Cuando me preguntan:
–¿Cuál es tu programa favorito en Barcelona?
No me resulta fácil responder. Suena tan sosa, tan simple, la faena de comprar libros usados en el Mercado de Sant Antoni (en catalán Mercat de Sant Antoni y data de 1882). No logro explicar por qué, todos los domingos en la mañana, reincido con la emoción de un niño que hace su primera comunión en la rutina de acudir a un templo somnoliento y con el aura (pues es un olor que llega a tener colorido) que acompaña fielmente a quienes no se bañaron el sábado y quizás no lo harán el lunes. Suele ser un agrio profundo y pensativo que cuadra serenamente con los lomos ajados y unas páginas tan adustas que parecen caídas de un árbol seco. Por si fuera poco, al llegar con decenas de libros de vuelta a casa, mi esposa exclama:
–No olvides que me casé contigo porque eras arquitecto.
La ceremonia dominical se inicia en un desayunadero conocido por una exagerada variedad de empanadas argentinas. En más de 33 intentos solo me he atrevido con las de carne. El slogan “variedad de rellenos” me genera aprensión; prefiero las limitaciones de la perfección a la gama de los experimentos. Sentado en una mesa bajo los árboles y a cielo abierto me encanta reincidir en la misma receta.
Si hubiera que verificar con una cinta métrica y en un solo intento la cultura de una ciudad, propondría medir el ancho de sus aceras. Las del Ensanche permiten esas generosas mesas de varios amigos y aun queda espacio para que paseen familias hasta con perro. En un domingo de máxima participación la nuestra incluye a Alejandro Padrón, Daniel Fermín, Federico Vegas, Manuel Gerardo Sánchez, Leo Campos, Vladimir Viloria y Pedro Plaza. En ese orden fuimos apareciendo la última vez que representamos, con el elenco completo, la obra Siete escritores y un destino (para no usar el pretencioso título original de la película: The Magnificent Seven).
Alejandro Padrón es el mayor y, como buen madrugador, el primero en llegar y conseguir mesa. Viene de Calella, a una hora de Barcelona, lo que aumenta sus méritos de patriarca previsor. En la película haría de Yul Brynner, aunque su cabellera blanca sigue en su sitio y bien refrendada por un bigote estirado hasta los límites de la discreción. Sus serenos argumentos le dan abolengo y templanza a una conversa que va desde las profundidades literarias hasta esos chismes que solo tienen sentido y gracia para un escritor. Cuando aparece el tema de los triunfos de Karina Sainz Borgo, ya míticos y aún fértiles para generar envidia, él es su protector más cariñoso.
Alejandro también nos ayuda a sobrepasar sin traumas los tristes silencios, pocos y breves, de siete hombres carentes de ese destino propio y lógico que es volver al digno terruño de las calles donde fuimos niños. Al menos en mis proyecciones (calculo me quedan unos veinte años) este viaje pleno de ausencias que ya va siendo tan largo, tan inexplicable, tan humillante, tan errático, habrá de ser para siempre.
El no tener patria y, al mismo tiempo, poder volver a ella cuando quiera, resulta difícil de reconciliar. Para no regresar uno se inventa excusas e imposibilidades que en nuestros sueños y vigilias se van quedando sin aire, sin sentido.
Pero vamos a los libros.
El rol que me tocaría, si alguna vez llegara a hacerse una película sobre siete cazadores de libros, poco tendría que ver con el espléndido Steve McQueen. Yo soy el pichirre que con calcetines y sandalias va directo a los bandejas de tres libros por un euro, y juego este papel con una vacilante valentía impropia de los héroes.
Antes de continuar voy a intentar explicar mi estilo de compra.
En el taller de arquitectura de mi padre una aprendiz estaba fijando una hoja de papel de croquis a la mesa de dibujo usando largas tiras de tirro en cada esquina. Mi padre se acercó y le explicó cómo hacerlo dividiendo en cuatro una sola de las tiras. Poco más tarde, creyendo que mi padre no la escuchaba, la bella aprendiz le susurró a uno de sus vecinos:
–Aquí sí son pichirres.
Mi padre se acercó y le dijo ceremoniosamente:
–Señorita, usted ha llegado al templo de la pichirrería.
Y en verdad había en sus métodos algo religioso, ascético; incluso añadiría, para defender su memoria, que ecológico.
Veo en un diccionario de venezolanismos que pichirre es quien “le cuesta dar o compartir lo que tiene”. En el caso de papá creo que era justo lo contrario. Le encantaba compartir, pero hacerlo con ritual y ceremonia. No soportaba el desperdició ni la tendencia a atapuzarse. Donde ejercía con más rigor sus criterios de mesura y justicia era repartiendo una barra de chocolate, manjar por el que sentía la veneración de un sacerdote azteca. Todo lo que compartía tenía mejor sabor, y algunas de sus máximas han demostrado ser muy sanas y razonables:
–La mantequilla en el pan debe ser apenas un suspiro.
En el mercado de libros abunda lo que ya nadie quiere, lo que está a punto de convertirse en basura, libros que se consideraron gastados por el simple hecho de haber sido leídos o abandonados en las primeras páginas. También hay los que jamás han sido abiertos, huérfanos que llegaron a la senilidad sin conocer la caricia de unos dedos o una mirada rasante y desatenta.
Para dar un ejemplo extremo, ayer miércoles recogí, lejos del mercado, un libro que estaba tirado entre la calle y la acera. Ni siquiera era digno de entrar en las fauces de los contendores municipales que abundan en las esquinas de Barcelona. Se encontraba rodeado de trapos y sustancias indefinibles, pero resultó ser el diario secreto de Goebbels y me pareció alegórico el contexto de su tenebrosa aparición. La escena suena prefabricada, como si fuera una falsa casualidad que invento para iniciar una reflexión, pero estoy hablando en serio. Mi esposa, sin saber de qué iba el libro recogido entre semejantes inmundicias, me advirtió:
–Huélelo primero, no vaya a ser que esté meado.
Le mostré la polvorosa cubierta para que comprendiera el dramatismo de la casualidad y se calló impresionada, mientras yo sostenía el hallazgo entre el índice y el pulgar como si fuera el pañal usado de un bebé.
Gastarse unos reales en Goebbels es propio de un erudito o un masoquista, pero ya en casa y desinfectado con un soplido de Sanytol, encontré en una primera azarosa revisión desde frases que todos conocen, como “el alma del trabajador alemán está en mis manos, moldeable como la cera”, hasta el ángulo más humano y loco de un ser deshumanizado:
El Führer se alegra de que me quede con él toda la noche. Dice que mi presencia lo tranquiliza. Su confesión me llena de alegría. Siento que estoy con un hombre que trabaja bajo la protección de Dios.
Poco más tarde caigo en la trampa, propia de una obsesión pasada de horno, de compararlo con nuestro rutilante ministro de propaganda, Jorge Rodríguez, a quien el alma del venezolano debe lucirle tan moldeable como una masa amorfa que ya ni siquiera hiede.
Pero retornemos a las bandejas y cajones de los tres libros por un euro. La tesis es que allí, en ese foso de rechazados, existe la posibilidad de iniciar grandes aventuras. Desde el punto de vista de la pichirrería pura y neta me pregunto: “¿Qué gracia tiene que un vino costoso sea delicioso? Así cualquiera”. Conseguir uno bueno entre los 3 y los 6 euros sí es una tarea meritoria, de grandes riesgos e inesperadas recompensas.
Y ahora, para elevar los méritos de mi cacería, debemos asomarnos a las desventuras de los clásicos, esas criaturas tan persistentes en el lento descenso de las estanterías de nogal a una acera inmunda a punto de ser barrida. Los libros clásicos tienen el inconveniente de que juramos haber leído lo que apenas hemos ojeado. La mentira más universal en la historia de la literatura es la alegre frase: “Yo he leído el Quijote”, por quien ni siquiera es capaz de pronunciar el título completo: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Una vez le pregunté a un amigo que me acompañan en mis correrías por esta ciudad:
–¿Sabías que el ingenioso hidalgo pasó unos días en Barcelona?
Y resultó que no le sonaba lo de ‘un ingenioso hidalgo’ ni conocía la aventura de su visita a una imprenta donde encuadernaban la segunda parte de su vida. Esto explica que hasta Cervantes, en su travesía de siglos, puede llegar a encontrarse entre la mercancía de pacotilla y muy necesitado de un vigía que lo rescate.
Otro asunto, más intelectual y nada mercantilista, es la enorme diferencia que existe entre buscar algo hasta encontrarlo y encontrar lo que no estabas buscando. Cuando buscas un libro específico en librerías tan prodigiosas como La Central del Raval o Laie en Pau Claris, siempre existirá la alternativa de hallar o no hallar, dos posibilidades que no llegan a ser una impactante sorpresa. Ocurre que saber lo que buscas no es un genuino “buscar”. Un buscar tan puro que no sabes lo que buscas si es propicio a un “¡Eureka!” tan alegre y sabroso como el de Arquímedes en su bañera. Por una ecuación evidente y sencilla la plenitud de semejantes hallazgos se repotencia en los cajones más despreciados de Sant Antoni.
Así llegamos a los albores de un descubrimiento definitivo y absoluto que por 33,3 centavos nos cambiará la vida, toda ella o al menos por unos cuantos días o algunas horas. Lo importante es la pasión de presentir un milagro que podrá ocurrir un domingo cualquiera en la mañana, justo lo que siento mientras reviso el contenido de los cajones más baratos del mercado.
Evocando ahora mi afanoso escrutar, me va llegando el eco de unas palabras escritas por Lucas, quien, además de ser médico en Antioquía y escribir evangelios, ha debido ser un gran lector:
El espíritu del señor esta sobre mí, porque me ha ungido para anunciar el evangelio a los pobres; para proclamar libertad a los cautivos; para la recuperación de la vista a los ciegos; para poner en libertad a los oprimidos.
Recordemos que estas palabras reseñadas por Lucas, las pronuncia Cristo en la sinagoga mientras lee en voz alta un libro escrito por el profeta Isaías. Con esta prédica que va de boca en boca y de texto en texto, me quiero referir a esos infinitos libros cautivos, oprimidos y tan ciegos, que nadie los ve. Si vemos el fenómeno en gran escala puede que los libros, todos los libros del mundo, estén muriendo lentamente en esta era digital de pantallas y presencias pasajeras donde no participa el tacto y el olfato.
Y ahora sí voy llegando a lo que quería contarles, el encuentro con El cementerio marino de Paul Valéry en una caja medio vacía de tres libros por un euro. De nuevo suena a trampa eso de encontrar un cementerio en una tumba para libros moribundos apenas iniciando la búsqueda, pero el prodigio es rigurosamente cierto. Justo allí me estaba aguardando un ejemplar de Alianza Editorial, bien acompañado por las otras dos compras necesarias para completar el trío: Poesía amorosa de Gerardo Diego y una recopilación de cuentos de André Maurois con otro título que también suena -que fortuna tan embarazosa la mía- a manipulación de la verdad: Siempre ocurre lo inesperado.
El título Poesía amorosa me sabe mal. Creo que de una manera evidente o secreta toda poesía tiene que ver con el amor y eso de presuponer un género amoroso equivale a hablar de Poesía amistosa o Poesía odiosa. Sobre los cuentos de Maurois diré que son deliciosos pero algo insistentes en promocionar la buena vida que se daba. Lo importante es que podrán formar quizás hasta una trilogía, pues algunas conexiones encontraré si los dejo temperar por suficiente tiempo en la mesa de noche.
El libro de Valéry trae un prólogo del propio poeta, que representa el conmovedor hallazgo y la espléndida revelación que vengo anunciando y deseando. Perdonen si la emoción me lleva a pretender que sentirán lo que yo he sentido y me atreva a extraer del prólogo una cita quizás demasiado larga:
No sé si aún continúa la moda de elaborar largamente los poemas, de mantenerlos entre el ser y no ser, suspendidos durante años en el deseo de cultivar la duda, el escrúpulo y los arrepentimientos, al punto que una obra, siempre reexaminada y refundida, adquiera poco a poco la importancia secreta de una empresa de reforma de uno mismo.
Esta forma de producir lo menos posible no era rara hace cuarenta años entre los poetas y entre algunos prosistas. El tiempo no contaba para ellos, lo cual tiene mucho de divino. Existía una especie de ética de la forma que conducía al trabajo infinito. Los que se consagraban a ella sabían que cuanto mayor es la labor, menor es el número de personas que la conciben y la aprecian; así, se afanaban por poco y como santamente.
Con ello se aleja uno de las condiciones “naturales” o ingenuas de la Literatura, y se llega insensiblemente a confundir la composición de una obra del espíritu que es cosa finita, con la vida del espíritu mismo, el cual es una potencia de transformación siempre en acto. Se llega así al trabajo por el trabajo. Para esos hombres deseosos de inquietud y de perfección, una obra no es nunca una cosa acabada -palabra que para ellos no tiene sentido alguno-, sino abandonada; y este abandono, que lo entrega a las llamas o al público (ya sea por efecto del cansancio o de la obligación de entregar) es para ellos una especie de accidente comparable a la ruptura de una reflexión cuando la fatiga, la molestia o alguna sensación la anulan.
Valéry ha dilucidado y resumido admirablemente el problema, ese mantenerme suspendido entre ser y no ser, el cultivo masoquista de la duda, los insoportables escrúpulos y arrepentimientos, la escritura convertida en un reformatorio del que no me atrevo a salir. Me refiero, para ser más preciso y sincero, a una merma tanto en la producción como en las conclusiones. Si son pocos los inicios qué queda para los finales.
Cuando me pregunto cuáles serán los motivos de esta merma reviso desde los efectos de la edad hasta la falta de esperanza con respecto a Venezuela. Prefiero centrarme en la segunda opción. Nunca he escrito por motivos políticos pero ciertamente me ha influenciado y me pesa, y me hunde, la situación política, social, cultural, humana y debo añadir que animal, porque hay efectos evidentes en un estrato que está más allá de lo racional.
Un mal gobierno dura poco. Un gobierno suficientemente malo dura mucho. Un gobierno maldito no logras quitártelo de encima. Y esa es mi definición del mal que nos aqueja, una maldición, un mal espiritual y físico que sí puede afectar la creación literaria y hasta la actividad sexual. Es algo tan perverso que llegamos a creer que lo merecemos y es eterno, congénito, endémico, consustancial, y a lo más que podemos aspirar es a sobrevivir a su lenta y natural extinción.
Pero entiendo que también debe haber mucho de excusa en esta opción y, volviendo a la primera posibilidad, puede que simplemente se esté apagando mi creatividad y ganando terreno la flojera.
Sean cuales sean las causas y los efectos, lo importante es que Valéry, además de describir mi estado entre suspensivo y alelado, también nos está ofreciendo una salida al problema, una manera provechosa de unir la composición de una obra “finita” del espíritu con la vida del espíritu mismo; algo que puede ser una potencia en continua transformación; un tipo de trabajo y de creación capaz de generar una obra que nunca pretenderá ser una cosa acabada, pues la fatiga y las interrupciones están en su propia naturaleza. Me refiero al querido diario que tantas veces he despreciado, como si fuera un enemigo que se entromete en esas tareas más serias y vendibles que son el ensayo, el cuento y la novela.
Podría aprovechar la ocasión para compartir algunas estrofas del propio Cementerio marino y relacionarlas con nuestra actual condición. Hay una que se refiere a nuestra indolente impaciencia:
Y aún esperas un sueño tú, gran alma.
Que ya no tenga este color de embuste.
Pero no creo que los poemas sirvan para encontrar similitudes, casualidades o precisiones, sino para abrir dimensiones más libres en las almas desgastadas. Y esto es lo que ahora me interesa: entender cómo Valéry fue capaz de vivir intensamente, disciplinadamente, tiempos de una reflexión continua, incesante, agotadora.
Una de las experiencias que narra en su prólogo es haber asistido a una clase en la Sorbona donde un profesor (Gustavo Cohen) explicaba a los estudiantes el origen y el alcance de los poemas en El cementerio marino. Valéry nos cuenta que en su juventud los vivos no asistían a este tipo de análisis, pues era un privilegio solo para los autores muertos, y celebra que ahora exista para la Literatura y para la Historia el estudio del presente, la posibilidad de sentir “las fuerzas que engendran los actos y las formas”.
Para Valéry el pasado es “el lugar de las formas sin fuerzas” y proclama un credo, un deber, y hasta un método para que todo escritor pueda darle forma y fuerza a su propio pasado: “A nosotros nos incumbe procurarle vida y necesidad, y prestarle nuestras pasiones y nuestros valores”.
La tragedia venezolana radica en que hemos comenzado a vivir en un arrollador y aplastante presente como si ya fuera el pasado, y al cometer este error nos quedamos sin el uno y sin el otro, y, de paso, sin futuro. En la tumba del presente hemos enterrado nuestro pasado y nuestro futuro.
La propuesta de Valéry, y lo bien que se ajusta a nuestro problema vital, ha dado origen a este ensayo, que no deberá ser tal cosa, pues espero que sea más bien la página de un diario que debe continuar.
Pero quién sabe qué diablos sucederá con mi literatura. Lo cierto es que hoy, por primera vez en mucho tiempo, siento esa posibilidad de sentir y ayudar a que se sientan “las fuerzas que engendran los actos y las formas” en la mesa de los siete escritores sin destino que espero ver este domingo, en las calles de nuestra infancia y juventud, y en las que recorrí cien veces para llevar a mis niños al colegio.
Ahora me voy a dormir. Los diarios necesitan de la noche y de los sueños para continuar y ser lo que son. Ruego a Dios que este diario forme parte de un compromiso con ese presente varado en el pasado, y que todos, escritores y lectores, recordemos que a nosotros nos incumbe procurarle vida y necesidad, pasión y valor a ese presente que se nos va haciendo un pasado sin formas y cada vez con menos fuerzas.
*Las fotografías fueron facilitadas por el autor, Federico Vegas, al editor de La Gran Aldea.