En la aldea
16 enero 2025

Barinas, cuna y entierro de una dinastía “revolucionaria”

“Lo votos del pueblo y la reacción de la dictadura preludian los estertores de la dinastía Chávez, una anomalía cuya desaparición puede presagiar nuevos triunfos para el republicanismo escarnecido en nuestros tiempos. Es una deuda de la sociedad venezolana con su historia”. ¿No les cabe en la cabeza que el “moisés del comandante” fuera vapuleado por una reacción republicana y democrática que no estaba en el programa?, ¿nunca imaginaron que en unos comicios con observación internacional calificada el pueblo derrumbaría el “castillo de paja” con el soplo de sus votos? Porque el pasado 21N en Barinas la gente votó por la oposición.

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Elías Pino Iturrieta | 05 diciembre 2021

En la política venezolana se han concretado planes dinásticos con resultados funestos para la República. El ejercicio del poder ha generado una búsqueda de permanencia que mezcló los nexos familiares con el control de los asuntos públicos, para producir fenómenos aberrantes que no solo se convirtieron en graves escollos del civismo, sino también en ejemplos capaces de producir vergüenza colectiva. Tan susceptibles de entorpecer la administración del Estado y de crear bochornos generalizados, que se buscó la manera de evitar su repetición. Parecían expulsados de la vida venezolana, pero han vuelto  desde el ascenso del chavismo con su indeseable carga de retroceso y sonrojo. Hoy confirmamos con creces en el estado Barinas la resurrección de una dinastía política como las célebres del pasado, pero también, tal vez con  fortuna, atisbamos la histórica ocasión de conducirlas por fin a la tumba.

Como se sabe, para permanecer en el dominio de la autoridad en 1851 José Tadeo Monagas dejó en herencia pasajera la Presidencia de la República a su hermano José Gregorio. La recobró en 1855 para permanecer en la Casa de Gobierno hasta 1858, cuando fue derrocado después de un acusado proceso de mengua institucional y material. Pero la familia volvió por sus fueros después de la Guerra Federal, entre 1869 y 1870, primero con el octogenario José Tadeo Monagas a la cabeza y después a través de las pretensiones de su hijo y de su sobrino, dos buenos para nada llamados Domingo y José Ruperto Monagas. Un amplio sector del país se hizo entonces ruperteño mientras el otro se volvía dominguero, dos comparsas a través de las cuales se resumió la banalidad y la indigencia de ideas de un período caracterizado por el declive panorámico. Fue tan grande el abismo, que se juró después en el Congreso y en la prensa que se impediría a cualquier costo el retorno de esas “razas o tribus nefandas”.

“Es tan evidente el descalabro del pesebre iluminado con velones de sebo, del perverso belén pueblerino con vocación de perpetuidad, que el régimen ha desconocido el resultado electoral y ha convocado a nuevas elecciones en Barinas”

Pero volvieron oficialmente en 1922, debido a una escandalosa reforma de la Constitución. La Carta Magna distribuyó el Ejecutivo en una impresionante trinidad. El Congreso ordenó que en adelante reinara un presidente, Juan Vicente Gómez, con dos vicepresidentes: Juan Crisóstomo Gómez, apodado “Don Juanchito”, y José Vicente Gómez, llamado “Vicentico”. El primero, como se sabe, amado hermano del dictador y quien ejercía el cargo de Gobernador del Distrito Federal; el otro, su hijo mayor e Inspector General del Ejército. El primero, un sujeto bonachón que apenas había destacado en materias que no fueran de la vida doméstica; el otro, un oficial de pocas luces que estaba en primera plana por ser un uniformado hijo de papá con simpatías en la élite caraqueña. El asesinato de “Don Juanchito”, en el cual pudo estar involucrado “Vicentico”, acabó con el experimento dinástico que aparentemente había marchado sobre ruedas. La reforma constitucional de 1925 eliminó las vicepresidencias para que gobernara a solas el escarmentado comandante del clan.

La transición posgomecista hizo todo lo que pudo para distanciarse de las aberraciones anteriores, prólogo para un manejo cada vez más republicano de la administración que se profundizó a partir del movimiento de octubre de 1945 y después del derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez. Quizá aislados intentos de nepotismo pudieran relacionarse con la desviación de colocar a la parentela en cargos de significación, o de provecho económico, sin que se pudiera hablar de un problema capaz de producir debates o preocupaciones serios. Se tuvo que esperar el ascenso del teniente coronel Hugo Chávez al poder para la resurrección del endriago dinástico. Primero por la notoriedad de sus hijas mayores, insólita en el pasado reciente, y por los rumores de los  vínculos que tejían con emprendimientos productivos y con la posibilidad de acceder a cargos de importancia a través de su influencia y de su afecto personal. Se comenzó a hablar de “las infantas”, con todo lo que puede tener de torcedura o de veneno en un sistema republicano semejante reaparición, sin que se produjera un ruido digno de relieve; pero que pudo ser vanguardia de la entronización que el comandante hizo de su parentela en el estado natal, que hoy provoca un terremoto prometedor.

Después de bautizar a Barinas como “cuna de la revolución”, Chávez dejó a su padre como cuidador del lugar del génesis. Maestro de escuela sin experiencia en los asuntos públicos, ni en otros menesteres que no se relacionaran con los pupitres de rudimentos y con la vigilancia de párvulos, hizo el estreno de un gris imperio comarcal que continuó su progenie y que ha degenerado en una desvergüenza sin paliativos. No solo por atribuir al terruño una distinción nacional que no merece, o que carece de fundamento en cualquier sentido, sino también por transmitir la idea de que se trataba de una concesión inamovible a través de la cual se apuntalaría un culto de origen telúrico con su Meca en Sabaneta y con altares de piedemonte a través de los  cuales se consagraría la figura de un imperecedero héroe salvador. Quizá todo muy primitivo, muy huero o a lo sumo de cartón piedra, pero tras la idea de anunciar la fundación de un legado capaz de confundirse con los anales patrios. Pero también, en especial, de manejarse en términos excepcionales en relación con el desenvolvimiento de asuntos rutinarios como las fiscalizaciones de contraloría o con otros de cardinal importancia, como la alternabilidad republicana.

Si no fue un plan trazado hasta la minucia, los sucesores en el gobierno y la sensibilidad popular consagraron la existencia de una especie de virreinato vedado para otra autoridad que no fuera la de la primera parentela “revolucionaria”, que se prologaría sin solución de continuidad. Estado excepcional, jurisdicción con dominio particular, Reich campestre que traspasaría los confines del tiempo, dominio familiar que solo dependería de los apetitos y los intereses de padres, hijos, sobrinos, suegros, primos y padrinos, ni la fantasía de su fundador, ni las entendederas del chavismo convertido en madurismo, ni la mentalidad de los vecindarios rurales y urbanos, imaginaron que el pueblo derrumbaría el castillo de paja con el soplo de sus votos.   Argenis Chávez, gobernador de Barinas, hermano del “comandante eterno” e hijo del magister mayor de la prosapia, salió con las tablas en la cabeza porque el pueblo de Barinas votó por la oposición. Y, para rematar, no fue derrotado por un portavoz de la civilización ilustrada, ni por los antecedentes de un luchador sin mancha, sino por un individuo parecido como gota de agua a los miembros de la estirpe que recibió la colosal patada barinesa. Un suceso de tal magnitud derrumba el mito del chavismo redentor en el lugar que el comandante seleccionó como fuente de inspiración y como lugar de retiro cuando culminara su proeza de redención nacional, o cuando tuviera ganas de salir del túmulo de mármol llamado Cuartel de la Montaña. Es tan evidente el descalabro del pesebre iluminado con velones de sebo, del perverso belén pueblerino con vocación de perpetuidad, que el régimen ha desconocido el resultado electoral y ha convocado a nuevas elecciones en Barinas. No le cabe en la cabeza que el moisés  del comandante, destinado a religiosa reverencia, fuera vapuleado por una reacción republicana y democrática que no estaba en el programa. No entiende que el pueril catecismo que no hizo respetar el chafarote de turno, o que cuidó con bárbaras maneras, sea reemplazado por un manual más nacional y decoroso. Lo votos del pueblo y la reacción de la dictadura preludian los estertores de la dinastía Chávez, una anomalía cuya desaparición puede presagiar nuevos triunfos para el republicanismo escarnecido en nuestros tiempos. Es una deuda de la sociedad venezolana con su historia.

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