En la aldea
02 diciembre 2024

Iquique: Temblamos como las llamas de la hoguera

Venezuela, tras dos décadas de chavismo, que redujo el país a botín para los jerarcas y sus socios en las élites gobernantes de los países aliados, es más pobre que Haití, tiene menos alimentos y peores servicios públicos que Cuba, menos libertades que Nicaragua y tantos mafiosos en el gobierno como Rusia... y aún así, no nos creen. Estamos solos y en desbandada. Es lo que hay. Por eso, vemos la danza de las llamas, balbuceamos “qué atroz, qué injusto, qué terrible” y nos echamos a temblar.

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Milagros Socorro | 04 octubre 2021

La respuesta desde Venezuela a la agresión contra connacionales inmigrantes en la ciudad chilena de Iquique fue temblorosa. No porque fuera débil, que sí, que no hay ninguna iniciativa sólida para proteger a los seis millones de venezolanos que han huido de la devastación chavista; o, al menos, al sector más vulnerable de la diáspora. Fue temblorosa por el horror que nos produjo. Hemos sabido de muchos abusos, cuando no directos crímenes, contra los caminantes, asesinados, violados, secuestrados y robados en las fronteras y en tenebrosos andurriales. No es, tampoco, la primera vez que se difunde una información acerca de actos de xenofobia, trata de personas, discriminación por el mero hecho de hablar con nuestro acento, insultos y actos de repudio.

La diferencia es que esta vez vimos escenas medievales, en las que las pertenencias de las familias venezolanas eran arrojadas a una inmensa hoguera por una horda que parecía rodearlos y estar dispuesta a llegar a extremos espantosos.

Temblamos y balbuceamos algún lugar común en las redes porque sabemos que esas personas llegaron al confín del Continente a pie, probablemente sin más documento que una gastada y sudorosa cédula venezolana, pobre identificación que más que una adscripción a un Estado, a una nación, a un territorio, parece el edicto de una condena.

Temblamos y apelamos a vagas consignas porque sabemos lo que supone para un venezolano adquirir un colchón, hacerse de una ropita, reemplazar los gastados zapatos, llevar comida para su casa, calmar el hambre de los niños, proveer alguna seguridad a los mayores.

“Algunos de nosotros tenemos veintiún años explicando a nuestros interlocutores en el mundo las mentiras de Chávez, su voracidad, su demagogia y gran codicia, sus constantes violaciones a la Constitución”

Sabemos de qué están huyendo. Sabemos cuántos derechos les fueron negados. Con cuánta ferocidad fueron acosados por las FAES. Con qué negligencia fueron expulsados de escuelas, bibliotecas, cines, parques, canchas deportivas, empleos, viviendas dignas y, en suma, de la esperanza.

Sospechamos que alguna vez habrán tenido que rebuscar en la basura y llevarse a la boca el fruto fétido de esa cosecha, mientras entre los dedos les escurre un jugo fermentado. Lo hemos visto muchas veces.

Tenemos la certeza de que salieron del país sin vacunas, sin ahorros, sin consulados que los respalden, sin una comunidad internacional que se ocupe (más allá de los tres minutos que cada tanto se toma para manifestar que se preocupa); y, lo que es peor, sin encontrar credibilidad. Venezuela, tras dos décadas de chavismo, que redujo el país a botín para los jerarcas y sus socios en las élites gobernantes de los países aliados, es más pobre que Haití, tiene menos alimentos y peores servicios públicos que Cuba, menos libertades que Nicaragua y tantos mafiosos en el gobierno como Rusia… y aún así, no nos creen. Algunos de nosotros tenemos veintiún años explicando a nuestros interlocutores en el mundo las mentiras de Chávez, su voracidad, su demagogia y gran codicia, sus constantes violaciones a la Constitución que él mismo se mandó a hacer y luego entregó a los Castro para que le hicieran edición de texto. Y casi siempre hemos topado con esa mirada de reticencia, ese silencio entre reservado y renuente, como si, al admitir la monstruosidad que se ha cometido en Venezuela, tuvieran que aceptar una cuota de complicidad y aquiescencia.

Temblamos porque en el fondo de nuestro corazón tenemos pavor de que llegue el momento en que nuestras fuerzas y recursos lleguen a su fin, y nos veamos expuestos también a la sádica Inquisición, al vociferante tribunal de Salem, a la Gestapo, a la KGB… a la ira de las turbas que verán en nosotros la causa de sus frustraciones y miserias.

La respuesta del régimen, por cierto, también fue temblorosa. No porque le importe un pito la suerte de los desesperados que ha lanzado al destierro por espinosa ruta. Se inquieta porque está en la mira de los organismos internacionales que ven crecer la ruma de folios del prontuario de violador de derechos humanos de Maduro y sus secuaces. Y su respuesta fue enviar al embajador de Maduro a hablar con los desheredados para ofrecerles un avión que los devolviera a Venezuela.

Para sorpresa de los chilenos y de los periodistas de otras nacionalidades que cubrieron el episodio -no para nosotros, que sabemos cómo es la vaina- los migrantes en Iquique, los caminantes a quienes les arrebataron las pocas cosas que habían podido reunir para lanzarlas a la fogata, rechazaron la oferta del representante del régimen, a quien hasta entonces no habían visto por allí. ¡Prefieren estar en el extranjero, expuestos a arranques de alta peligrosidad, que regresar en un avión cuyo boleto ni siquiera saldría de sus magros bolsillos sino de la partida de Propaganda de Maduro!

Las dos imágenes: la de los atacantes arrancando cobijas de las manos de nuestros conciudadanos “alojados” en un descampado / y la del “embajador”, -en un terreno, porque ni siquiera los citó en algún lugar donde pudiera repartir agua fría-, quedándose solo mientras le daban la espalda a él, a sus jefes, al horror que encarna… las dos imágenes, decía, resumen nuestra realidad: estamos solos y en desbandada. Encima, no nos creen, o se hacen, que para el caso es lo mismo. Es lo que hay. Por eso, vemos la danza de las llamas, balbuceamos “qué atroz, qué injusto, qué terrible” y nos echamos a temblar.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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