En la aldea
23 abril 2024

La democracia tiene quien la defienda

Las dos décadas de manifestaciones a las que La Gran Aldea ha dedicado un dossier en ocasión de su primer aniversario nos obliga a hacernos una pregunta: ¿Por qué el pueblo venezolano se ha arrojado a las calles como nunca antes?, ¿por qué ha insistido con tanto ímpetu en defender la libertad? La democracia ha sido una conquista histórica. El régimen no ha podido hackear nuestros cerebros. Tiene el poder, pero no la dominación. Frente a las embestidas del despotismo, el sistema inmune de los demócratas se activa. Y despliega su ejército de linfocitos.

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Gloria M. Bastidas | 06 septiembre 2020

Son veinte años de protestas. Según el tango que cantaba Gardel, eso no es nada. Pero para quienes han sufrido la devastación de un país el lapso suena a eternidad. Un gobierno perpetuo. Como aquella planta que Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero incluyen en su Manual de zoología fantástica porque tiene características humanas: La mandrágora. La arrancas y el grito que lanza te puede enloquecer. La arrancas y te expones a terribles calamidades. Entonces le temes. El régimen ha sido una mandrágora. Ha sabido sobreponerse a los machetazos de sus oponentes. Y rebrota. Resucita. Muta. Hace como el Ave Fénix. Claro, ha contado con un amplio repertorio para su defensa. Eso le ha facilitado el juego. Desde el ingreso petrolero, ahora exiguo, hasta la tortura. Desde el verbo seductor de Hugo Chávez hasta los colectivos que aprietan el gatillo sin piedad. Es verdad: Todavía está allí. Parece inmortal. Su longevidad nos llena de asombro.

Esa es una cara de la moneda. Pero está la otra que también hay que ponderar. ¿Por qué razón este pueblo se le sigue plantando a unos déspotas que son capaces de triturarlo en pleno asfalto?, ¿por qué motivo hemos alcanzado ese récord Guinness de 110.000 protestas en dos décadas? Esa cifra no habla de un país dopado. De un pueblo anestesiado. Esa cifra también debe llenarnos de asombro. El pueblo se le sigue plantando a los déspotas porque está dotado de anticuerpos que le permiten identificar el virus de la autocracia. O de la tiranía. Y echa a andar su sistema inmune republicano. Contraataca. Bien lo decía Max Weber: Una cosa es tener el poder y otra muy diferente tener la dominación.

“¿Por qué razón este pueblo se le sigue plantando a unos déspotas que son capaces de triturarlo en pleno asfalto?, ¿por qué motivo hemos alcanzado ese récord Guinness de 110.000 protestas en dos décadas?”

¿Qué significa para el teórico alemán tener el poder? Significa que una voluntad se imponga sobre otra pese a que haya resistencia. Retrato del chavismo. La mayoría lo desprecia. Miles de manifestaciones. Sigue ahí, como la mandrágora. Maneja todas las instituciones, incluidas las estratégicas Fuerzas Armadas. Todo está controlado bajo su puño de hierro. Ahora, la dominación, según Weber, es otra cosa. Esa se conquista cuando los subordinados obedecen un mandato porque creen en él. Lo consideran legítimo y se comportan como si la orden que se les da fuese una máxima. Nada más alejado de la realidad venezolana. Y precisamente porque el Gobierno carece de la gracia de la dominación es por lo que está tan desesperado por darle un barniz democrático al tablero político. Nadie, salvo sus adeptos, que los tiene, aunque no en la magnitud en que los tuvo al principio, cree en él. Ni dentro del país, ni fuera.

II

Aquellas marchas de clase media que tuvieron lugar en el año 2000, constituyeron apenas el embrión de lo que más tarde constituiría una prueba irrefutable de la no dominación. Veamos, simplemente, las imágenes que ilustran el Especial realizado por La Gran Aldea sobre estas dos décadas de grandes movilizaciones populares. El chavismo no ha podido hackear los cerebros de la masa. En el futuro quizá la inteligencia artificial permita que con la instalación de un chip en nuestros cráneos se manipulen las preferencias ideológicas. Se obedezca ciegamente. Pero, hasta ahora, lo que ha privado en Venezuela durante los años de chavismo son ciclos de conflictos. La calle ha sido una consigna intermitente. La calle ha sido la gran noticia. Un notición que ha circulado por el mundo entero. ¿Y por qué? Porque nuestro sistema inmune está dotado de una memoria democrática que hace que los anticuerpos se activen cuando perciben las emboscadas de los déspotas.

“Nuestro sistema inmune está dotado de una memoria democrática que hace que los anticuerpos se activen cuando perciben las emboscadas de los déspotas”

Esta actitud no es tanto obra de la biología como de la larguísima gesta que se ha librado durante más de 200 años para conquistar la libertad. No ha sido algo súbito. Ha sido progresivo. Son múltiples episodios. La ruptura con la corona española, un hecho que está ahí, titilando en nuestro inconsciente. La eliminación de la esclavitud. La supresión de la pena de muerte. La educación gratuita. El derecho a la propiedad. La libertad de asociación. La libertad de cultos. La inviolabilidad del hogar. El derecho a la libertad de expresión. El derecho al voto masivo. Buena parte de estas conquistas figuraron en el Decreto de Garantías que dictó Juan Crisóstomo Falcón en 1863. El edicto no se cumplió. Pero su contenido es una expresión de las demandas que se incubaban en el seno de la sociedad. Su peso es simbólico. Las sociedades dan pasos adelante y pasos atrás. Leamos el decreto de Falcón y cotejémoslo con todo lo que el chavismo ha pretendido arrebatarnos. Citemos un caso: Franklin Brito y el derecho a la propiedad privada. Otro: RCTV y el derecho a la libertad de expresión. Otro más: El capitán Rafael Acosta Arévalo y la pena de muerte. Y así hasta el infinito.

III

La conquista del voto merece un capítulo aparte. El peso que tuvo la jornada electoral de 1946 para escoger a los diputados que formarían parte de la Asamblea Constituyente encargada de redactar la Constitución de 1947 fue enorme. Hasta entonces, en el país nunca había votado más del 5% de la población. El salto fue cuántico: Esa vez votó el 92%.

Veámoslo en perspectiva: En 1811 el voto estaba reservado para aquellos que demostraran poseer bienes de fortuna. Montémonos en la máquina del tiempo y vayamos a 1946: Votan todos los venezolanos mayores de 18 años (antes debían tener 21); votan las mujeres (que estaban excluidas, a menos que fuese para escoger concejos municipales, y si sabían leer y escribir); y votan los analfabetos (que también estaban excluidos). Pasamos de un voto elitista a un voto multitudinario. No es un logro menor. Y después vino la elección directa, universal y secreta del presidente de la República, que resultó ser Rómulo Gallegos. La bota militar nos despojó de esta conquista. Pero ya el gusanito del voto limpio había quedado almacenado en nuestro hipocampo. El arrebato de Marcos Pérez Jiménez en las elecciones de 1952 y la chapuza del plebiscito de 1957 no hicieron sino demostrarle al pueblo que hay comicios transparentes y hay comicios trucados. Con todas sus fallas, resulta incuestionable que el período que se abre a partir del 23 de enero de 1958 y se cierra en 1998 terminó de inocularnos el hábito del voto libre.

“Ese mismo pueblo que elevó al chavismo a los altares es el que ahora legítimamente clama porque salga del poder con las mismas normas con las que entró en 1998: Las electorales”

No se trata, como decía, de un fenómeno súbito. El derecho a la disidencia se ha ido cocinando a fuego lento. Ni siquiera el pánico que infundía la policía política de Pérez Jiménez, la Seguridad Nacional, logró el apaciguamiento absoluto. Es verdad que no se veía una multitud en las calles como ahora. Pero en la trastienda actuaba la resistencia. Basta con darle una hojeada al libro del editor José Agustín Catalá: Los archivos del terror. 1948-1958. La década trágica. Es como una especie de diccionario. Contiene 436 páginas dedicadas a hacer pequeñas semblanzas de los presos, torturados, exiliados y los muertos que acumuló el régimen. Algunas con fotos. Otras sin ellas. Todas muy sobrias.

Desde luego que figuran los líderes: Leonardo Ruiz Pineda, Alberto Carnevali, Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba, Gustavo Machado y tantos otros. Pero lo interesante es que Los archivos del terror también recoge la gesta de montones de seres anónimos que lo arriesgaron todo por la libertad. Marco Tulio Bruni Celli, en un minucioso perfil que escribe sobre José Agustín Catalá, publicado bajo el título Contra las dictaduras, por la república civil, señala que el editor tuvo acceso a 136.000 expedientes que estaban archivados en la Seguridad Nacional. Hay que verle la cara a lo que eso significa en un país que no tendría más de siete millones de habitantes y en el que no se contaba con las organizaciones de derechos humanos que existen hoy en día. Bruni Celli cuenta que El Libro negro, otra obra de José Agustín Catalá fechada en 1952 y que compendiaba los desmanes cometidos por la dictadura hasta entonces, se leía a escondidas. De un tiraje de 1.000 ejemplares sobrevivieron cerca de cien. Y porque fueron escondidos en una casa de Prado de María. El solo hecho de atreverse a leer un texto proscrito ya era un acto de rebelión.

¿Cómo no van a protestar los venezolanos si les quieren arrebatar una conquista histórica?, ¿cómo no se van a arrojar a las calles si sus anticuerpos captan la embestida de un proyecto de dominación que quiere imponerse a rajatabla y que los somete a la pobreza y a la mendicidad?, ¿cómo no se van a quejar los venezolanos si es que esta democracia tuvo la cortesía de permitirle a un militar felón llegar al poder por la vía electoral en vez de dejarlo que hibernara en la cárcel de Yare y ahora sus herederos pretenden quedarse con el trono para siempre a fuerza de votos postizos? La democracia es un modelo político. Y también un arquetipo que late en el tejido cultural. Ese mismo pueblo que elevó al chavismo a los altares es el que ahora legítimamente clama porque salga del poder con las mismas normas con las que entró en 1998: Las electorales. Porque a eso se acostumbraron los ciudadanos. A la contienda en condiciones equitativas y no a los sainetes. Los anticuerpos políticos saben identificar los señuelos que lanzan los autócratas.

Esos anticuerpos son una especie de guardia pretoriana de la democracia. Porque así como la democracia tiene quien la defienda también tiene quien la ataque. La atacó Chávez el 4 de febrero de 1992 a punta de tanquetas. La volvieron a atacar los sediciosos el 27 de noviembre de 1992. La atacaron quienes siempre guardaron un as insurreccional bajo la manga. Esa es una realidad. La otra es que hay un ejército de linfocitos que defienden la libertad. El Señor del Papagayo, por ejemplo, es un linfocito. Liliana Ortega es un linfocito. Un pavimento poblado de manifestantes es una masa de linfocitos. Hay que reconocer que muchos de quienes protestan lo hacen en demanda de servicios básicos. Piden agua, luz, gas. Claman por comida. O por medicinas. El 65% de las protestas registradas en estos veinte años obedece a razones socioeconómicas. Tan solo 35% entra en el cuadrante político. Pero cómo pesa ese 35%. La verdad es que, en el fondo, todo gira en torno al descontento con un gobierno incapaz de hacer un mea culpa. Y que debe ser reemplazado. Eso entra en el terreno de la política. Los linfocitos lo saben.

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