Una madrugada de septiembre de 2020 me despertaba pesadamente después de una noche de trabajo y pocas horas de sueño. El brillo de la pantalla en la oscuridad de mi pequeño estudio inició la jornada de trabajo: otro informe de Naciones Unidas, otro llamado al Gobierno, y otro esfuerzo por valorar el conocimiento de la verdad en un ambiente de tinieblas. Todo ello en medio de un estruendo tanto de los que odian la verdad como de los que, desde tantas desilusiones, ya no creen en informes desde sitios tan bellos como lejanos.
Ya con el café en la mano, busco correos, enlaces y hago contacto con otros defensores de derechos humanos, y finalmente me llegan dos documentos: el informe de la “Misión internacional independiente de determinación de los hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela”. Sinceramente, no tenía expectativa alguna, luego de leer tantos reportes sobre las constantes atrocidades que se cometen en el país, y que, al ser parte de nuestro presente, generan un discurso tristemente cotidiano. Por ello nunca dejaré de recordar que más que el café, la lectura del documento mismo avivó mis sentidos.
Lo primero fueron las cuatro palabras. Unas que tantos escuchamos, replicamos e hicimos propias, pero que en el ámbito internacional, en el Sistema Interamericano o en el sistema de Naciones Unidas no habían tenido un eco oficial. Esto último es importante, porque lo oficial tiene un peso y una significación en las organizaciones internacionales que linda con lo dogmático para luego convertirse en litúrgico. La diferencia entre ser y no ser, en muchos casos, está en la a veces discreta diferencia entre lo oficial y lo extraoficial. Por ello, que oficialmente leyese en un documento con el membrete de Naciones Unidas las palabras: “crímenes de lesa humanidad”, luego de tantos años, de tantas denuncias, de tanto decirlo, y, sobre todo, después de tanto dolor, hizo que se me nublase la vista, obligándome a pausar la lectura.
Leer siempre ha sido mi pasión, desde la adolescencia los libros han sido mi familia y mi compañía, con ellos me he reído, me he entristecido y sentido una larga lista de emociones, pero nunca había llorado, porque de forma cobarde, utilizaba para evitarlo, el viejo truco del abandono del texto. De ahí entonces que me encontrase con una emoción inédita, y por lo mismo, fuera de mi control.
Solo pensar que en algún rincón de este país podía haber una madre que viera en ese documento la realidad de la tragedia que tiene años denunciando con el mismo término que ella ha aprendido a utilizar de la peor manera, por su propia vivencia, me decía que ese informe, no eran unos folios ordinarios, ni otro papel más en el inmenso archivo de Naciones Unidas. Más aún, era la manifestación que, por algunos instantes, la verdad oficial finalmente podía ser el reflejo de la más terrible realidad. Una especie de estrella fugaz en el derecho internacional.
Leo también que la violencia del Estado tiene dos caras en Venezuela, la que se denomina la “represión política selectiva” y la que se hace en un contexto de control social, la primera contra los considerados disidentes políticos y la otra contra líderes de las zonas populares. Es decir, se trata de una violencia de Estado para quien se oponga y como medio de control social.
Y esto tiene también su propia trascendencia, porque hace sistemático el horror. Lo hecho se ejecutó a través de “un ataque generalizado y sistemático”. Sistematizar es otra palabra clave de la liturgia discursiva de las organizaciones internacionales, y quizá por ello tan ajena a nuestro caos y desorden caribeño en el que tan fácilmente nos extraviamos, y por lo mismo no nos parece aplicable. Pero allí estaba, pues sí lo es, explicado con casos rigurosamente documentados para poner de manifiesto que la censura, la tortura y las demás atrocidades tenían un orden y una razón de ser predeterminada y ejecutada dentro de otra idea dogmática: la política de Estado.
Consecuencia de lo anterior es la lógica conclusión de que al ser sistemáticos y generalizados los crímenes de lesa humanidad, existe por tanto una responsabilidad penal de las cadenas de mandos, y en particular, de los niveles más altos de los organismos de seguridad involucrados. Esto que parece bastante obvio, tiene gran significado en una sociedad donde la hegemonía comunicacional oficial pretende presentar, un día sí y otro también, que una sentencia condenatoria a un soldado raso o a un policía de bajo rango es sinónimo de justicia. Y sin duda alguna no lo es, pero una cosa es saberlo y tratar de decirlo en los estrechos límites de nuestra humilde cuenta de Twitter o en los pocos medios de comunicación locales, que, a pesar de las amenazas permanentes, se atreven a decirlo, y otra cosa es escucharlo desde un órgano de Naciones Unidas expuesto a los cuatro puntos cardinales.
Gracias a un mensaje de un defensor, me entero que la Misión informó de la existencia de centros de torturas clandestinos, y que uno de ellos, en el oeste de la ciudad, queda a unos minutos de mi casa. Esto me perturbó más que todo lo anterior, pues me hizo consciente de que, a pesar de ser defensor de derechos humanos, de vivir en Venezuela y de estar en contacto diario con la emergencia permanente que es querer ser un ciudadano en este país, me entero de una de las peores manifestaciones de la barbarie gracias a unas personas en Ginebra. Me sentí extranjero en mi país. Solo por eso les estaré siempre agradecido y lo digo por todas las víctimas a las que les dijeron que sus gritos nadie los escucharía. No era cierto.
Terminaba aquel informe instando al Estado venezolano a investigar los crímenes denunciados y hacer justicia involucrando a los más altos responsables de los organismos señalados como responsables. El tiempo nos ha mostrado que esa recomendación no se ha acatado, ni siquiera luego de que tanto como el Fiscal de la Corte Penal Internacional confirmara lo dicho por la Misión sobre la comisión de crímenes de lesa humanidad en Venezuela y la necesidad de una investigación sobre las cadenas de mando. Pero eso, quisiera recalcarlo, no quita para nada valor a un documento que tanto nos dijo y nos sigue diciendo.
La verdad de lo dicho por la Misión no sale de un testimonio desgarrador entre tanto desgarro, sino en la exhaustividad y la rigurosidad. Esa rigurosidad se muestra en el hecho de que las fuentes, muy a pesar de la verdad oficial del Estado venezolano, son directas: se trata de las víctimas, de sus familiares o de sus abogados, e incluso de funcionarios y exfuncionarios, que, desde el triste privilegio de la vivencia, informaron a la Misión sobre el panorama de una sociedad coaccionada y violentada. Esta legitimidad de las fuentes, y una vez más, la metodología que permite sistematizar la violencia que muchas veces apreciamos de forma aislada, son las grandes fortalezas de un documento hecho de acuerdo con las arduas exigencias del Estatuto de Roma.
A este informe siguieron otros, orales y escritos, con la misma contundencia, profundizando en el análisis y documentación de los crímenes denunciados y describiendo cómo el poder judicial no se limita, como en otros países análogos, a ignorar y ser simple espectador complaciente de la represión, sino que forma parte esencial de esta. En este sentido, la Misión describe cómo los jueces venezolanos, encargados de impartir justicia, esto es, de proteger a los ciudadanos contra los abusos del poder, en cambio no juzgan, sino que obedecen, por lo que no es correcto calificarlos como jueces, sino simplemente como funcionarios sumisos para los que la independencia y la imparcialidad son simples palabras exóticas.
Lo expuesto, junto con el hecho de que lo descrito por la Misión no es parte del pasado, sino que sigue siendo la realidad del pueblo venezolano, es razón suficiente para que la Misión continúe. Para mí no es algo político, ni estratégico, sino de simple coherencia, porque debe seguirse investigando lo que sigue ocurriendo, hasta que deje de ocurrir. Y no es un juego de palabras, sino la exigencia que, detrás de la lucha por los Derechos Humanos, la denuncia y la protesta ciudadana quedan expuestas a una sed de justicia de la que nadie puede ser ajeno.
No hay accidentes en los crímenes de lesa humanidad, todo es causal y esperado.