En anteriores artículos he insistido en la necesidad que tiene la sociedad de seguir las instrucciones de una dirigencia que ha logrado triunfos que no parecían posibles para el retorno de la libertad y la restauración de la república. Hoy, cuando la dictadura ha mostrado sus colmillos para mantenerse en el poder, cuando un golpe de estado sin atenuantes ha sido el colofón de un escandaloso fraude electoral, conviene insistir en la postura. Parece que se trata de un consejo capaz de confinarnos a la posición de ovejas en espera de la orden del pastor, o de una lúcida pastora, pero justamente es lo contrario. Tratemos de comentar el asunto de seguidas.
A partir de la elección primaria, y gracias a la consagración de María Corina Machado como líder de una oposición que había perdido el itinerario y la cabeza, surgió un movimiento masivo cuya cualidad más evidente fue la de seguir con cuidado de orfebre las inspiraciones de quien aparecía como brújula en la cumbre -una cumbre que teníamos tiempo sin divisar en el paisaje-, como guía no solo primordial sino también única. De esa consagración surgió el suceso de la vida política que podía ofrecer salidas convincentes frente a la dictadura, sin alternativa de duda. Primero porque hizo que los liderazgos de los partidos decaídos se le unieran o se retiraran por la puerta trasera, pero especialmente por la red de lealtades pocas veces vista en nuestros tiempos que logró tejer. En tal conjunción de voluntades se encuentra la llave que terminará por abrir las puertas de la libertad cuando salgamos de los opresores.
¿Por qué, si parece a primera vista que se trata de un asunto de obediencia ciega a los mandatos de la jefa, de seguir en la noria de la disciplina libre de pensamiento que ha sido rutinaria en nuestra historia? Precisamente porque, hasta la conclusión victoriosa del proceso electoral, no fue un simple hecho de ordenar desde arriba para que actuaran en forma automática los de abajo, para que se limitaran a esperar la luz de los cielos. Todo lo contrario. Si hubo alguna luz, no se encendió para encandilar sino para provocar conductas inéditas de la gente, en especial de la gente humilde, para hacerla partícipe de los negocios públicos como no se veía desde antiguo, o como jamás había ocurrido en Venezuela. Sí, respetados lectores, como jamás había ocurrido en la fementida «tierra de gracia».
La novedad de las instrucciones fue la de no parecer instrucciones precisas y definitivas, la de dejar en la voluntad del pueblo la toma de decisiones. Gracias a la creación de los comanditos, se dejó en las manos de sus integrantes la solución de un enjambre de enigmas que solo ellos podían descifrar, la soldadura de un rompecabezas sobre cuyas particularidades no se tenía mayor idea en el comando supuestamente omnímodo que funcionaba en Caracas. Cada uno de los comanditos debía manejarse en atención a los detalles locales, a la peculiaridad que cada entorno imponía, a los desafíos que ellos y solo ellos estaban en capacidad de manejar. Como fueron miles los comanditos, fueron entonces miles las soluciones. Como se trataba de remendar miles de entuertos, dependiente cada uno de un origen específico, se sucedieron entonces miles de zurcidos.
Si ya estamos ante un fenómeno inusual, se hace mayor cuando tocamos su médula: no se trató de la promoción de acciones caracterizadas por la singularidad que terminaron por formar un periplo imbatible, sino de establecer el hábito de la autonomía en inmensos sectores sociales que no la tenían o que no la habían ejercido. La obligación de la responsabilidad de cada cual se impuso en la mayoría de los rincones del mapa, la necesidad de ver con ojos propios los problemas y de controlarlos o disiparlos pasó a formar parte de la cotidianidad. ¿Cuándo había sucedido semejante fenómeno en el pasado, cercano o remoto? Estamos ante la fundación de una conciencia que no nos había caracterizado, de un civismo que no había pasado de los manuales escolares o de la retórica de los discursos de orden. Cada comunidad se hizo cargo de sus asuntos, de su destino, mientras María Corina Machado los incitaba a profundizar la conducta. Después cada organización buscó y cuidó los votos de Edmundo con una tenacidad y una astucia de estreno riguroso. De otra manera no se explica el triunfo arrollador del candidato en las pasadas elecciones, ni la posibilidad cierta de demostrarlo con evidencias incontrastables, ni la brutalidad de la respuesta de los derrotados.
La siembra de una candidatura sin raíces antiguas y la bestialidad de quienes la quieren desarraigar encuentra origen en la situación abocetada. Y ahora el interrogante supremo: ¿lo que sirvió a la perfección para la primera estación de la contienda, funcionará para enfrentar violencias y torturas, cárceles y atropellos? Como estamos ante el debut de una actitud colectiva nadie puede ofrecer pronósticos seguros, pero es un fenómeno que la dirigencia debe estudiar en la hora más comprometida de su existencia. Como no es lo mismo lidiar con unos tracaleros electorales que con una horda de esbirros, hay que pensar los planes con detenimiento. Pero es evidente la existencia de un capital cívico que parecía desaparecido de la historia patria, o que realmente es excepcional, y en cuya valoración debe detenerse ahora la estrategia de lo líderes de la oposición. Muchos de los miembros de los comanditos, gentes del pueblo convertidas en responsables de su destino, ya están pagando cárcel, o son vapuleados por verdugos uniformados de negro. Aquí les dejo el menudo desafío.