de colgar, pregunta; y, obviamente, nadie sabe si el Metro está funcionando. No hay tiempo de averiguarlo. Salen.
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En contravía, para ganar tiempo, suben hacia la esquina de Puente Nuevo. Desde el estacionamiento es apenas media cuadra. El negocio del maracucho está destrozado y sigue humeante. Quiere maldecir pero no puede. Le parece que una vez oyó decir que ante la mezcla de miedo y rabia el grito se atraganta.
Atraviesan la Avenida Lecuna. Observa los corredores perimetrales con arcadas de los bloques de El Silencio y extrañamente, en la oscuridad, aprecia que poseen una belleza fantasmal. Cubren enseguida la cuadra que los separa de la Plaza O’Leary. Allí estaban fuertes los agitadores pero está libre. Las fuentes que mojan “Las Toninas” de Francisco Narváez están apagadas.
Con un palo en la mano, el compañero de administración que va con ellos se baja y corre hacia el apartamento cercano de un amigo. Ven las vidrieras apagadas de la calle de las novias cuando se enrumban raudos hacia el túnel de las torres del Centro Simón Bolívar. Emergen en la Avenida Bolívar. Tanta paz era sospechosa: el paso en dirección Este está bloqueado por un autobús cubierto en llamas, volteado y atravesado. Sujetos encapuchados avivan el fuego de las barricadas en la arteria vial y apuntan con sus armas hacia todos lados en busca de un blanco móvil.
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Regresar no es opción. La Wagoneer está hecha para todo terreno, coincide con su colega. Planifican cruzar por encima de la isla, ganar los canales que llevan hacia el Oeste y acelerar en sentido contrario hasta la próxima esquina, donde girarán a la izquierda. El trayecto es de unos 150 metros. Lo logran.
Los encapuchados no dan muestras de haberlos visto. O simplemente los ignoran. Cruzan, avanzan un trecho de escasos 30 metros y llegan a la Avenida Este 6. La camioneta se detiene y, ajeno a cualquier razonamiento, oye como en un susurro: “Bueno, hermano. Yo vivo al pasar la Avenida Universidad, después de la esquina Perico, en aquel edificio de ladrillitos rojos. Por esta calle, derecho a tres cuadras, te queda la Estación Parque Carabobo. Nos vemos mañana”.
Se baja sin decir nada, sin tener claro lo que va a hacer. Se queda mirando la Wagoneer que se aleja lentamente: ve que atraviesa la Avenida Universidad y a poca distancia enciende las luces de freno, disminuye velocidad y se detiene frente a un edificio en espera de algo: de que abra la puerta del estacionamiento, claro. Luego desaparece.
En ese instante experimenta una sensación que se le antoja peor que la de ser rehén. Está solo, parado en la esquina de un lugar que no frecuenta, que no le resulta familiar. Instintivamente mira a su alrededor, como quien busca apoyarse en algo, en alguien. El Paseo Vargas, un descampado de tierra con árboles y algunos bancos, lo separa a su derecha unos 20 metros de la Avenida Bolívar, territorio bajo dominio de los revoltosos. En la acera de enfrente distingue una hilera de casas viejas y oscuras. Las detonaciones lo envuelven desde todos lados: aisladas, en ráfagas; desde puntos cercanos y lejanos; altos y bajos. Lo que siente no lo puede expresar porque no posee noción.
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Por fin, no sabe si unos segundos o unos minutos después, se fija en una placa pegada en el frente de una vivienda y logra leer el nombre de la esquina: San Lázaro. Sin tiempo para interpretar simbolismos comienza a andar en dirección hacia la Estación Parque Carabobo y no sabe cómo espantar el temor de que el Metro ya no esté prestando servicio.
Mientras camina, evalúa los riesgos y las alternativas. Considera que la principal amenaza es que se encuentre con una bala perdida, y estúpidamente siente, ¡en este momento!, curiosidad por saber por qué las llaman así. Recobra la sensatez y, paradójicamente, acepta el sonido incesante de los tiros que cruzan el aire en cualquier dirección como una buena señal, porque es la prueba irrefutable de que continúa vivo.
Se plantea que el objetivo es sobrevivir y se pasea por la idea de esconderse en el portal de una casa, hasta que amanezca. Las vuelve a mirar y confirma que tienen las puertas cerradas y las luces apagadas, que parecen abandonadas. Decide que el único plan razonable es el que le permita llegar a su casa, donde lo esperan, angustiados, su esposa a punto de dar a luz, su hija y sus padres.
De pronto lo perturba la posibilidad de que lo vean los enardecidos de la Avenida Bolívar, elementos que parecen dispuestos a morir y, sobre todo, a matar. Entiende que si lo atacan, solo podrá guarecerse debajo de un carro. Entonces se le ocurre que lo mejor es alejarse y, al llegar a la esquina de Puente Victoria, al comienzo de la cuadra que ocupan el Centro Villasmil y la sede de la Policía Técnica Judicial, gira a la izquierda y sube hacia la Avenida Universidad. Tendrá que caminar un poco más, pero es más seguro, se alienta.
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Está en la Avenida Universidad, en la esquina Monroy, a una cuadra del Metro. Afortunadamente, está sola. Desafortunadamente, no hay nadie. Está llena de basura, de escombros, de piedras, palos, hierros, vidrios. Algunas barricadas siguen prendidas. La cubren los restos de una refriega. O peor: de un sacudón social.
Avanza y no tiene que caminar mucho para recibir un impacto que casi lo derrumba: la puerta norte de la estación Parque Carabobo está cerrada. La ve allí, en la acera contraria, totalmente apagada, desolada.
Recobra la conciencia y se da ánimo. Se aferra a las palabras aplomo y esperanza pero reconoce que hay pocas cosas más terribles que las ansiedades encontradas. Luce impotente para zafarse del conflicto interior que lo acosa: necesita desesperadamente llegar al otro acceso para acabar con la incertidumbre que lo agobia, pero inexplicablemente posterga el momento.
Quiere apurarse para liberarse de la angustia y se siente como sumergido en un pantano: intenta correr y las piernas le pesan; en lugar de acortarse le alarga la distancia. Es una cuadra infinita la que tiene que recorrer. Pero, de repente, se percata de que está en Parque Carabobo, que no es un parque sino una plaza, y de que la estación está iluminada.
Descubre que estaba atrapado en el simulacro de una pesadilla y se lanza en carrera notablemente reanimado. Antes de entrar, sin embargo, inexplicablemente derrocha un segundo para fijarse en el nombre de la esquina. Abre bien los ojos y a la distancia logra leer en la placa que resalta en la pared desconchada de un edificio: Misericordia. Qué curioso, piensa, y no regala más tiempo.
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Esta vez tampoco sabe por cuales escaleras bajó. Le da tanta alegría ver a los operadores hablando despreocupadamente que los saluda con un ‘buenas noches’ y con un ‘cómo están’, pregunta esta última que luce como un despropósito. Les pide un ticket para la Estación Dos Caminos, se lo venden y le parece algo extraordinario, increíble. Les da las gracias y recuerda que cuando venía compró un boleto de ida y vuelta. Se ríe, o mejor, se contenta por su olvido.
Se dirige hacia el andén a paso lento, como queriendo corroborar cada pisada. Se ubica en el centro, según calcula, y mira a izquierda y a derecha, hacia atrás. La soledad lo vuelve a arropar. Se cree, como periodista, obligado a retener esta visión única: es un espacio vacío, sin materia ni tiempo; inerte, sin gravedad. Esto es inverosímil, murmura.
La presencia borrosa de los dos operadores que mueven la boca y gesticulan en la caseta lo aferra a la realidad. Le parece que el tren ha demorado mucho aunque tal vez no sea tanto. Si por lo menos llegara alguien más, implora en silencio. Aguza el oído y siente vibrar los rieles. Se queda inmóvil para escuchar mejor y confirma que la vibración aumenta. Fija su vista en el túnel en espera de que aparezca; pasan cinco largos segundos y su inquietud aumenta, hasta que las dos luces de los faros le devuelven el alma al cuerpo.
El estrépito es música para sus oídos. Abre bien los ojos con la ilusión de ver algún conocido. Distingue en la cabina al operador y los vagones comienzan a pasar frente a él absolutamente vacíos, sin ninguna señal humana. El tren baja la velocidad, se estira a lo largo del andén, se detiene y abre todas sus puertas para él.
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Entra. Suena la alarma. Las puertas se cierran y queda de pie en medio de un vagón largo, íngrimo, frío. Se dirige a un extremo para cerciorarse de la situación en el vagón de adelante, se pega a la puerta con sus manos a ambos lados de la cara y ve con desasosiego los asientos desocupados. Incrédulo, repite el procedimiento en el de atrás y confirma que solo existe el vacío.
Llegan a la Estación Bellas Artes. El operador no la anuncia y el tren baja la velocidad pero no se detiene. No tiene por qué hacerlo. En el andén no hay a quien recoger. Recuerda que en una ocasión anduvo en un Metro tan lleno que la gente no podía ni moverse y se sintió sofocado. Le parece comprensible que en este momento extrañe ese momento.
Se llena de preguntas: ¿Es posible esto, que viaje solo en el Metro, que todos estos puestos estén a la espera de alguien con quien pueda cambiar unas palabras o simplemente le haga compañía?, ¿habrá ocurrido esto antes alguna vez?, ¿volverá a ocurrir? Fiel a su tradición, se queda de pie, pero esta vez quisiera aferrarse a la idea de que los asientos están ocupados.
El Metro continúa su avance sin detenerse. El operador no anuncia la proximidad de las estaciones. Pasan a marcha lenta pero de largo por Colegio de Ingenieros, Plaza Venezuela, Sábana Grande. Él va con la cara pegada a las puertas en busca de señales de vida. Del timbre de alarma, la opción más viable, no se acuerda.
El temple de periodista lo ayuda y recobra la calma con una preocupación real que hasta ahora no había contemplado: que esté cerrado el estacionamiento y no pueda sacar el carro. Desea, además, con impaciencia, que al llegar a Los Dos Caminos el tren se detenga y abra sus puertas.
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Se sosiega. Ve que las Estaciones que van dejando atrás están a oscuras, sin nada que se mueva. Esto es surrealismo real, es la representación palpable del absurdo, se dice presa de la confusión. Al pasar por Parque del Este se le seca la garganta y se le empapan las manos. Están a una estación de Los Dos Caminos. Cierra los ojos. No sabe si reza pero sí ruega a Dios que lo ayude. Llegan a Los Dos Caminos. El operador anuncia que ese es el destino final y las puertas del tren se abren con absoluta normalidad.
Respira hondo y sube de prisa. Le da igual si utiliza las escaleras mecánicas o las fijas. El corazón le brinca, la opresión lo fustiga. No está cansado. Es, otra vez, la ansiedad. Al salir del Metro ve que el estacionamiento, que está a pocos metros, aún está abierto. Corre hacia la taquilla presionado por la idea de no llegar a tiempo.
–Buenas noches -saluda sofocado.
–Buenas -le responde amablemente un señor canoso, sonoramente gallego- ¿Es suyo ese carro?
En el área descubierta del estacionamiento solo está el Malibú.
–Lo estaba esperando para cerrar. Parece que en el centro la cosa está fea.
–Sí. Muy fea. Gracias. Muchas gracias. Me ha salvado la vida.
El gallego, incrédulo, le dice que “no es para tanto, hombre”.
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Prende el Malibú. Antes de arrancar, piensa que con las cosas como están, es una suerte haber encontrado el Metro y el estacionamiento abiertos. Luego, más racional, agradece que su Ángel de la guarda esté de guardia.
Está desesperado por llegar a la casa. Quiere manejar a toda velocidad, pero no puede. La Rómulo Gallegos está cubierta de obstáculos. Acelera cuando encuentra un espacio y desacelera para esquivar objetos, varios aún encendidos. Vuelve a fijarse en el sonido ambiental y nota que no ha variado: tiroteos cerrados, detonaciones esporádicas, ráfagas, algunas explosiones. Entra a su calle y, al fin, la puerta de su edificio se corre hacia la izquierda y lo deja pasar.
Al estacionar, con la cabeza atiborrada de girones, mira la hora: diez y treinta de la noche. Sin capacidad para entender qué le ha pasado a este 27 de febrero para rendir tanto, recuerda inesperadamente que en algún cuento de Bioy Casares uno de sus personajes aseguró que el tiempo no dura siempre lo mismo. Asume, con la poca lucidez que le queda, que esta idea es una gran verdad, porque aunque este día tiene igual número de horas que todos los demás, ha sido el más largo de su vida.
Y aún no sabía que apenas era el primero de una semana turbulenta que cambió el destino del país y que lo mantuvo en ascuas hasta el viernes 3 de marzo de 1989, cuando de madrugada y en medio del toque de queda, simuló una bandera blanca con un trapo que colocó en el carro para salir a la clínica con su esposa, ahora sí en feliz trabajo de parto de su segunda hija.
Muchos años después está convencido de que el pasado, cuando no quiere que lo olviden, se empalma con el presente y permite presentar los hechos, por muchos que sean, como si acabaran de ocurrir.