“Ahora, tanto me asusta una mina,
Que si en la calle me afila
Me pongo al lao del botón”
“Chorra”, tango, Enrique Santos Discépolo, 1928.
Por elevado, por complejo y por ser el fundamento de la paz social, la justicia es el valor más importante en el contexto de cualquier sociedad. A lo largo de siglos, la humanidad ha ido construyendo sistemas de reglas y pautas para aproximarse a ella. Visto su carácter objetivo (en el sentido de que tanto las conductas que prescriben como las que prohíben deben ser visibles, observables) y dado que sus normas regulan incluso el poder del Estado sobre el individuo, el derecho es el más completo y el que mejor se acerca a la consecución de ese valor tan elusivo.
De su aplicación, se han derivado principios, auténticos bloques de la cultura occidental, sin cuya observancia no se puede siquiera pensar que, en una situación dada, se esté materializando la justicia. Por ejemplo, el valor justicia no se busca en forma tumultuaria. Su búsqueda y administración ocurre en unas instituciones preexistentes llamadas tribunales o cortes, que conocen aleatoriamente del caso (jueces naturales). En ellas se aplican normas generales, preestablecidas de manera legítima, emanadas de autoridades que también lo son y según los procedimientos legislativos para formularlas.
En el curso del procedimiento para dilucidar las diferencias o violaciones al derecho por los particulares, se aplican principios tales como el de la igualdad de las partes en el proceso, especie del principio genérico de igualdad de los ciudadanos ante la ley. Existe también otro muy importante según el cual no solo debe hacerse justicia sino que además esa justicia debe verse: La justicia parece justicia. Hay una suerte de equilibrio sagrado que hay que esforzarse en mantener. Parte de ese contrapeso se apoya en otro principio no menos importante: La prescripción de las acciones sujetas a juicio; el tiempo que media entre la acción y el juicio sobre ella debe tener un límite.
Cuando en una comunidad se produce una conmoción importante, una falta criminal de esas que sacuden la condición humana de sus integrantes, el primer impulso es aplicar la justicia instantánea, que deriva en tumultuaria, y dejar de lado todos los preceptos que el derecho ha creado por siglos. Hace unos pocos años, en Tacarigua, un pueblo de Margarita, pequeño y pacífico, un individuo violó y dio muerte a una anciana. Los tacarigüeros reaccionaron de inmediato y apalearon al criminal, luego lo rociaron con gasolina y lo quemaron.
En situaciones como la descrita, la sociedad globalizada del presente reacciona de manera tan tumultuaria como la tradicional. Desde las redes sociales reclama justicia, cual una turba primitiva. Ataques masivos y enfocados en una persona desde Twitter, Instagram, Whatsapp y otras redes, tienen, como ya muchos han señalado, el efecto de una lapidación o linchamiento. Bajo el amparo del anonimato, los principios de derecho, probadamente útiles y acertados en la consecución de la justicia, quedan apartados y olvidados. Con ellos, también quedan pospuestas las reivindicaciones auténticas de cualquier grupo o segmento de la sociedad que las reclama.
Es obvio que estas reflexiones son producto del impacto que a todos causó el episodio de Willy McKey, resuelto de la peor manera para él, la víctima, las mujeres venezolanas y la sociedad en su conjunto. Ciertamente un caso donde no se sirvió a la justicia. En realidad, ese valor no tuvo chance alguno. No solo por la reacción tumultuaria de buena parte de la sociedad cibernética en las redes, sino también porque el proceso para llegar a ella debe pasar por unas instituciones (la Fiscalía, el sistema judicial, la Asamblea Nacional chimba) que no buscarían hacer justicia sino aprovecharse del caso para adelantar cualquiera de sus objetivos perversos.
No obstante, el derecho es la única vía para establecer las pautas que eliminen los grises que existen en las relaciones hombre-mujer en el ámbito de la sexualidad. Ante los peligros de perversión de sus propósitos reivindicativos por parte del régimen chavista o por las turbas de Twitter e Instagram, las mujeres venezolanas, activistas de #YoTeCreo y otras organizaciones femeninas, deben insistir en encauzar sus aspiraciones a través del derecho. Aunque no lo parezca, ni quieran creerlo los más exaltados por la inmediatez de los hechos, es el mecanismo indicado para servir a la justicia. ¿Cómo? Impulsando la legislación que haga falta para, con las garantías jurídicas necesarias, calificar, en consonancia con los tiempos, las conductas que constituyen abuso u hostigamiento sexual. Caso contrario, habrá que admitir que Discépolo tenía razón.