Transcurren momentos convulsos de la historia, los cambios son vertiginosos, los retos que desde el ejercicio del poder y de la ciudadanía son realmente exigentes. Si a eso le sumas la diversidad de fuentes de información y desinformación a las que se tiene acceso, resulta aún más complejo fijar una postura frente a un acontecimiento. A diario somos espectadores de los vaivenes de la opinión pública, y también de la toma de decisiones que a todos nos afectan.
Uno puede imaginar las dificultades que deben atravesar jefes de Estado, ministros y cualquiera que tenga que tomar decisiones frente a los problemas diarios, sobre todo cuando esas decisiones inciden sobre la vida de millones de seres humanos. El ejercicio del poder ya no suele ser lo mismo, -como diría Moisés Naím-, es más frágil, está sometido a mayor escrutinio y a presiones de toda índole.
Ahora bien, cuando se trata de relaciones internacionales, el espectro de situaciones y posibilidades a ser tomadas en cuenta son de una dimensión gigantesca. Cada decisión afecta la vida cotidiana de seres humanos, deja una secuela inevitable, se escribe en la historia, se estudia, se reseña y puede cambiar el curso de los acontecimientos inmediatos y futuros. En fin, la huella es imborrable, y las consecuencias para quien toma las decisiones son altamente riesgosas.
Con inmensa preocupación hemos podido observar en días recientes, a algunos voceros que cuestionan la decisión firme del Gobierno de Colombia, de no reconocer el régimen forajido que representa Nicolás Maduro y sus cómplices en Venezuela. Abogan por posturas pragmáticas, ante una “necesidad” de servicios consulares para venezolanos en Colombia y colombianos en Venezuela, sin que tenga mayor importancia quién o quiénes prestarían esos servicios, o las implicaciones de reconocimiento como gobierno en funciones, que ello acarrearía a favor de Maduro. He podido escuchar importantes ejercicios académicos que intentan justificar tal propuesta, y enumerar las “ventajas” que se desprenderían de tal decisión. Esta corriente, se ha aprovechado además, de la retención de la ex congresista colombiana Aída Merlano en territorio venezolano, nada más y nada menos a manos del FAES, organismo “policial” considerado por la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los de Derechos Humanos como un grupo de exterminio. Estiman, que habría que pedirle a Nicolás Maduro y quienes le acompañan en la “usurpación de funciones públicas” (TSJ y Ministerio Público, ambos designados por la Constituyente), que inicie un proceso de extradición de dicha ciudadana.
Sabemos lo tentador que resulta obtener una supuesta solución a un problema sin importar quien aporte u oferte esa solución. Es muy humana la procura de la obtención de la satisfacción actual de una necesidad, y después se verá, sin pasearse mucho por las consecuencias que esto acarree. Hemos escuchado muchas veces que los Estados no tienen amistades o buenas intenciones sino intereses, y que son estos intereses el derrotero que debe guiar la toma de decisiones en las relaciones internacionales. Me niego a aceptar que esto pueda ser manejado bajo esos parámetros. Cuando varias opciones se cruzan, se te ofrecen caminos distintos para abordar una temática, al momento de tomar una decisión deben prevalecer los principios.
Nelly Garzón Alarcón, en su análisis denominado “Toma de decisiones éticas”, cita a la reconocida profesora Adela Cortina, quien en su libro “El quehacer ético, guía para la educación moral”, sostiene que “hoy la ética reboza salud. Se pregunta ¿de dónde viene la lozanía? le viene simple y llanamente, de haberse atrevido a salir de las aulas y los anaqueles, donde se repite hasta el aburrimiento que dijo Platón y que Heidegger, y huele a rancio para enfrentarse a los problemas de la vida cotidiana e intentar encontrarles soluciones”. Sostiene, además, que frente a la universalización de los problemas (pobreza, hambre, violencia, inequidades, etc.) que afectan a la humanidad, se impone la necesidad de una ética universal en el sentido de tener unos valores, patrones, principios éticos universalmente aceptados por consenso, que todos nos comprometemos a cumplir. Estos se constituyen en los mínimos éticos de que habla Cortina, que nos ayudan a dialogar y a trabajar hacia el logro de la convivencia.
Debemos plantearnos entonces, si es ético concebir a un régimen que ha demostrado sobradamente su desprecio por los Derechos Humanos, por el bienestar de la población, que ha irrespetado la vida, la dignidad, que ha hecho de lo público un botín, que ha saqueado y comprometido el futuro de varias generaciones, que convirtió al país de mayor potencial de América Latina en una ruina, como un igual. Las relaciones entre los Estados parten de la concepción del otro como par; es decir, como otro Estado con deberes y derechos como los que tú mismo ejerces frente a tus conciudadanos y al derecho internacional. El mantenimiento de esa relación de iguales, legitima al otro como Estado. ¿Es ético considerar a Maduro como el jefe de un Estado?
Si a toda la problematización anterior, le añades que desde el ejercicio de ese poder corrompido y sin límites que representa Maduro, se pretende atentar contra la institucionalidad y la democracia colombiana, repito ¿es ético reconocerle? Creo que el pragmatismo debe ceder frente a los principios, no es correcto reconocer a un forajido responsable de miles de muertes y de la migración forzada más grande la historia de América Latina como jefe de Estado, no es ético pensar que pueden establecerse relaciones consulares o diplomáticas con todos los antivalores que este individuo representa. La defensa de la democracia, la libertad y la dignidad humana están por encima de cualquier ofrecimiento temporal y precario, para eso están los principios, las decisiones éticamente fundadas, que siempre podrán ser defendidas frente al juicio de la historia.