La prédica de la unidad de los partidos de oposición se ha profundizado en los últimos días, como si fuera el requisito fundamental para acabar con la usurpación. Ciertamente se requieren sólidas compañías para salir de un autoritarismo desenfrenado, nadie puede pensar que la fragmentación conduzca al éxito en el objetivo de retornar al sistema democrático desaparecido desde hace veinte años. De allí que estemos ante una verdad de Perogrullo que nadie en sus cabales puede rechazar. Sin embargo, lo que parece una necesidad cada vez más acuciante, después de las disparatadas acciones de Macuto y Chuao plantea la necesidad de no considerarlo como un credo inamovible.
Los sucesos de Macuto y Chuao, que no pueden calificarse sino de bochornosos, son una roca en el sendero de la unidad. Pero también pueden ser el salvavidas, si los líderes asumen la responsabilidad de poner las cosas en orden antes de que se pierda del todo el prestigio de las organizaciones que se juntaron para un propósito común. No están los dirigentes democráticos ante un quebranto que se alivia con paños tibios, sino frente a los inicios de un cáncer cuyos tentáculos los pueden succionar. Están frente a un agujero cavado en las bases del único proyecto político en el cual se ha confiado desde la legitimación de la autoridad de la Asamblea Nacional (AN) debido al apoyo de lasoberanía popular. Nada más importante que la salvaguarda de esa legitimidad debido a que ha permitido acciones de trascendencia en el terreno doméstico, y porque le dio alas al presidente Juan Guaidó para que volara a sus anchas en el espacio de las democracias extranjeras.
Pero no se concedió licencia al Presidente encargado para que volara a solas, sino como representación de un pueblo y del conjunto de los partidos que avalaron su ascenso en el Parlamento. Las informaciones que se manejan conducen a pensar, sin posibilidad de dudas razonables, que las aventuras de Macuto y Chuao fueron obra de un grupúsculo de políticos allegados a la cabeza de la AN, y también de burócratas de su oficina y de su intimidad, que planificaron -no sé si quepa aquí el verbo planificar- una operación de desembarco armado sin que el resto de la dirigencia estuviese enterada. Una operación desastrosa, como sabe todo el país, pese a que algunos entusiastas tenían ganas de apostar a que le soplaría buen viento a un trabajo de pocas manos y de media docena de cerebros atronados. Por desdicha, los miembros de la logia hicieron una faena con los pies y con los intestinos para que quedara al desnudo la tragedia de una correría insensata. Sobre le estatura del disparate no quedaron vacilaciones cuando la sociedad escuchó las explicaciones del presidente Guaidó: Vocablos deshilvanados y sin la voluntad de tocar tierra, seguramente porque caerían de sopetón en arenas movedizas.
Solo Primero Justicia agarró el toro por los cuernos, a través de un comunicado que, sin deslegitimar el liderazgo del Presidente encargado ni asomar conductas secesionistas, llamó la atención sobre la irresponsabilidad de unos desembarcos que debieron contar con la bendición de la máxima figura, o por lo menos con su silenciosa aquiescencia; y pidió rectificaciones de fondo en el manejo de los asuntos políticos para evitar la cercanía de un naufragio. Se trata de un documento fundamental, si se compara con los gestos exageradamente complacientes de los otros partidos. El resto de las organizaciones de la oposición fue tocado por la mudez, o apenas movido por llamados lampiños a una unidad que solo existe en las apariencias. Su existencia hubiera impedido el espectáculo que hoy remueve los pilares de una casa en la que quiere habitar la mayoría de los venezolanos.
¿Este artículo está dedicado a la censura del presidente Guaidó? Solo tiene la pretensión de pedirle que abandone el descamino, que sea figura de todos y no de una bandería, o de un club de amigotes. Hay unas palabras de Henry Ramos Allup que he citado en otro lugar, pero que quiero recordar de nuevo. Dijo Ramos Allup: “Después de Guaidó, la fosa común”. Sería oportuno que el joven aludido se paseara por lo que la afirmación significa, pero también la mayoría de los partidos que apenas se han insinuado ante los sucesos con declaraciones angelicales. Aparte de incómodas, las fosas comunes son testimonios de indigencia, son el destino de un anonimato nacido de la pusilanimidad. Si de cementerios se trata, si las decisiones serias e imprescindibles no pueden detener la marcha del cortejo fúnebre, sería equitativo que cada cual tuviera su túmulo debidamente identificado.